La columna vertebral y el salto a la política.

La iniciativa lanzada por Hugo Moyano, tendiente a dotar a un sector del movimiento obrero organizado de una expresión política propia en las próximas elecciones legislativas, puede ser vista como el intento más serio de revertir la desindicalización del peronismo acaecida en los años ochenta. Como muestran en diversos trabajos Ricardo Gutiérrez y Steven Levistky, el peronismo que retornó, derrotado, al escenario electoral en 1983 se hallaba en buena medida bajo la órbita de las 62 Organizaciones, y del sindicalismo entonces acaudillado por Lorenzo Miguel. Una década más tarde, sin embargo, los dirigentes gremiales habían perdido todas las prerrogativas ganadas en los años de la proscripción, y todas las posiciones que de ellas dependían. Más aún, la tendencia que llevó al sindicalismo peronista a la extinción política se profundizaría durante los años noventa: como señala una publicación reciente, de 35 diputados de origen sindical en 1983, el número descendió a 23, en 1989; 18, en 1991 y 10, en 1995.[1]

En rigor, el peronismo nunca se resumió a un proyecto de representación de intereses obreros. Por el contrario, su éxito inicial, aunque dimensionaba tal vez en exceso el lugar de los trabajadores en las históricas jornadas de octubre de 1945, se basó en amplias coaliciones electorales, que no dejaron afuera –porque hubiese sido suicida- a los sectores más conspicuos de la política tradicional. Así, en el fracaso de la dirigencia laborista en disputar con Perón, durante su primera presidencia, la conducción del movimiento político, obraría no tanto un problema de constitución de una identidad obrera, sino más bien la estricta limitación estructural que esa identidad podía desplegar en el marco de un territorio en buena medida rural, que desconocía la realidad de la fábrica como aspecto constitutivo de las relaciones sociales.

Por ende, la situación de los años que van desde la muerte de Perón hasta el triunfo de Menem en las internas bien podría ser considerada como el resultado de una anomalía que la continuidad de la vida democrática, en el marco de la ruina del modelo de desarrollo basado en la sustitución de importaciones, iría corrigiendo: el poder sindical, estructurado sobre la base de sus recursos económicos y organizativos, pronto debió hacer frente a un partido que, financiado con los recursos del Estado, mucho más vastos, le disputó con éxito la representación de aquellos que no se identificaban naturalmente con su proyecto, como las clases medias y los pobres urbanos.

En ese sentido, el peronismo de los últimos treinta años siguió siendo la primera opción de los sectores menos favorecidos por la distribución de los recursos económicos, pero lo fue sobre la base de reconocer, sobre todo a partir de 1989, que dichos sectores ya no constituían sus identidades sobre la base de experiencias fabriles en declive. Ante la realidad del desempleo, la exclusión y el trabajo en negro, y bajo el espectro de la clausura del proyecto industrial que alguna vez había sido la añoranza de los argentinos, el peronismo se adaptó.

Cierto es que en los últimos años ha primado -en los discursos y, en medida algo menor, en las políticas públicas- el intento de recuperar el impulso industrialista del pasado. Y esta política de generación de empleos, ciertamente, ha reactivado a los sindicatos como actores decisivos del mercado de trabajo formal, en una dinámica en que no se ven limitados por los efectos disuasivos de un liderazgo carismático indiscutible. En cierto modo, puede decirse que los sindicatos han aprovechado al máximo su libertad institucional, para no someter sus reclamos al escrutinio de nadie, fuera de sus propios afiliados. Pero el problema justamente reside en que esos afiliados, lejos de nuclear al grueso de la población, hoy son un auditorio limitado. Con niveles de desempleo cercanos al 7%, con cifras de trabajo informal superiores al 30%, con niveles de cobertura por convenio que, pese a ser los más altos de América Latina y contarse entre los mejores del mundo, no se comparan con aquellos que la Argentina supo exhibir hasta mediados de los años setenta, la plausibilidad de un proyecto de tipo laborista parece restringida.

Dejemos de lado, por un instante, los problemas derivados de la interna sindical, de la fractura del espectro gremial argentino en cinco centrales, etc. El dilema del sindicalismo político en la Argentina reside en el mejor modo de establecer una agenda que, además de representar sus intereses específicos, sume otros sectores, no sindicalizados, a la disputa por el poder político. Y para ello debe todavía lograr algo extra, esto es: superar a las representaciones políticas existentes en el desempeño territorial. No es distinto lo que enseña la experiencia del PT, tantas veces citada y tan pocas analizada: con el movimiento obrero solamente no alcanza. Menos, ahora. En tanto no se reconozca esta realidad palmaria, el partido recién fundado, condenado de antemano al frentismo, será apenas una instancia de negociación más en la conformación de los listados del peronismo.

Publicado en Hoy Día Córdoba


[1] Senén González, Santiago; Bosoer, Fabián: La lucha continúa… 200 años de historia sindical en la Argentina, Buenos Aires, Ediciones B – Javier Vergara, 2012, p. 375.

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