Abundan los libros periodísticos y académicos sobre los años setenta. Sin embargo, el uso kirchnerista del pasado transcurre como si no supiéramos lo que hoy sabemos. No se termina de entender una historia o, sencillamente, no se la quiere entender. Para evitar malentendidos: no hubo «dos demonios». Pero la inexistencia de esa tramposa simetría no obliga a pasar por alto lo que sucedió en la Argentina en los años setenta, con ese estreno espectacular que fue el secuestro y ajusticiamiento de Aramburu, acto fundador de los Montoneros. En diciembre de 1970, un semanario titulaba: «El terrorismo fue el personaje del año». La política militarizada del peronismo revolucionario organizaba su serie: asesinato, enfrentamiento, autodefensa, inmolación y ofrenda.
La violencia que ejerció Montoneros no se distingue sin más de sus «ideales», tal como los presentaban en los periódicos de la época (en Cristianismo y Revolución, por ejemplo).
Es difícil sostener que estaban equivocados tácticamente, pero acertaban en sus deseos y utopías. Así todo sería demasiado sencillo y elemental. Equivaldría a pensar que el terrorismo de Estado puede separarse de las ideologías de los jefes militares que lo practicaron como plan sistemático.
No es posible separar el contenido «ideal» de los instrumentos que se emplean para alcanzar los fines deseados. Esto es todavía más evidente en el caso de organizaciones políticas centralistas y verticalistas, como Montoneros. El peronismo revolucionario era tan absoluto como sus métodos. Remo Bodei afirmó que los jacobinos de la Revolución Francesa ejercían las «virtudes extremas», propias de épocas revolucionarias. Por eso, la cultura montonera de los setenta, si no se la diluye en la nebulosa de los «ideales», es fuertemente anacrónica. El anacronismo mezcla tiempos que se conocen y épocas que se desconocen, sujetos convertidos de víctimas a héroes, de responsables a mártires. Borra las inclinaciones más autoritarias, cuenta una historia de guerreros y no una aventura que ya había sido criticada en su época por otras fracciones de la izquierda y, dentro del peronismo, por la Juventud Peronista Lealtad.
En la práctica política real, todo diferencia al gélido secretario de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, de su tío Fernando, que en 1970 liquidó a Aramburu a balazos después de secuestrarlo y someterlo a un juicio sin jueces ni tribunales ni defensor. Nada es obstáculo para que un imaginario romántico haya instituido el 7 de septiembre Día del Militante Montonero. La fecha elegida es la de la «caída en combate» con la policía de Fernando Abal Medina y Gustavo Ramus. Está bien que todos los hechos pretéritos tengan su conmemoración. Ciertamente hay allí algo más que la manía kirchnerista por las efemérides. Montoneros es una denominación que conserva alto potencial: trae imágenes de juventudes en marcha y se ofrece como un activador de identidades. Funciona como mito.
En realidad, esto sucede porque el peronismo no revisó su historia. Perón tuvo relaciones tan sometidas a la oportunidad de la coyuntura que llamó a los montoneros «formaciones especiales» adecuadas a la táctica de aquel momento, y luego permitió que la Triple A cumpliera su misión de asesinarlos, después de que el líder los echara de la Plaza de Mayo, y ellos probaran su destreza matando a Rucci.
¿Qué quiere decir «montonero» hoy? Joven, movilizado, cristinista (¿funcionario?). Síntesis del «nunca menos» y el «vamos por más». No quiere decir lo que quiso decir en los setenta: partidario de la lucha armada terrorista o partícipe en ella. Se impuso la resignificación. Y a ningún kirchnerista eminente le parece oportuno una revisión crítica.
Fueron individuos aislados, no representantes de un colectivo organizado los que hicieron la autocrítica del militarismo terrorista de los años setenta. El peronismo político enterró la cuestión, primero ocupado en renovarse; luego, reconvirtiéndose al neoliberalismo; finalmente, bajo el blindaje de Madres y Abuelas, y autorizado por sus propios actos, los más legítimos de esta última década. Fueron tres etapas bien distintas. En los años ochenta, tanto Cafiero, Menem, Duhalde y los más jóvenes como «Chacho» Álvarez aceptaron el desafío de una reconversión del peronismo, exigidos por la victoria presidencial de Raúl Alfonsín. En los noventa, Menem, surgido de esa reconversión por elecciones internas, se dio otros objetivos y a los Montoneros se los tiraba como lastre o reconocían la ganancia de un cambio súbito en sus persuasiones.
Con la llegada de Kirchner, las Madres y las Abuelas fueron el pivote de una nueva «lectura» de los años setenta. Durante la dictadura, las Madres y luego las Abuelas reivindicaron los ideales de sus hijos. Esto le daba una positividad a la lucha de aquellos años: no buscaban sólo desaparecidos, reclamaban por los portadores de ideales. Era el impulso de su movilización. De ellas no podía salir una consideración crítica de aquel pasado.
Pero la Presidenta, a quien le gusta la narración histórica, que cita una biografía de Dorrego y recuerda a «El Gaucho» Rivero en las Malvinas, podría dar mejores pruebas de conocer algo de lo que se ha escrito en los últimos veinte años sobre los «ideales» de los años setenta y su concepción de la política. En cambio, reafirmó el mito que tiene un poder de identificación inigualable, sobre todo si se piensa en bases juveniles.
Los «ideales» montoneros eran extraños a cualquier concepto de república. A decir verdad, toda la nueva izquierda era antiinstitucional y consideraba al Parlamento y a la Justicia como máscaras de la dictadura de la burguesía. La libertad de prensa era una argucia del capitalismo y de los dueños de medios para engañar y adormecer al pueblo.
Los que pertenecimos a esa izquierda de los años setenta sabemos que fue difícil la crítica a la violencia terrorista, al inevitable horizonte de guerra popular prolongada o al foquismo rural. En condiciones de dictadura o de exilio, hubo que estudiar la dinámica de esos procesos, leer y debatir, encontrar las bases filosóficas e ideológicas de la violencia, reconocer las deformaciones del militarismo. Se nos acusó de culpable reformismo o de hablar demasiado pronto (¿cuándo no era pronto?). Fue una tarea larga y llena de complejidades. Héctor Schmucler (padre de un desaparecido) la inició en el exilio de México cuando, en la revista Controversia, preguntó: «¿Acaso Rucci no tenía derechos humanos?». Hoy, el blog Los Trabajos Prácticos ha publicado un extenso ensayo de Héctor Leis, síntesis vital y filosófica de su experiencia en Montoneros. Treinta años de pensamiento crítico.
Pues bien, en William Morris, las organizaciones peronistas kirchneristas y no kirchneristas (repartidas a lo largo del día) le bajan la cortina una vez más a la discusión sobre el ejercicio de la violencia política y de su extremo terrorista. Quizá se piense que los argentinos tienen otras cosas que hacer. Sin embargo, una consideración crítica de la violencia revolucionaria tal como aconteció en los setenta sería un camino para rediscutir la democracia, la movilización de los jóvenes, los frentes políticos y territoriales, el caudillismo. Reiterar que los «ideales» eran los de una «juventud maravillosa» (el adjetivo es de Perón) cierra esa posibilidad. El heroísmo de muchos montoneros no puede esfumar sus errores. Es posible ser heroico y estar equivocado. Desarmar el «mito» es considerar, al mismo tiempo, esos dos calificativos contrapuestos.
Pero sobre la separación de heroísmo e ideal no se puede fundar una mitología política. Los kirchneristas, que gobiernan con burócratas, como cualquier gobierno, y con sombras corruptas o sospechosas, necesitan de ese himno juvenil. Extrañan aquel impulso romántico que creen encontrar en los setenta. Por otra parte, las vetas autoritarias y antidemocráticas de los Montoneros los liberan de tributar a dos ideales progresistas: democracia y autonomía. La memoria del Militante Montonero no obliga a firmar esos compromisos. Como mito, hoy exige bastante poco. © LA NACION.
La violencia que ejerció Montoneros no se distingue sin más de sus «ideales», tal como los presentaban en los periódicos de la época (en Cristianismo y Revolución, por ejemplo).
Es difícil sostener que estaban equivocados tácticamente, pero acertaban en sus deseos y utopías. Así todo sería demasiado sencillo y elemental. Equivaldría a pensar que el terrorismo de Estado puede separarse de las ideologías de los jefes militares que lo practicaron como plan sistemático.
No es posible separar el contenido «ideal» de los instrumentos que se emplean para alcanzar los fines deseados. Esto es todavía más evidente en el caso de organizaciones políticas centralistas y verticalistas, como Montoneros. El peronismo revolucionario era tan absoluto como sus métodos. Remo Bodei afirmó que los jacobinos de la Revolución Francesa ejercían las «virtudes extremas», propias de épocas revolucionarias. Por eso, la cultura montonera de los setenta, si no se la diluye en la nebulosa de los «ideales», es fuertemente anacrónica. El anacronismo mezcla tiempos que se conocen y épocas que se desconocen, sujetos convertidos de víctimas a héroes, de responsables a mártires. Borra las inclinaciones más autoritarias, cuenta una historia de guerreros y no una aventura que ya había sido criticada en su época por otras fracciones de la izquierda y, dentro del peronismo, por la Juventud Peronista Lealtad.
En la práctica política real, todo diferencia al gélido secretario de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, de su tío Fernando, que en 1970 liquidó a Aramburu a balazos después de secuestrarlo y someterlo a un juicio sin jueces ni tribunales ni defensor. Nada es obstáculo para que un imaginario romántico haya instituido el 7 de septiembre Día del Militante Montonero. La fecha elegida es la de la «caída en combate» con la policía de Fernando Abal Medina y Gustavo Ramus. Está bien que todos los hechos pretéritos tengan su conmemoración. Ciertamente hay allí algo más que la manía kirchnerista por las efemérides. Montoneros es una denominación que conserva alto potencial: trae imágenes de juventudes en marcha y se ofrece como un activador de identidades. Funciona como mito.
En realidad, esto sucede porque el peronismo no revisó su historia. Perón tuvo relaciones tan sometidas a la oportunidad de la coyuntura que llamó a los montoneros «formaciones especiales» adecuadas a la táctica de aquel momento, y luego permitió que la Triple A cumpliera su misión de asesinarlos, después de que el líder los echara de la Plaza de Mayo, y ellos probaran su destreza matando a Rucci.
¿Qué quiere decir «montonero» hoy? Joven, movilizado, cristinista (¿funcionario?). Síntesis del «nunca menos» y el «vamos por más». No quiere decir lo que quiso decir en los setenta: partidario de la lucha armada terrorista o partícipe en ella. Se impuso la resignificación. Y a ningún kirchnerista eminente le parece oportuno una revisión crítica.
Fueron individuos aislados, no representantes de un colectivo organizado los que hicieron la autocrítica del militarismo terrorista de los años setenta. El peronismo político enterró la cuestión, primero ocupado en renovarse; luego, reconvirtiéndose al neoliberalismo; finalmente, bajo el blindaje de Madres y Abuelas, y autorizado por sus propios actos, los más legítimos de esta última década. Fueron tres etapas bien distintas. En los años ochenta, tanto Cafiero, Menem, Duhalde y los más jóvenes como «Chacho» Álvarez aceptaron el desafío de una reconversión del peronismo, exigidos por la victoria presidencial de Raúl Alfonsín. En los noventa, Menem, surgido de esa reconversión por elecciones internas, se dio otros objetivos y a los Montoneros se los tiraba como lastre o reconocían la ganancia de un cambio súbito en sus persuasiones.
Con la llegada de Kirchner, las Madres y las Abuelas fueron el pivote de una nueva «lectura» de los años setenta. Durante la dictadura, las Madres y luego las Abuelas reivindicaron los ideales de sus hijos. Esto le daba una positividad a la lucha de aquellos años: no buscaban sólo desaparecidos, reclamaban por los portadores de ideales. Era el impulso de su movilización. De ellas no podía salir una consideración crítica de aquel pasado.
Pero la Presidenta, a quien le gusta la narración histórica, que cita una biografía de Dorrego y recuerda a «El Gaucho» Rivero en las Malvinas, podría dar mejores pruebas de conocer algo de lo que se ha escrito en los últimos veinte años sobre los «ideales» de los años setenta y su concepción de la política. En cambio, reafirmó el mito que tiene un poder de identificación inigualable, sobre todo si se piensa en bases juveniles.
Los «ideales» montoneros eran extraños a cualquier concepto de república. A decir verdad, toda la nueva izquierda era antiinstitucional y consideraba al Parlamento y a la Justicia como máscaras de la dictadura de la burguesía. La libertad de prensa era una argucia del capitalismo y de los dueños de medios para engañar y adormecer al pueblo.
Los que pertenecimos a esa izquierda de los años setenta sabemos que fue difícil la crítica a la violencia terrorista, al inevitable horizonte de guerra popular prolongada o al foquismo rural. En condiciones de dictadura o de exilio, hubo que estudiar la dinámica de esos procesos, leer y debatir, encontrar las bases filosóficas e ideológicas de la violencia, reconocer las deformaciones del militarismo. Se nos acusó de culpable reformismo o de hablar demasiado pronto (¿cuándo no era pronto?). Fue una tarea larga y llena de complejidades. Héctor Schmucler (padre de un desaparecido) la inició en el exilio de México cuando, en la revista Controversia, preguntó: «¿Acaso Rucci no tenía derechos humanos?». Hoy, el blog Los Trabajos Prácticos ha publicado un extenso ensayo de Héctor Leis, síntesis vital y filosófica de su experiencia en Montoneros. Treinta años de pensamiento crítico.
Pues bien, en William Morris, las organizaciones peronistas kirchneristas y no kirchneristas (repartidas a lo largo del día) le bajan la cortina una vez más a la discusión sobre el ejercicio de la violencia política y de su extremo terrorista. Quizá se piense que los argentinos tienen otras cosas que hacer. Sin embargo, una consideración crítica de la violencia revolucionaria tal como aconteció en los setenta sería un camino para rediscutir la democracia, la movilización de los jóvenes, los frentes políticos y territoriales, el caudillismo. Reiterar que los «ideales» eran los de una «juventud maravillosa» (el adjetivo es de Perón) cierra esa posibilidad. El heroísmo de muchos montoneros no puede esfumar sus errores. Es posible ser heroico y estar equivocado. Desarmar el «mito» es considerar, al mismo tiempo, esos dos calificativos contrapuestos.
Pero sobre la separación de heroísmo e ideal no se puede fundar una mitología política. Los kirchneristas, que gobiernan con burócratas, como cualquier gobierno, y con sombras corruptas o sospechosas, necesitan de ese himno juvenil. Extrañan aquel impulso romántico que creen encontrar en los setenta. Por otra parte, las vetas autoritarias y antidemocráticas de los Montoneros los liberan de tributar a dos ideales progresistas: democracia y autonomía. La memoria del Militante Montonero no obliga a firmar esos compromisos. Como mito, hoy exige bastante poco. © LA NACION.
tema dificil en el que entra doña B.S.Si se percibe como integrante de aquellas generaciones que analiza,cuesta mucho creer que hoy escriba en L.N.¿Sera como escudo de defensa?.Por mi parte observo que su texto no distingue entre marxistas y peronistas:pone a todos en una bolsa ambigua,y parece ignorar que por el paso del tiempo y las influencias culturales acontecidas,los jovenes peronistas de hoy no se consideran»montoneros».Entonces vemos una manera solapada de rechazo a la intervncion juvenil en la politica y al voto que se quiere otorgar hoy.
«No se consideran montoneros», pero le rinden homenaje: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-202940-2012-09-08.html
Supongo que cuando usted le rinde homenaje a Roca, no pro eso piensa salir a matar indios o a sus descendientes.
O que cuando les rinde homenaje a los que hicieron la Libertadora de 1955, no es que siente deseos de bombardear la Plaza de Mayo y hacer blanco en ómnibus escolares.
Aflojemos un poquito con las chicanas…
Nunca he rendido los homenajes a los que se refiere, por lo que habría que preguntarle a los que lo hacen, qué piensan sobre esos actos.-
El homenaje acrítico, como los del día del montonero o a Envar El Kadre, implican en mí entender, considerar como justa la violencia que esos personajes utilizaron, sin necesidad de que la propongan como remedio para nuestros actuales males.
tal vez comprenden los que homenajean a aquellos que actuaron en aquel tiempo,con ideales y medios erroneos,reprimidos por los que nunca los comprendieron.Ademas el tema es desentrañar a B.S.mas que caer en el remanido tema de la subversion en el 70.
En cierto modo lo de BS es una autocrítica. Eso lo hace tan ininteligible en los momentos actuales.
Isabel:
El texto de Sarlo tiene la cualidad de activar la crítica de nuestro pasado reciente cuando se hace evidente su carencia en la política de nuestros días. Puede que sea suscinto e incompleto, pero responde sin demora.
Tal vez la omisión más notoria en la que incurre Sarlo, sobre quienes hicieron la autocrítica del militarismo, sea precisamente Rodolfo Walsh cuyos «papeles» circularon de mano en mano y luego fueron publicados por Controversia, la revista que sí cita B.S.
Sin embargo pone de relieve la ausencia de autocrítica de los «representantes de un colectivo organizado» y de todo el peronismo y sus vertientes.
“Hay que esclarecer lo que pasó para que los errores del pasado no sirvan para condenar la rebelión posible del futuro”.
dice Pilar Calveiro aquí: http://edant.clarin.com/suplementos/zona/2005/10/16/z-03815.htm
Al respecto, un interesante debate a partir (y previamente) al comentario inserto aquí:
http://artepolitica.com/articulos/losnietos/#comment-94220
y más adelante en el mismo post:
« …no iba sólo al punto de la recuperación acrítica de la militancia de los ‘70 por parte del gobierno, sino que también ha sido posible por la falta de un instrumento político autocrítico por parte de los responsables de las organizaciones revolucionarias y la firme determinación de contender sus ideas en el ámbito democrático como sí lo hicieron otras guerrillas latinoamericanas (Ejemplo: Tupamaros). Y no es una cuestión menor, porque el relato oficial al usar la militancia setentista como una mercancía, impide a las nuevas generaciones tener una visión crítica de la historia.»
También en: http://artepolitica.com/articulos/una-evocacion-para-elisa-historia-de-la-desmesura/
Comentario del 20/8, 11:51 pm, a partir de «…Referido a las defecciones y claudicaciones de la izquierda peronista…», más links.
Saludos
es dificil lograr autocritica en un movimiento polifacetico como el peronismo,que por otra parte nuca fue ni sera marxista,los monto fueron echados de la plaza y hoy predominan otros temas politicos,que no faltan,mirando mas al futuro que al pasado.En cuanto a otra sorganizaciones actuantes,es discutible si han hecho o no autocritica.Los que evidentemente no la han hecho son los represores,que creen aun que salvaron a la Patria…
tambien observo una intencion subyacente de B.S.,propia de la opo,de identificar al gobierno con la guerrila del 70.
La guerrilla luchaba para llegar al gobierno, cosa que el cristinismo ya logró, o sea que el rescate acrítico de la militancia de los 70, no pasa de ser un barniz para tratar de tapar la realidad. Y ¿Cuál es esa realidad?: una nomenKlatura que se ha apoderado de las estructuras del Estado y las utiliza en provecho propio: política & negocios, excelente sociedad a la que han arribado todos los sistemas revolucionarios del siglo XX y del actual.
Isabel:
Casi que te responde Sarlo: «Quizá se piense que los argentinos tienen otras cosas que hacer. Sin embargo, una consideración crítica de la violencia revolucionaria tal como aconteció en los setenta sería un camino para rediscutir la democracia, la movilización de los jóvenes, los frentes políticos y territoriales, el caudillismo.»