Cristina Kirchner cree que Hugo Moyano le quiere recortar su poder de decisión, pero Moyano está luchando, en realidad, por su supervivencia como líder sindical. El problema que los enfrenta es más complejo que una disputa por la relación de fuerzas. El sinceramiento de la economía lanzado por la Presidenta tendrá consecuencias sociales y laborales más vastas que el relato oficialista sobre la «equidad». En medio de ese paisaje nuevo, la dirigencia sindical se abroqueló para fijarle al poder una dura frontera: no negociará aumentos salariales prematuros o respaldados más en el voluntarismo de los funcionarios que en el costo de las cosas.
Ningún gobierno carece de oposición, aunque ésta surge a veces de las propias entrañas del oficialismo. En un sistema personalista y monopartidario de poder, como es el actual, la consecuencia más previsible consiste en que oficialismo y oposición terminen siempre bajo el mismo techo del partido gobernante. El sindicalismo, históricamente peronista, es ahora el único factor de poder que se ha levantado en implícita rebeldía contra la líder política que arrasó en las últimas elecciones. El juego de palabras para ser oficialistas y opositores al mismo tiempo, que despliegan los jefes sindicales, forma parte del manual litúrgico del peronismo. Pueden convencer a la platea, pero no a Cristina Kirchner.
La Presidenta confía más en su percepción, que le dice que los sindicalistas se proponen debilitar su poder. «Si alguno quiere el poder, sea gremialista o empresario, que forme un partido político y se presente a elecciones», les ha deslizado a recientes interlocutores empresarios. El mensaje iba dirigido también a los dueños de los gremios. Cristina Kirchner se aferró al enorme poder que la sociedad le dio el 23 de octubre y no piensa cederle una porción a nadie. De hecho, la propia sociedad que la votó no sabe con qué equipo gobernará la Presidenta, apenas diez días antes de su reasunción y de la asunción del nuevo gabinete. Nada. Todo el poder está en dos manos. Parece suponer que los argentinos necesitan saber sólo que ella estará al frente de la administración. El resto (la formación de un gobierno y los mensajes políticos que esa noticia implicaría) pertenece a sus derechos y no a sus obligaciones.
Sin embargo, el sindicalismo está, hoy por hoy, menos entusiasmado en disputar poder que en preservarse. Moyano es lo suficientemente perspicaz como para reconocer que no está en condiciones de recortar los márgenes de acción presidenciales. Perseguido por los jueces, cuestionado por la política y en franca competencia con las franjas de izquierda del sindicalismo (que controlan buena parte de las comisiones internas), la única obsesión de Moyano es no quedar ahora como un ingrato con los trabajadores. «Sería el fin de nosotros», dijeron a su lado.
¿Por qué quedaría como un ingrato? Objetivamente, las condiciones económicas de la sociedad han cambiado en los últimos días. Comenzó con el anuncio del fin de los subsidios para el consumo de servicios públicos y ya registró considerables aumentos en los precios de casi todos los productos de primera necesidad, sobre todo de los alimentos. A esa hemorragia en los bolsillos deben sumarse los aumentos de los impuestos de Mauricio Macri y de Daniel Scioli, de los peajes, de las prepagas y de los colegios, entre varios más. Es como si Cristina Kirchner hubiera bajado la bandera de los aumentos; luego, todos los que fijan precios o gravámenes se sintieron autorizados a desplumar a los argentinos.
Paralelamente, el Gobierno tiene un viejo compromiso con los empresarios para desalentar importantes aumentos salariales para el próximo año. La propia Cristina Kirchner está convencida de que las subas salariales excesivas podrían echarle leña al fuego de la inflación. Es cierto, pero ese compromiso es anterior a la tormenta de aumentos en los precios de los cosas que consume la sociedad. Ni la Presidenta ni su equipo vincularon nunca lo que está obviamente vinculado: los precios y los salarios. La jefa del Estado decidió sola que era mejor pagar una sola vez el precio político de sacar de golpe todos los subsidios de los servicios públicos; eliminó, así, la opción gradual que también tenía.
El sector empresario (la UIA, fundamentalmente) planteó un acuerdo económico con el sindicalismo. «¿Los empresarios congelarán los precios?», preguntaron los moyanistas. «Si ellos no controlan los precios, nosotros no controlaremos los salarios», se respondieron. Un rígido acuerdo de control de precios y salarios ya tiene, a su vez, un pésimo precedente en el país. Fue el que promovió Perón en los años 70 y que terminó con una inmanejable explosión de la variables económicas, que se llamó el «rodrigazo», por el nombre del ministro de Economía, Celestino Rodrigo, que lo ejecutó.
Moyano es cuestionado por los funcionarios, por sus colegas en la nomenclatura sindical y por gran parte de la política, pero cuenta con la simpatía de los camioneros, a los que les consiguió niveles salariales que nunca antes habían tenido. Esa es su ancla más preciada en la vida pública. Es, también, la misma prioridad de casi todos los viejos líderes sindicales. Podrán ser autoritarios, supuestamente corruptos y escasamente transparentes, pero ninguno cortó nunca su vínculo con los afiliados de sus sindicatos.
La mala novedad que recibió la Presidenta en las últimas horas es que ya no se trata sólo de Moyano. El inconmovible lucifuercista Oscar Lescano, que viene profetizando el fin de Moyano, no dudó en acomodarse al lado de él en el reclamo de aumentos salariales sin piso ni techo. El eterno Luis Barrionuevo, que fundó otra CGT para no verle la cara a Moyano, suscribió la misma posición de Moyano y de Lescano. Pocos podrían expresar mejor a la mayoría del sindicalismo argentino que ese tácito triunvirato de líderes sindicales. Sus métodos y sus ideas son cuestionables, pero no su representatividad.
El conflicto de fondo consiste en que la Presidenta cree que los gremialistas le están hablando de política y de poder, pero ellos están más interesados en el resbaladizo porvenir de la economía. La economía (la buena, la mala o la peor) es para los sindicalistas el dispositivo crucial de la política..
Ningún gobierno carece de oposición, aunque ésta surge a veces de las propias entrañas del oficialismo. En un sistema personalista y monopartidario de poder, como es el actual, la consecuencia más previsible consiste en que oficialismo y oposición terminen siempre bajo el mismo techo del partido gobernante. El sindicalismo, históricamente peronista, es ahora el único factor de poder que se ha levantado en implícita rebeldía contra la líder política que arrasó en las últimas elecciones. El juego de palabras para ser oficialistas y opositores al mismo tiempo, que despliegan los jefes sindicales, forma parte del manual litúrgico del peronismo. Pueden convencer a la platea, pero no a Cristina Kirchner.
La Presidenta confía más en su percepción, que le dice que los sindicalistas se proponen debilitar su poder. «Si alguno quiere el poder, sea gremialista o empresario, que forme un partido político y se presente a elecciones», les ha deslizado a recientes interlocutores empresarios. El mensaje iba dirigido también a los dueños de los gremios. Cristina Kirchner se aferró al enorme poder que la sociedad le dio el 23 de octubre y no piensa cederle una porción a nadie. De hecho, la propia sociedad que la votó no sabe con qué equipo gobernará la Presidenta, apenas diez días antes de su reasunción y de la asunción del nuevo gabinete. Nada. Todo el poder está en dos manos. Parece suponer que los argentinos necesitan saber sólo que ella estará al frente de la administración. El resto (la formación de un gobierno y los mensajes políticos que esa noticia implicaría) pertenece a sus derechos y no a sus obligaciones.
Sin embargo, el sindicalismo está, hoy por hoy, menos entusiasmado en disputar poder que en preservarse. Moyano es lo suficientemente perspicaz como para reconocer que no está en condiciones de recortar los márgenes de acción presidenciales. Perseguido por los jueces, cuestionado por la política y en franca competencia con las franjas de izquierda del sindicalismo (que controlan buena parte de las comisiones internas), la única obsesión de Moyano es no quedar ahora como un ingrato con los trabajadores. «Sería el fin de nosotros», dijeron a su lado.
¿Por qué quedaría como un ingrato? Objetivamente, las condiciones económicas de la sociedad han cambiado en los últimos días. Comenzó con el anuncio del fin de los subsidios para el consumo de servicios públicos y ya registró considerables aumentos en los precios de casi todos los productos de primera necesidad, sobre todo de los alimentos. A esa hemorragia en los bolsillos deben sumarse los aumentos de los impuestos de Mauricio Macri y de Daniel Scioli, de los peajes, de las prepagas y de los colegios, entre varios más. Es como si Cristina Kirchner hubiera bajado la bandera de los aumentos; luego, todos los que fijan precios o gravámenes se sintieron autorizados a desplumar a los argentinos.
Paralelamente, el Gobierno tiene un viejo compromiso con los empresarios para desalentar importantes aumentos salariales para el próximo año. La propia Cristina Kirchner está convencida de que las subas salariales excesivas podrían echarle leña al fuego de la inflación. Es cierto, pero ese compromiso es anterior a la tormenta de aumentos en los precios de los cosas que consume la sociedad. Ni la Presidenta ni su equipo vincularon nunca lo que está obviamente vinculado: los precios y los salarios. La jefa del Estado decidió sola que era mejor pagar una sola vez el precio político de sacar de golpe todos los subsidios de los servicios públicos; eliminó, así, la opción gradual que también tenía.
El sector empresario (la UIA, fundamentalmente) planteó un acuerdo económico con el sindicalismo. «¿Los empresarios congelarán los precios?», preguntaron los moyanistas. «Si ellos no controlan los precios, nosotros no controlaremos los salarios», se respondieron. Un rígido acuerdo de control de precios y salarios ya tiene, a su vez, un pésimo precedente en el país. Fue el que promovió Perón en los años 70 y que terminó con una inmanejable explosión de la variables económicas, que se llamó el «rodrigazo», por el nombre del ministro de Economía, Celestino Rodrigo, que lo ejecutó.
Moyano es cuestionado por los funcionarios, por sus colegas en la nomenclatura sindical y por gran parte de la política, pero cuenta con la simpatía de los camioneros, a los que les consiguió niveles salariales que nunca antes habían tenido. Esa es su ancla más preciada en la vida pública. Es, también, la misma prioridad de casi todos los viejos líderes sindicales. Podrán ser autoritarios, supuestamente corruptos y escasamente transparentes, pero ninguno cortó nunca su vínculo con los afiliados de sus sindicatos.
La mala novedad que recibió la Presidenta en las últimas horas es que ya no se trata sólo de Moyano. El inconmovible lucifuercista Oscar Lescano, que viene profetizando el fin de Moyano, no dudó en acomodarse al lado de él en el reclamo de aumentos salariales sin piso ni techo. El eterno Luis Barrionuevo, que fundó otra CGT para no verle la cara a Moyano, suscribió la misma posición de Moyano y de Lescano. Pocos podrían expresar mejor a la mayoría del sindicalismo argentino que ese tácito triunvirato de líderes sindicales. Sus métodos y sus ideas son cuestionables, pero no su representatividad.
El conflicto de fondo consiste en que la Presidenta cree que los gremialistas le están hablando de política y de poder, pero ellos están más interesados en el resbaladizo porvenir de la economía. La economía (la buena, la mala o la peor) es para los sindicalistas el dispositivo crucial de la política..