En un nuevo esfuerzo por justificar su resistencia a la interpelación de la prensa, Cristina Kirchner descalificó en la Universidad de Harvard a la prensa argentina señalando que «hay varios periodistas procesados porque hackeaban mails, conversaciones telefónicas de funcionarios y que usaban esto para extorsionar».
De ese modo, y antes de lo podía esperarse, la Presidenta desnudó su interés por esa causa judicial. En efecto, el pasado lunes 17, como informó LA NACION , la jueza federal de San Isidro, Sandra Arroyo Salgado, resolvió el procesamiento de varios periodistas. Entre ellos, el mío.
Sin embargo, al referirse a esa medida, la señora de Kirchner falseó algunos datos y ocultó otros. En principio, omitió decir que se trata de un expediente promovido por la Secretaría de Inteligencia, que conducen Héctor Icazuriaga y Francisco Larcher, y que depende de ella. También desfiguró lo que la misma jueza expresó en una resolución que apelé ante la Cámara Federal de San Martín el pasado viernes 21, por considerar que las pruebas y los argumentos sobre los que se fundaba eran absurdos.
En lo que a mí respecta, la jueza me acusó de haber recibido, en siete oportunidades durante el año 2007, documentación enviada por el periodista, escritor y antiguo jefe de la SIDE Juan Bautista Yofre, entre la que había e-mails de terceros. Yofre enviaba esos materiales por su propia iniciativa y eran una parte insignificante del caudal de información que proceso a diario.
A diferencia de lo que sostuvo la Presidenta para justificar su rechazo al trato con la prensa, la jueza reconoció que no hay indicio alguno de que yo haya intervenido un e-mail ajeno. Ni siquiera encontró una prueba de que solicitara esos envíos. Y tampoco pudo demostrar que estuviera al tanto de cómo esos correos habían sido obtenidos.
La doctora Arroyo Salgado tampoco pudo demostrar que yo conociera a los que infiltraban correos electrónicos, que ella vinculó con Yofre. En realidad, me enteré de su existencia cuando se conocieron sus actividades a través de los medios. Entonces supe que eran dos funcionarios del actual gobierno, subordinados al entonces jefe de la Policía de Seguridad Aeroportuaria, Marcelo Saín, y al entonces ministro del Interior, Aníbal Fernández. Es decir, integraban la administración de la Presidenta. Un dato significativo que ella se olvidó de consignar.
Otra circunstancia interesante es que la jueza no pudo probar que yo haya publicado información alguna de la que Yofre enviaba. Igual me procesó. Para resolver esa dificultad recurrió a un argumento insólito: como mi informante podría haber tenido otra computadora, distinta de la que ella pudo investigar, y desde esa computadora imaginaria me podría haber enviado otra información, yo podría haber publicado. Y, como con esas publicaciones, con las que ella fantasea, mi trabajo se habría visto enriquecido, yo me moví con un «afán de lucro».
La jueza contrarió el principio básico de presunción de inocencia. Por lo tanto, para defenderme yo debería demostrar que jamás publiqué las informaciones que Yofre nunca me envió desde una computadora que no tiene.
Por cierto, la jueza nunca habló de extorsiones. Esa palabra fue introducida por la Presidenta.
Es comprensible que la señora de Kirchner, para descalificar al periodismo de su país, haya tenido que desfigurar los hechos que se investigan en este caso judicial.
De lo contrario, debería haber dicho que, a instancias de los servicios de inteligencia que dependen de la Presidencia, la doctora Arroyo Salgado me procesó por recibir información que jamás pedí y que jamás publiqué. No sería un buen ejemplo para alegar que la libertad de prensa en la Argentina está garantizada.
Porque la doctora Arroyo Salgado me procesó por ejercer el periodismo. Es decir, por acceder a informaciones, evaluarlas y, llegado el caso, publicarlas.
Claro, para que esa conducta constituya un delito, la jueza debió violentar una prerrogativa de la que goza la prensa en beneficio de los lectores: el derecho a recibir cualquier información, de cualquier fuente. Para la doctora Arroyo Salgado, si un periodista obtiene una información que su fuente consiguió de manera irregular -sea un e-mail, un contrato, un expediente o cualquier otro documento- queda involucrado en el delito y se convierte en encubridor.
La jueza también debió forzar los datos para justificar que la causa se tramite en el fuero federal. Con ese objetivo adujo que las informaciones que Yofre remitía eran secretos de Estado.
En mi caso se trataba de datos triviales o referidos a hechos que ya eran de conocimiento público, transmitidos por funcionarios a través de servidores comerciales. Es decir, sin las precauciones ni las formalidades exigidas por las normas que reglamentan la comunicación de los verdaderos secretos de Estado.
Por otra parte, ¿qué secreto de Estado constituyen las opiniones de un diplomático sobre una nota periodística, o las conversaciones culinarias de los hijos de un ministro con su padre? ¿La despedida de un funcionario ignoto en un mensaje destinado a 400 compañeros de trabajo es una información confidencial?
La doctora Arroyo Salgado adoptó un criterio peligrosísimo para el ejercicio del periodismo. Determinó que cualquier comunicación de un funcionario constituye un secreto de Estado. Aun cuando se refiera a cuestiones personales o a hechos de dominio público.
Al establecer este punto de vista, la jueza inauguró una nueva inhibición para la indagación periodística. En adelante, los jueces podrán calificar a su antojo cualquier dato como «secreto de Estado» y sancionar a quien lo divulgue. De generalizarse el punto de vista a partir del cual me procesaron, los funcionarios contarán con un inesperado blindaje frente al examen público de sus actos.
En síntesis: la sanción de la doctora Arroyo Salgado sólo sería aceptable si se admite que los periodistas pueden ser criminalizados por el modo en que sus fuentes accedieron a las informaciones que les brindan, y que cualquier comunicación de un funcionario es secreto de Estado.
A partir de esos parámetros, la jueza me sancionó en una causa promovida por los servicios de inteligencia, por haber recibido e-mails que no capturé, que tampoco solicité, que contenían información que no me interesaba, y que, por lo tanto, nunca divulgué.
Para comprenderlo mejor se puede acudir a una comparación: los diarios más prestigiosos del mundo publicaron durante meses cables de la diplomacia de los Estados Unidos, que llevaban el sello de «confidencial», a sabiendas de que habían sido obtenidos de manera ilegal, y filtrados al sitio WikiLeaks. A ningún juez le pasó por la cabeza procesar a editor o periodista alguno por complicidad con quienes capturaron y distribuyeron esos materiales. Ni siquiera en los Estados Unidos, que es el país cuya información reservada se estaba divulgando. La razón es muy sencilla: publicar esa información es una obligación de la prensa.
Las debilidades de la resolución de la jueza me hicieron sospechar que el Gobierno, que controla los servicios de inteligencia, está interesado en el procesamiento de un grupo de periodistas para, a partir de él, descalificar a toda la prensa. La Presidenta, desde Harvard, corroboró esa presunción. De paso, con esta causa judicial se amenaza a toda la profesión: ahora hay que cuidarse de las fuentes, y también de que la información a la que se accede, por más irrelevante que parezca, no termine siendo calificada por un juez como secreto de Estado.
En su presentación de anteanoche, Cristina Kirchner utilizó la resolución de la doctora Arroyo Salgado para defenderse de los cuestionamientos que le hicieron los alumnos por su hostilidad hacia la prensa. En Georgetown había formulado una teoría peculiar, alimentada ahora con este caso judicial: las limitaciones que la libertad de expresión encuentra en la Argentina no se deben a los rasgos autoritarios del Gobierno sino a la mala calidad del periodismo. Con argumentos como éste, y fallos como el de la jueza Arroyo Salgado, de a poco, paso a paso, se va construyendo un régimen..
De ese modo, y antes de lo podía esperarse, la Presidenta desnudó su interés por esa causa judicial. En efecto, el pasado lunes 17, como informó LA NACION , la jueza federal de San Isidro, Sandra Arroyo Salgado, resolvió el procesamiento de varios periodistas. Entre ellos, el mío.
Sin embargo, al referirse a esa medida, la señora de Kirchner falseó algunos datos y ocultó otros. En principio, omitió decir que se trata de un expediente promovido por la Secretaría de Inteligencia, que conducen Héctor Icazuriaga y Francisco Larcher, y que depende de ella. También desfiguró lo que la misma jueza expresó en una resolución que apelé ante la Cámara Federal de San Martín el pasado viernes 21, por considerar que las pruebas y los argumentos sobre los que se fundaba eran absurdos.
En lo que a mí respecta, la jueza me acusó de haber recibido, en siete oportunidades durante el año 2007, documentación enviada por el periodista, escritor y antiguo jefe de la SIDE Juan Bautista Yofre, entre la que había e-mails de terceros. Yofre enviaba esos materiales por su propia iniciativa y eran una parte insignificante del caudal de información que proceso a diario.
A diferencia de lo que sostuvo la Presidenta para justificar su rechazo al trato con la prensa, la jueza reconoció que no hay indicio alguno de que yo haya intervenido un e-mail ajeno. Ni siquiera encontró una prueba de que solicitara esos envíos. Y tampoco pudo demostrar que estuviera al tanto de cómo esos correos habían sido obtenidos.
La doctora Arroyo Salgado tampoco pudo demostrar que yo conociera a los que infiltraban correos electrónicos, que ella vinculó con Yofre. En realidad, me enteré de su existencia cuando se conocieron sus actividades a través de los medios. Entonces supe que eran dos funcionarios del actual gobierno, subordinados al entonces jefe de la Policía de Seguridad Aeroportuaria, Marcelo Saín, y al entonces ministro del Interior, Aníbal Fernández. Es decir, integraban la administración de la Presidenta. Un dato significativo que ella se olvidó de consignar.
Otra circunstancia interesante es que la jueza no pudo probar que yo haya publicado información alguna de la que Yofre enviaba. Igual me procesó. Para resolver esa dificultad recurrió a un argumento insólito: como mi informante podría haber tenido otra computadora, distinta de la que ella pudo investigar, y desde esa computadora imaginaria me podría haber enviado otra información, yo podría haber publicado. Y, como con esas publicaciones, con las que ella fantasea, mi trabajo se habría visto enriquecido, yo me moví con un «afán de lucro».
La jueza contrarió el principio básico de presunción de inocencia. Por lo tanto, para defenderme yo debería demostrar que jamás publiqué las informaciones que Yofre nunca me envió desde una computadora que no tiene.
Por cierto, la jueza nunca habló de extorsiones. Esa palabra fue introducida por la Presidenta.
Es comprensible que la señora de Kirchner, para descalificar al periodismo de su país, haya tenido que desfigurar los hechos que se investigan en este caso judicial.
De lo contrario, debería haber dicho que, a instancias de los servicios de inteligencia que dependen de la Presidencia, la doctora Arroyo Salgado me procesó por recibir información que jamás pedí y que jamás publiqué. No sería un buen ejemplo para alegar que la libertad de prensa en la Argentina está garantizada.
Porque la doctora Arroyo Salgado me procesó por ejercer el periodismo. Es decir, por acceder a informaciones, evaluarlas y, llegado el caso, publicarlas.
Claro, para que esa conducta constituya un delito, la jueza debió violentar una prerrogativa de la que goza la prensa en beneficio de los lectores: el derecho a recibir cualquier información, de cualquier fuente. Para la doctora Arroyo Salgado, si un periodista obtiene una información que su fuente consiguió de manera irregular -sea un e-mail, un contrato, un expediente o cualquier otro documento- queda involucrado en el delito y se convierte en encubridor.
La jueza también debió forzar los datos para justificar que la causa se tramite en el fuero federal. Con ese objetivo adujo que las informaciones que Yofre remitía eran secretos de Estado.
En mi caso se trataba de datos triviales o referidos a hechos que ya eran de conocimiento público, transmitidos por funcionarios a través de servidores comerciales. Es decir, sin las precauciones ni las formalidades exigidas por las normas que reglamentan la comunicación de los verdaderos secretos de Estado.
Por otra parte, ¿qué secreto de Estado constituyen las opiniones de un diplomático sobre una nota periodística, o las conversaciones culinarias de los hijos de un ministro con su padre? ¿La despedida de un funcionario ignoto en un mensaje destinado a 400 compañeros de trabajo es una información confidencial?
La doctora Arroyo Salgado adoptó un criterio peligrosísimo para el ejercicio del periodismo. Determinó que cualquier comunicación de un funcionario constituye un secreto de Estado. Aun cuando se refiera a cuestiones personales o a hechos de dominio público.
Al establecer este punto de vista, la jueza inauguró una nueva inhibición para la indagación periodística. En adelante, los jueces podrán calificar a su antojo cualquier dato como «secreto de Estado» y sancionar a quien lo divulgue. De generalizarse el punto de vista a partir del cual me procesaron, los funcionarios contarán con un inesperado blindaje frente al examen público de sus actos.
En síntesis: la sanción de la doctora Arroyo Salgado sólo sería aceptable si se admite que los periodistas pueden ser criminalizados por el modo en que sus fuentes accedieron a las informaciones que les brindan, y que cualquier comunicación de un funcionario es secreto de Estado.
A partir de esos parámetros, la jueza me sancionó en una causa promovida por los servicios de inteligencia, por haber recibido e-mails que no capturé, que tampoco solicité, que contenían información que no me interesaba, y que, por lo tanto, nunca divulgué.
Para comprenderlo mejor se puede acudir a una comparación: los diarios más prestigiosos del mundo publicaron durante meses cables de la diplomacia de los Estados Unidos, que llevaban el sello de «confidencial», a sabiendas de que habían sido obtenidos de manera ilegal, y filtrados al sitio WikiLeaks. A ningún juez le pasó por la cabeza procesar a editor o periodista alguno por complicidad con quienes capturaron y distribuyeron esos materiales. Ni siquiera en los Estados Unidos, que es el país cuya información reservada se estaba divulgando. La razón es muy sencilla: publicar esa información es una obligación de la prensa.
Las debilidades de la resolución de la jueza me hicieron sospechar que el Gobierno, que controla los servicios de inteligencia, está interesado en el procesamiento de un grupo de periodistas para, a partir de él, descalificar a toda la prensa. La Presidenta, desde Harvard, corroboró esa presunción. De paso, con esta causa judicial se amenaza a toda la profesión: ahora hay que cuidarse de las fuentes, y también de que la información a la que se accede, por más irrelevante que parezca, no termine siendo calificada por un juez como secreto de Estado.
En su presentación de anteanoche, Cristina Kirchner utilizó la resolución de la doctora Arroyo Salgado para defenderse de los cuestionamientos que le hicieron los alumnos por su hostilidad hacia la prensa. En Georgetown había formulado una teoría peculiar, alimentada ahora con este caso judicial: las limitaciones que la libertad de expresión encuentra en la Argentina no se deben a los rasgos autoritarios del Gobierno sino a la mala calidad del periodismo. Con argumentos como éste, y fallos como el de la jueza Arroyo Salgado, de a poco, paso a paso, se va construyendo un régimen..