Nota originalmente publicada aquí, por Lucía Ariza y Nicolás Freibrun
“Estamos peor pero estamos mejor, porque antes estábamos bien pero era mentira. No como ahora que estamos mal pero es verdad”. A la puerta de un kiosco barrial, el humor popular expresa con gesto irónico una difundida forma de sentir. Se trata de un discurso con rasgos de época que identificamos en el lenguaje de Cambiemos, y que se capta ejemplarmente en el término sinceramiento. ¿Cómo se desarrolló este núcleo de ideas en los hechos, discursos y protagonistas que busca instalar un nuevo orden cultural?
En tiempos recientes, las realidades políticas locales y globales articularon una relación novedosa entre verdad, falsedad y creencia. La creciente cercanía entre lo verdadero y lo falso no es solo síntoma de las crisis de las democracias liberales o el componente de espectáculo de la desfachatez trumpista, sino también de un estado especial de lo político. Su transformación corresponde a un ordenamiento novedoso de la verdad, y que asociamos con lo que a veces se llama la “razón post-ideológica”. En nuestro país Cambiemos viene innovando en esta dimensión en una serie de terrenos, entre los que se encuentran los significados atribuidos a la historia reciente y a la historia como tal, incluido (pero no sólo) el terrorismo de Estado; la discusión sobre subsidios y tarifas; la profundización de una cultura meritocrática; o la apuesta por una retórica pública “disculpista”, entre otros. En todos estos casos el partido gobernante despliega una lógica más o menos sistemática que se piensa a sí misma como post-ideológica y constituye una de las claves del sinceramiento como lógica cultural.
El término precede a Cambiemos y tiene su historia. Su movilización original puede rastrearse en Argentina hasta la etapa desarrollista de Arturo Frondizi y Rogelio Frigerio. Allí, “sincerar” refería a todas las variables de la economía, empezando por el salario. En las tarifas, apuntaba al precio a pagar: se sugería que su valor debía componerse del costo de generación del servicio más una ganancia razonable. También se consideraba que era posible y deseable subsidiarlas cuando esto contribuyese a un fin social o productivo. El uso desarrollista del sinceramiento está en la antítesis del de Cambiemos. Los sinceradores actuales aborrecerían de una política tarifaria tal como la pensaba el desarrollismo. El actual gobierno retoma la idea del sinceramiento, pero expande su dimensión socio-económica original y la convierte en fundamento de un nuevo orden cultural. Los conceptos que organizan el discurso público de Cambiemos forman parte de ese cambio: meritocracia, sacrificio, esfuerzo individual, recorte de los privilegios, extirpación de la grasa militante, fin del relato, fin de fiesta, fin de las distorsiones. Tales términos expresan, articulados, una economía simbólica sostenida en recortar aquello cuyo exceso distorsionaba nuestros vínculos transparentes con lo real (la ideología, la política, lo festivo, los subsidios, los símbolos, la épica, la mística, etc.). Se trata de sincerar a su expresión mínima lo que hace posible una vida verdadera: del equilibrio de las cuentas públicas al fin de la ideología. La apuesta del partido gobernante por una política del realismo sugiere que, para salir de las crisis cíclicas argentinas, queda sólo una alternativa: extirpar la creencia y sincerar el conjunto de nuestras prácticas sociales, hasta el 2015 distorsionadas. En esto radica una de sus principales innovaciones políticas.
Historia universal de la infamia
En los últimos años, funcionarios/as e intelectuales de Cambiemos pusieron en discusión los significados de la historia reciente y de la historia como tal. Buscaron establecer una relación con el pasado cuyo efecto de verdad consiste en la producción de la historia como ficción ilusoria. El razonamiento no es del todo nuevo en el campo liberal-conservador: en el cuento El simulacro de Borges estaba ya la idea de presente como verdad y de historia como falsedad. Según esta visión la historia no debería tratar de una pugna por las interpretaciones, sino que lo que hay que hacer es dejar de narrarla. Con impronta positivista, se promueve que la historia no debe ser una versión de los hechos, sino la simple enumeración de acontecimientos verdaderos. El discurso de Cambiemos impulsa el fin de la opacidad y de una relación con lo real mediada por el sectarismo, la polémica, los símbolos, el relato. Se trata de una cultura con marcas anti-intelectuales, donde no es necesario recurrir a una instancia segunda de interpretación que duplique la realidad y en la que pueda esconderse la clave verdadera de un ciclo histórico. Por eso se valora la ausencia de exégetas sofisticados: alcanza con el sentido común para orientarnos en el mundo social. En su discurso del 1 de marzo de 2017, Macri dijo que para resolver los problemas del país, los argentinos “necesitamos más acuerdos y más realidades, menos exaltación y menos símbolos, menos relato y más verdad”.
Observamos también este gesto en otras formas de vínculo con la historia. Por ejemplo, en la idea de representar un peso y una carga que hay que alivianar. Casi como una revancha nietzscheana contra el freudo-marxismo de su padre León, en una entrevista reciente el asesor presidencial Alejandro Rozitchner señaló: “Estamos creídos que la orientación respecto del presente y del futuro se obtiene en el conocimiento de la historia y eso me parece una barbaridad. Me parece que eso es mirar hechos muertos, gente muerta, ideas viejas y que vive en ese ambiente conservador” (…) “Se construye la realidad a partir de la participación en el deseo y lo inmediato y no en la reconstrucción minuciosa y eterna del pasado”. Para Rozitchner hay que apreciar el momento presente, la creatividad y liviandad de la ruptura con la genealogía, las lealtades o las tradiciones: ya no es necesario tener un criterio histórico para actuar.
Pueden parecer algo distinto, pero las ubicuas declaraciones de Mauricio Macri sobre los años del “despilfarro” corren por la misma línea: “sabíamos que no sería fácil, que veníamos de muchas décadas de patear los problemas para adelante y de malgastar lo que teníamos sin importar quién tendría que pagar las consecuencias de ese derroche. Pero también sabíamos que teníamos que hacerlo si queríamos cuidar nuestro futuro y el de nuestros hijos”. Los dichos del Presidente expresan una visión de la historia argentina caracterizada por la dilapidación, en su doble acepción de éticamente incorrecta y económicamente falsa. Se trata nuevamente de la noción del pasado como simulacro y del presente como verdad y mérito. La llegada del partido gobernante al poder estaría inaugurando una era de gestión sinceradora, donde se gasta sólo lo que se tiene, de una manera que expresa a la vez la racionalidad de la administración y la moralidad del buen comportamiento. Los polémicos dichos del ex Director del Teatro Colón Darío Lopérfido, quien cuestionó el número de desaparecidos durante la última dictadura militar, abonan la misma visión del efecto sanador de la verdad y de la necesidad de purificar de mentiras el relato histórico argentino. Es una retórica que resuena fuerte en las moralidades de lo verdadero; un negacionismo que es parte de una lógica más amplia, donde gravita centralmente una idea moral de verdad.
Una operación similar puede hallarse en la idea de los “70 años”. En la “historia” macrista (que, en sus propios términos, ya no sería un relato o una mera interpretación de la realidad, sino la realidad histórica misma, sin opacidad ni tensión), hace siete décadas que el país vive en el error: la supuesta dominación del peronismo, que gobernó durante 34 años. Esos 70 años en que se vivió “buscando atajos” expresan en parte una dimensión material, el “vivir por encima de nuestras posibilidades”. Pero también resuenan en un plano cultural y normativo, y que sirven para exponer un nuevo lenguaje político. Con ese discurso, Cambiemos se construye como el primer proyecto de poder que encararía el recorte de las fantasías y la superación de las ficciones pasadas a partir de la auténtica verdad de la política: la ausencia de ideologías. En los primeros días del año y como puntapié inicial del tiempo electoral, el Presidente volvió a sintetizar este principio, al decir que “los argentinos crecimos, porque aprendimos y comprendimos que de setenta años de fiesta no se sale en tres“. Con una economía en picada y ante los avances de una posible recomposición de la oposición política, queda cada vez más claro que Cambiemos va a explotar al máximo esta dimensión de su discurso.
Las cosas del creer
Para algunos analistas de la ideología, como Peter Sloterdijk y Slavoj Zizek, el mundo actual se organiza principalmente por la post-ideología, encarnada en una razón cínica. Refieren con ello a un doble movimiento: la aceptación de que hay una distancia entre nuestras representaciones de lo real y lo real “en sí”, y el actuar “como si” de hecho esa distancia no existiese. Por ejemplo, ya no se trataría solamente de identificar que existe un velo de clase (o de género, raza o edad) que nos impediría observar las relaciones sociales “tal cual son”, sino aceptar que ese velo existe, pero actuando como si no lo hiciera. Pensar que “todos los políticos son lo mismo y corruptos” y simultáneamente promover valores democráticos ilustra esta forma dominante de lo ideológico. El análisis de Sloterdijk y Zizek busca hacer visible lo que las personas “no ven” de sí mismas a través de una operación intelectual de desnudamiento. Por ello, la “crítica ideológica” es un meta-lenguaje que juzga procesos y actores en base a una operación puramente externa.
Proponemos, en cambio, que lo post-ideológico resume el mundo Cambiemos tal cual sus actores describen el horizonte político en sus propios términos. Pero antes que en el registro cínico, lo post-ideológico en la política y en el discurso oficialista se condensa en la “razón sincerada”. La creencia en el sinceramiento es un modo de hacer y decir cuyo principal supuesto es que la política debe aparecer desprovista de todo carácter mítico. Se propone un nuevo régimen político de verdad, ahora sin simbolismos, que invita a creer que ya no hay creencia, ya no hay ideología (“sabemos que es verdad y por eso lo hacemos”). La lógica sinceradora de Cambiemos nos propone un craso empirismo: finalmente es posible un mundo sin opacidad ni tensiones.
Como parte de esa idea figura la retórica oficial disculpista: el gobierno habría venido a realizar el fin de la mentira política: “nos equivocamos y lo sabemos”, hay que “aceptar los errores y corregirlos”. Recientemente, un partícipe de la mesa chica del gobierno, el ministro del Interior Rogelio Frigerio, reconoció que “la gente la está pasando mal”. En la apertura de las sesiones del Congreso, Macri volvió a enfatizar que hoy hay un gobierno que “dice la verdad, que pone los problemas sobre la mesa, que transparenta el valor de las cosas, y que asume la inflación, la pobreza y la inseguridad. En el mismo discurso articuló la cuestión de la historia y de la herencia en un tono disculpista: “No hablo sólo de la herencia recibida. Hablo de algo más profundo: de la imposibilidad que tuvimos los argentinos durante décadas de hacernos cargo de nosotros mismos”.
Estos discursos señalan una lógica social en ascenso que cala profundo en formas de sentir asentadas. En ella, la verdad debe emerger de la más inmediata experiencia individual, donde ningún procedimiento intelectual o de conocimiento es necesario para validar un saber sobre la sociedad y la política. El registro anti-intelectual de Cambiemos sintoniza bien con procesos similares en los gobiernos de Trump, Theresa May o Bolsonaro. Frente al aumento de las incertidumbres de todo tipo (económicas, políticas, institucionales, religiosas), y de la desconfianza ciudadana de los sistemas expertos (la ciencia, los medios, la representación política) antes identificados sin demasiada ambivalencia con la producción de verdades, Cambiemos innova al otorgar garantías de que es posible un mundo sin dobleces. En un nivel distinto, se trata de una nueva creencia: que ahora sí se han extirpado las fantasías y que es posible vivir sin creer.
En un eco no tan lejano de la líder británica Margaret Thatcher, el gobierno ha dicho game over, el juego terminó: debemos enfrentar la realidad, dejar los excesos y las fantasías. Desde el corazón del malestar de la cultura contemporánea y como una expresión de ello, el macrismo conecta muy bien con un tipo de subjetividad del capitalismo post-fordista, lo que Mark Fisher llamó “realismo capitalista”1. Este refiere a un tipo de racionalidad que nos presenta la idea de que no hay alternativa al presente, lo que supone sucumbir a las premisas neoliberales respecto de la necesidad de una gestión empresarial de la sociedad y del individuo. Tal realismo es sólo posible en una atmósfera política que se piensa como post-ideológica, y que nos recuerda de un modo voluntarista que nuestras potencialidades individuales pueden finalmente liberarse una vez desterradas las fuerzas productivas sofocadas por el Estado y los privilegios. Cambiemos aspira al mundo sociopolítico de una vida de derecha: el sueño de una vida sin problemas2, de un orden político donde la idea de orden sea central, donde la politización de la vida cotidiana no sea obligatoria, donde las cuentas cierren, donde creer en mitos no sea un requisito para ser gobernados/as.
Podríamos apostar a que, en un año electoral y con un estancamiento económico sin salida a la vista, sin una promesa política de futuro y con un horizonte cada vez más acotado por el efecto de la crisis, Cambiemos jugará a reforzar estos aspectos de su discurso, pues este orden político deseado expresa una pulsión social: aquella que nos incita a dejar de creer.
1 Fisher, Mark: Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, Caja Negra, Buenos Aires, 2016.
2 Caramés, Diego, y D’Iorio, Gabriel. “La vida interpelada”. Prólogo a Los espantos. Estética y postdictadura, de Schwarzböck, Silvia Buenos Aires: Cuarenta Ríos, 2018.