Un experimento negativo

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Se entiende el nerviosismo. Esa excitación desbordante, que la apresura al hablar y la lleva a auxiliarse con las manos mientras las ideas se agolpan en la cabeza y pasan a la lengua, irreflexivas, estuvo ayer, en Georgetown, justificada. Cristina Kirchner se expuso a algo que está más allá de su control. Si bien en las primeras filas estaban los aplaudidores de siempre -ministros, asesores, algún empresario-, en las del fondo los devotos de La Cámpora fueron reemplazados por chicos incapaces de coordinar la rutina coreográfica de Javier Grosman.
Sin embargo, hostil y todo, a la Presidenta ese ambiente le sigue inspirando respeto. De modo tal que ella, que se define como «un cuadro técnico universitario», y en la intimidad se hace llamar «la doctora», se obligó a una contorsión ambivalente. Debió, como en un examen, justificarse y seducir al mismo tiempo.
A su manera, fue un examen. No académico. Político. Los asistentes a esas «clases» no buscan que les den una lección. Quieren palpitar un testimonio, certificar o corregir las hipótesis que se han formado acerca del visitante. El diplomático que intentó, sin éxito, que en la reunión no hubiera interrogatorio detectó ese problema. Las preguntas, en estos casos, suelen ser más significativas que las respuestas. Ayudan, como ayer, a percibir cuál es la imagen de un determinado líder en el interior de un aparato de alta gravitación política como es el académico.
Video: Las preguntas de los estudiantes a Cristina (C5N)
Desde este punto de vista, el experimento de la Presidenta fue negativo. No hubo consultas sino cuestionamientos. Nadie solicitó una declaración sobre la política de derechos humanos ni sobre la reconstrucción económica ni sobre los avances sociales. Tampoco apareció alguna curiosidad sobre las ideas de la señora de Kirchner acerca del comportamiento del mundo. En cambio, la indagaron sobre la relación con Hugo Chávez. Y le preguntaron por los dos aspectos de la administración que sobresalen para los latinoamericanistas de Washington: la negativa a rendir cuentas ante la prensa y la adulteración de las estadísticas. Es razonable que esas perplejidades ganen espacio en una casa dedicada a la búsqueda de la verdad.
Las preguntas no ayudaron al éxito, pero las respuestas lo alejaron más. Cristina Kirchner hizo una demostración práctica de que no está en condiciones de aceptar conferencias de prensa. Cuando las respuestas no fueron chicanas o coartadas, desnudaron un gran desconocimiento de los temas.
Sobre la resistencia del Gobierno a abrirse a la prensa, desarrolló una tesis fascinante: a diferencia de lo que sucede en el resto del mundo, en la Argentina no son las autoridades las que se enfadan con las preguntas, sino los periodistas los que se muestran intolerantes con las respuestas.
Las disquisiciones sobre las estadísticas tampoco ayudaron a la Presidenta a mejorar la nota. Otra vez negó la inflación, con una afirmación inesperada: «Si fuera del 25%, el país estallaría». El argumento es increíble porque revela que ignora lo que, en efecto, sucedió: la economía estalló. Si la inflación no fuera del 25%, no habría corralito cambiario, las importaciones estarían liberadas, se podrían girar dividendos al exterior y no se hubiera producido un derrumbe en la inversión ni en el nivel de actividad. Pero Cristina Kirchner sigue sin conectar esas deformaciones entre sí.
La misma incomprensión apareció en su clásico lamento por la imposibilidad de emitir dólares, una moneda que el mundo considere refugio de valor. Para la Presidenta, la supremacía de esa divisa deriva de un complot por el cual la «potencia imperial» se adjudica un privilegio. No consigue imaginar que, si luchara contra la inflación, el público buscaría ahorrar en pesos. Como hacen los peruanos con los soles, o los brasileños con los reales. Sin ir más lejos, entre 2002 y 2004, cuando Alfonso Prat-Gay estaba al frente del Banco Central, los argentinos vendían dólares para comprar pesos. Que ahora sea al revés se debe a la inflación.
Sin embargo, cuando la Presidenta más daño se hizo fue cuando le sacó la tarjeta amarilla a Barack Obama denunciando que las estadísticas de los Estados Unidos también son manipuladas. Cristina Kirchner preguntó a los que escuchaban si en serio creían en los datos de las instituciones económicas. Es decir, les propuso que dudaran de su propia percepción. Que admitieran que también viven engañados, como los argentinos sometidos a las patrañas de la prensa o los operadores económicos que no advierten que el FMI se ha ensañado con el kirchnerismo por su irreverente heterodoxia.
Si el sueño dogmático en el que viven fuera cierto, los profesores y alumnos de Georgetown estarían en una situación más grave que los argentinos: ellos no se quejan ya que, por lo visto, ni siquiera han advertido que les mienten.
La señora de Kirchner reveló que no está al tanto del drama que viven los Estados Unidos. Cuando preguntó «¿realmente creen, chicos, que la inflación aquí es del 2%?», demostró no saber dos cosas: no sólo que ese dato es cierto, sino que el hecho de que lo sea constituye una desgracia para Obama y Ben Bernanke. Si algo está tratando de hacer la Reserva Federal es provocar inflación para reanimar la economía. Con un índice del 3,5% y tasas muy bajas como las actuales, se estimularía el consumo y, por lo tanto, el crecimiento.
Los profesores de Georgetown, entre los que ayer estaba Joseph Page, célebre biógrafo de Perón, habrán vuelto a las aulas reconfortados. Cristina Kirchner se prestó a un estudio de campo que corroboró las lecciones sobre un modo habitual de hacer política en América latina que ellos suelen impartir. Más allá de las variaciones sobre la peripecia nacional, ella exhibió una forma mentís consustancial al populismo.
Sus explicaciones se sostuvieron en una creencia principal: los infortunios deben ser imputados a la acción de una fuerza exógena, presente o pasada. La inestabilidad latinoamericana se debe al sistemático complot de los Estados Unidos. Ese país es una potencia porque tuvo la suerte de que la Guerra de Secesión la ganara el norte industrializado. En cambio, la Argentina está condenada porque su guerra civil la perdió Rosas, quien, al parecer, era un agente de la modernización capitalista. La culpa de que no haya conferencias de prensa no la tiene una presidenta a la que no le gustan las preguntas, sino los periodistas a los que no les gustan las respuestas. Y las raíces del nazismo no hay que buscarlas en una compleja perversión nacionalista que contaminó la cultura alemana desde fines del siglo XIX, sino en las asfixiantes condiciones impuestas a Berlín en el Tratado de Versalles.
Ayer la Presidenta enfrentó una audiencia inquisitiva. Es posible que la de hoy, en Harvard, sea aún más filosa. Vaya saber cuál será el genio maligno al que hay que responsabilizar por esas desgracias. Argüir que se debe a que los periodistas argentinos han conseguido embaucar a los universitarios norteamericanos sería demasiado presumido.

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