Los argentinos tenemos un alto nivel de tolerancia frente al abuso de poder de los gobiernos. De otra manera, no se explica cómo la mayoría de la sociedad puede soportar, sin la más mínima sublevación, tanto maltrato oficial y tantas violaciones de la ley por parte de la Presidenta misma y seguir su rutina como si nada hubiera pasado. Porque una cosa es apoyar las medidas «populares» o acertadas de un gobierno, como su política de derechos humanos o la decisión de implementar la asignación por hijo, y otra cosa es «comprar» todo el combo, que incluye maltrato, discriminación y autoritarismo a granel.
En un país con instituciones fuertes y en pleno funcionamiento, Cristina Fernández debería haber sido demandada por violar el secreto fiscal del señor Saldaña, al acusarlo de no haber presentado su declaración jurada, o la declaración jurada de la inmobiliaria de la que sería socio, por medio de la cadena nacional. Leí a un colega especialista en economía que justificó el accionar de la jefa del Estado con el argumento de que informar sobre la falta de presentación de la declaración de ganancias no configuraría la violación del secreto fiscal. Me hizo acordar a otros que, tiempo atrás, defendían las acciones de la dictadura sobre la base de tecnicismos que ocultaban el mal mayor: el hecho de que la Junta Militar se había llevado puesto un gobierno elegido de manera legítima y democrática.
En un país donde el Congreso funcionara como se debe, los jueces impartieran justicia sin la más mínima presión y los funcionarios fueran condenados al violar la ley, el secretario de Hacienda, Juan Carlos Pezoa, debería explicar con urgencia por qué, desde diciembre pasado, no hace públicos los gastos del presupuesto nacional. Es decir, del dinero de los impuestos que pagamos todos los argentinos. No estamos hablando de una pavada. Estamos hablando de la totalidad de las cuentas públicas. Se supone que se trata de funcionarios con el ineludible deber de informar. Y no de una banda que tomó las millonarias cajas del Estado por asalto. ¿Por qué hacen lo que hacen con semejante nivel de impunidad? Porque el Gobierno sabe que puede. Que no hay, enfrente, una resistencia moral capaz de impedirlo. Y que, al ocultar información, no tendrá ningún castigo por violar la ley. Al contrario: sus hombres intuyen que si actúan rápido, con energía, y si además encuentran una buena excusa para llevarse el mundo por delante, en vez de ser perseguidos por la Justicia serán aplaudidos por una buena parte de la sociedad, que estará dispuesta a valorar «el coraje» y «la determinación» de los presuntos delincuentes.
¿El Gobierno falsifica, manipula y adultera las estadísticas oficiales hace más de seis años? No importa. Lo único que importa, en el fondo, es comer un buen asado durante el fin de semana, ver gratis Fútbol para Todos y disfrutar del feriado largo cada vez más seguido, que la vida para eso está. ¿El Gobierno persigue a los que piensan distinto, les arma falsas denuncias, les tira a la AFIP y la SIDE encima, les quita a los medios críticos la publicidad oficial y les regala millones de pesos a los medios amigos, o inventa medios a los que financia con la propaganda pública que pagamos todos con nuestros impuestos? Paciencia. Por algo será. No es la muerte de nadie. No va a ser ni la primera ni la última vez. Hay cosas más transcendentes. Mientras no me toque a mí, que estoy afuera o por encima de todo aquello, ¿para qué me voy a preocupar? Este es el pensamiento real de muchos argentinos, como si los abusos se cometieran en un país africano o una dictadura de Medio Oriente.
¿Tenemos un gobierno autoritario? Mejor, así hay un tema apasionante para conversar en el café con amigos y en la mesa familiar. De hecho, la Presidenta habla del Estado y de los presupuestos como si Ella fuera la dueña del dinero público. Habla de los gobernadores como si fueran sus empleados. Habla de los fiscales y los jueces como si fuesen sus subordinados y no un poder independiente del Ejecutivo. Es capaz de retar a Daniel Scioli, a un periodista, a un empresario y también a la Corte Suprema de Justicia como si estuviera por encima de todos y todas, y como si el 54% de los votos que obtuvo el año pasado le sirvieran como patente de corso para hacer todo lo que se le antoja, sin ningún límite legal ni constitucional.
Cada tanto me pregunto por qué son tan pocas las personas, los líderes políticos, los empresarios, los fiscales, los jueces, los sindicalistas y los dueños de medios y periodistas que están dispuestos a denunciar y poner un límite a tanta arbitrariedad. Y cada tanto me respondo que es el pánico. El miedo a perder el empleo, los negocios o el hecho de verse expuesto, escrachado y acusado por un poder que parece invencible, porque emana desde el propio Estado. Puedo comprender y justificar el miedo. Pero quiero tener el derecho de decir que, salvo excepciones, el aceptar el abuso y el maltrato me parece, por lo menos, una actitud pequeña y conservadora. Me provoca indignación por un lado y pena por el otro cuando escucho a gente que critica a la Presidenta con energía y hasta con saña en forma privada, pero es incapaz de repetir las críticas de manera pública y más educada.
Me parece pequeño y miserable, también, el nivel de especulación que manejan muchos políticos de la oposición antes de tomar decisiones transcendentes. Son incapaces de unirse detrás de un objetivo común, como el de evitar que este gobierno o cualquier otro se lleve el mundo por delante. Prefieren mantenerse agazapados y aprovechar el momento de salir de sus madrigueras cuando la economía se empiece a enfriar todavía más y la imagen positiva y la intención de voto de la Presidenta caigan, eventualmente, en picada. No les importa la ley ni la fortaleza de las instituciones ni el equilibrio de poder. Sólo viven para esperar el turno de gobernar, sin plantear ni defender cuestiones de fondo, como, por ejemplo, el efectivo castigo para los que roban dinero público y mienten en sus declaraciones patrimoniales.
Por supuesto, la Presidenta y su pequeño círculo de asesores cuentan con eso. Saben que el miedo, la sumisión e incluso la sensación de humillación de los individuos a quienes atacan juegan a su favor. ¿Qué otro objetivo podría tener, si no, señalar con el dedo al «abuelito» que le quería regalar dólares a su nieto o al agente inmobiliario que osó decir que cada día tenía menos trabajo? No importa cuántos editoriales se escriban sobre el asunto. Su intención ha sido disciplinar, una vez más, a todos los que no piensan como ellos y se atreven a decirlo. Y el resultado, como se puede comprobar, está siendo inmejorable.
© La Nacion .
En un país con instituciones fuertes y en pleno funcionamiento, Cristina Fernández debería haber sido demandada por violar el secreto fiscal del señor Saldaña, al acusarlo de no haber presentado su declaración jurada, o la declaración jurada de la inmobiliaria de la que sería socio, por medio de la cadena nacional. Leí a un colega especialista en economía que justificó el accionar de la jefa del Estado con el argumento de que informar sobre la falta de presentación de la declaración de ganancias no configuraría la violación del secreto fiscal. Me hizo acordar a otros que, tiempo atrás, defendían las acciones de la dictadura sobre la base de tecnicismos que ocultaban el mal mayor: el hecho de que la Junta Militar se había llevado puesto un gobierno elegido de manera legítima y democrática.
En un país donde el Congreso funcionara como se debe, los jueces impartieran justicia sin la más mínima presión y los funcionarios fueran condenados al violar la ley, el secretario de Hacienda, Juan Carlos Pezoa, debería explicar con urgencia por qué, desde diciembre pasado, no hace públicos los gastos del presupuesto nacional. Es decir, del dinero de los impuestos que pagamos todos los argentinos. No estamos hablando de una pavada. Estamos hablando de la totalidad de las cuentas públicas. Se supone que se trata de funcionarios con el ineludible deber de informar. Y no de una banda que tomó las millonarias cajas del Estado por asalto. ¿Por qué hacen lo que hacen con semejante nivel de impunidad? Porque el Gobierno sabe que puede. Que no hay, enfrente, una resistencia moral capaz de impedirlo. Y que, al ocultar información, no tendrá ningún castigo por violar la ley. Al contrario: sus hombres intuyen que si actúan rápido, con energía, y si además encuentran una buena excusa para llevarse el mundo por delante, en vez de ser perseguidos por la Justicia serán aplaudidos por una buena parte de la sociedad, que estará dispuesta a valorar «el coraje» y «la determinación» de los presuntos delincuentes.
¿El Gobierno falsifica, manipula y adultera las estadísticas oficiales hace más de seis años? No importa. Lo único que importa, en el fondo, es comer un buen asado durante el fin de semana, ver gratis Fútbol para Todos y disfrutar del feriado largo cada vez más seguido, que la vida para eso está. ¿El Gobierno persigue a los que piensan distinto, les arma falsas denuncias, les tira a la AFIP y la SIDE encima, les quita a los medios críticos la publicidad oficial y les regala millones de pesos a los medios amigos, o inventa medios a los que financia con la propaganda pública que pagamos todos con nuestros impuestos? Paciencia. Por algo será. No es la muerte de nadie. No va a ser ni la primera ni la última vez. Hay cosas más transcendentes. Mientras no me toque a mí, que estoy afuera o por encima de todo aquello, ¿para qué me voy a preocupar? Este es el pensamiento real de muchos argentinos, como si los abusos se cometieran en un país africano o una dictadura de Medio Oriente.
¿Tenemos un gobierno autoritario? Mejor, así hay un tema apasionante para conversar en el café con amigos y en la mesa familiar. De hecho, la Presidenta habla del Estado y de los presupuestos como si Ella fuera la dueña del dinero público. Habla de los gobernadores como si fueran sus empleados. Habla de los fiscales y los jueces como si fuesen sus subordinados y no un poder independiente del Ejecutivo. Es capaz de retar a Daniel Scioli, a un periodista, a un empresario y también a la Corte Suprema de Justicia como si estuviera por encima de todos y todas, y como si el 54% de los votos que obtuvo el año pasado le sirvieran como patente de corso para hacer todo lo que se le antoja, sin ningún límite legal ni constitucional.
Cada tanto me pregunto por qué son tan pocas las personas, los líderes políticos, los empresarios, los fiscales, los jueces, los sindicalistas y los dueños de medios y periodistas que están dispuestos a denunciar y poner un límite a tanta arbitrariedad. Y cada tanto me respondo que es el pánico. El miedo a perder el empleo, los negocios o el hecho de verse expuesto, escrachado y acusado por un poder que parece invencible, porque emana desde el propio Estado. Puedo comprender y justificar el miedo. Pero quiero tener el derecho de decir que, salvo excepciones, el aceptar el abuso y el maltrato me parece, por lo menos, una actitud pequeña y conservadora. Me provoca indignación por un lado y pena por el otro cuando escucho a gente que critica a la Presidenta con energía y hasta con saña en forma privada, pero es incapaz de repetir las críticas de manera pública y más educada.
Me parece pequeño y miserable, también, el nivel de especulación que manejan muchos políticos de la oposición antes de tomar decisiones transcendentes. Son incapaces de unirse detrás de un objetivo común, como el de evitar que este gobierno o cualquier otro se lleve el mundo por delante. Prefieren mantenerse agazapados y aprovechar el momento de salir de sus madrigueras cuando la economía se empiece a enfriar todavía más y la imagen positiva y la intención de voto de la Presidenta caigan, eventualmente, en picada. No les importa la ley ni la fortaleza de las instituciones ni el equilibrio de poder. Sólo viven para esperar el turno de gobernar, sin plantear ni defender cuestiones de fondo, como, por ejemplo, el efectivo castigo para los que roban dinero público y mienten en sus declaraciones patrimoniales.
Por supuesto, la Presidenta y su pequeño círculo de asesores cuentan con eso. Saben que el miedo, la sumisión e incluso la sensación de humillación de los individuos a quienes atacan juegan a su favor. ¿Qué otro objetivo podría tener, si no, señalar con el dedo al «abuelito» que le quería regalar dólares a su nieto o al agente inmobiliario que osó decir que cada día tenía menos trabajo? No importa cuántos editoriales se escriban sobre el asunto. Su intención ha sido disciplinar, una vez más, a todos los que no piensan como ellos y se atreven a decirlo. Y el resultado, como se puede comprobar, está siendo inmejorable.
© La Nacion .