Ya con su tesis había levantado polvareda (sostenía que Guerra y Paz habría sido mejor libro si Tolstoi se hubiera basado no sólo en documentos militares rusos sino también en documentos franceses para contar cómo derrotaron a Napoleón), pero fue Historia universal de la infamia el libro que le hizo entender cómo escribir, y que lo condenó. Tan fascinado con el mecanismo como exasperado con el título, Kis obedeció la consigna de Borges (Todo libro que no encierra su contralibro es un libro incompleto), pero su contralibro retrataría no la mera infamia de diferentes individuos a lo largo de la historia sino la cara infame de un siglo, el suyo. Y la infamia de su siglo eran los campos. Kis ya había escrito un par de libros veladamente autobiográficos, sobre su infancia y sobre su padre (es decir, sobre Auschwitz); le quedaba el gulag. Eligió uno de sus aspectos menos conocidos: el Komintern, esos extranjeros que amaron tanto la revolución que dejaron todo por ella, y la revolución se los devoró. Una tumba para Boris Davidovich cuenta, a través de siete historias de anónimos buenos bolcheviques de distintas nacionalidades (irlandeses, españoles, alemanes, ucranianos, polacos) que terminaron fusilados o enviados a Siberia, la aciaga historia de la Internacional Comunista.
Kis usó documentos de época tal como Borges usaba las enciclopedias: copió, deformó, extrapoló, sacó relatos enteros de meros datos y descripciones, y les dio tanta vida que la Unión de Escritores de su país le exigió que revelara las fuentes históricas, y cuando él explicó su procedimiento (Existe un escritor llamado Borges. Existe un escritor llamado Kafka) lo acusaron de infectar la realidad socialista con perniciosas prácticas foráneas, y cuando él demostró que cada uno de los personajes y situaciones de su libro eran reales, que en algunos casos se había limitado a repetir palabra por palabra ciertos testimonios o simplemente a unir dos textos de proveniencia distinta, se usó eso como evidencia de que el libro era nada más que un collar de perlas robadas, y con ese título (y el subtítulo Una tumba para Danilo Kis) tuvo lugar el defenestramiento público del autor desde todas las revistas y los diarios y hasta la tevé yugoslava. El caso terminó en los tribunales. Kis se encargó él mismo de su defensa, dijo que lo haría literariamente porque era el único terreno en que aceptaba discutir el tema, y le leyó al tribunal un libro entero que escribió para la ocasión titulado La lección de anatomía, porque en él pondría su Boris Davidovich sobre la mesa de disección para desmembrarlo y explicar qué era cada víscera, tal como hacía el doctor Tulp en el cuadro de Rembrandt de ese título. Si engañar al lector es hacerle creer lo que está leyendo, es imperdonable que se me pida que lo desengañe, decía Kis. Y procedía a desarmar a los ojos del lector aquel artefacto que tanto se había esmerado en armar, explicando qué función cumplía cada pieza, sintiéndose un mago que decepciona a su audiencia revelando cómo funcionaban sus trucos, cuando en realidad estaba ofreciendo una lección magistral de literatura.
Kis ganó el juicio, pero debió enfrentar una demanda por libelo que le hicieron los dos capitostes de la Unión de Escritores, cuyos libros había destripado con gozosa impiedad en el proceso de explicar cómo funcionaba el suyo (Si me voy a desnudar yo, desnudémonos todos). También salió airoso de ese juicio, pero para entonces el aire de su tierra le resultaba irrespirable. El único país del que me siento nativo y habitante es la literatura, dijo cuando se instaló en Francia. Tenía cuarenta y cuatro años, le quedaban diez de vida. Escribía con las ventanas cerradas de su departamentito de París porque si las abría escuchaba el lamento de los desterrados. Alcanzó a escribir dos libros más; uno llamado Enciclopedia de los muertos y el otro Laúd y cicatrices, las únicas cosas que le importaron en la vida: los muertos, las enciclopedias, los laúdes y las cicatrices. Entre sus papeles póstumos encontraron uno que decía: Ahí va un escritor centroeuropeo, un escritor sin país, miren el peso terrible que arrastra, musical y lingüístico, miren el piano y el caballo muerto que carga sobre sus hombros junto con todo lo que se tocó en ese piano y todo lo que cargó ese caballo en tiempos de batalla y de derrota, estatuas de mármol, barbados bustos de bronce, cuadros en barroco marco, palabras, imágenes, melodías que nadie puede entender desde afuera de ese idioma.