Anduvo un par de días cabizbajo, triste. Estuvo a punto de comentar algo con Jorge, trabajaban en la oficina hacía 15 años y guardaban un par de secretos juntos. Se mordió la lengua un par de veces. Y a la Gringa, aquella tarde que se extrañaban y se llamaron para verse en el café. Ella lo amaba porque él era su payaso. El clown que la hacía reir. Pero un payaso hace piruetas, se tropieza con algo grande y evidente, o canta una vieja canción. Lo que no hace un payaso es contar una historia inverosímil y esperar que lo aplaudan.
Ella percibió una cierta tristeza, una cierta lejanía, pero empujó el encuentro hacia temas banales y acostumbrados. Esa tarde no tenía ganas de enredarse en algo que pudiera desembarcar en una discusión. Se sentaron cerca y cuando terminaron el café, ella recorrió el cabello en la sien de él con ternura casi maternal. Lo mimó y observó con detalle su perfil, sus canas, sus ojos vivaces, mientras él miraba a la gente escapando presurosa de su trabajo para perderse en la boca del subte. Lo amaba. Y amaba esos momentos de paz y silencio que él a veces le dedicaba. Casi tanto como amaba reírse a su lado.
Lo de la gringa fue sólo un pequeño oasis, pero apenas lo abandonó, volvió a sentir aquella angustia. No saber exactamente quién podía haber sido el loco, el enfermo que tuviera la capacidad de modificar un Patoruzú, de dejar un traje ridículo en su ropero. No sabía si asociar el gentío, el choripán y el hospital de aquella mañana con el estúpido nombre con que querían bautizar al superhéroe. ¿Una banda salida del Borda, ahora que se ponían de moda la desinstitucionalización de pacientes? ¿Una joda de mal gusto armada por un amigo? ¿Una joda muy perversa de un enemigo? ¿Qué enemigos? Así anduvo esos días, lánguido, hambriento. Desconfiando de cada cosa que llevaba a la boca, pensando que si alguien disponía de los medios para noquearlo con la punta de un choripán, o para meterse en su casa, cuánto más expuesto estaba a su propia comida, lo que cada día quedaba en la heladera y las alacenas cuando él se iba a la oficina.
Esa noche, antes de dormir, agarró el Patoruzú que todavía permanecía sobre la mesa. Habían pasado cuatro o cinco días y todo el evento ya empezaba a parecer un mal sueño del pasado. Se acostó y empezó a recorrerlo, con la secreta ilusión de que no encontraría nada anormal. Tapa y contratapa eran perfectas, sin ninguna señal que delatara una mano traviesa. El montaje de las hojas, sin irregularidades, el papel, sin cambios de color o textura. Leyó la aventura y era sencillamente perfecta: perfecta por lo habitual. El indio intentando poner orden en la algarabía permanente de Isidoro, el coronel enojado, los trazos firmes, los textos simplones. Avanzó entretenido. Sabía que era un berretín muy infantil divertirse a su edad con esas historietas viejas. Pero disfrutaba como cuando era chico. Cuando los párpados empezaron a ceder, sobre el final, volvió a dar con aquella nota. Se angustió. No tuvo ganas de releerla, pero sabía que en sus manos estaba la evidencia imperturbable de que algo cambiaría. Lo presentía. No quiso seguir hasta el final. Dejó caer la revista sobre su pecho y permaneció pensativo un rato. El sueño se encargó de lo demás.
El día siguiente, durante ese recreíto que le sobraba después del almuerzo, cruzó a la plaza. El día era hermoso y corría una brisa suave del oeste que ya había barrido la última nube del cielo. El calor todavía no agobiaba. Unos chicos jugaban a la pelota en una esquina con un pasto muy raleado. Se acordaba de cuando él era chico y lo insufrible que eran esas canchitas de plaza improvisadas, con un árbol o con un farol en el medio. De amargarse las primeras veces, cuando un pase o una gambeta definitoria debía abortarse por un rebote inesperado. Y de como, con el correr de los días y los partidos, el palo pasaba a ocupar un lugar fundamental en la cancha mental mientras que se hacía invisible en la cancha real. En estos pensamientos estaba cuando sintió muy cerca, un par de bocinazos. Demasiado cerca como para no darse vuelta y ver los ojos de un viejito que buscaban los suyos. Y el gesto con la mano. Miró por un instante detrás de sí para disipar todas las dudas: efectivamente la cosa era con él.
El cuadro no dejaba de ser simpático, pero era muy poco alentador. Era un 1600 Super rojo. Descapotable e impecable. “Original”, como dicen. A él le encantaba ese tipo de autos y arriesgó mentalmente que era un modelo 71, de los primeros que habían salido. Esos que los tipos de la Fiat nacional habían decidido modificar sin darle aviso a los italianos. Hacerlos más deportivos, más aceptables para el mercado local, donde reinaban el Chevy, el Dodge y el Toro, pero faltaba uno más chico y barato. Y alguien, también, le había contado los quilombos que se armaron con los tanos por esa irreverencia gaucha.
Desde el volante, el viejito con cara de bonachón, bigotitos finos, sombrero tipo cazador, lentes de marcos muy gruesos de carey, camisa a cuadros celestes abrochada hasta el último botón del cuello y un bremer chocolate también con botones. Antes del segundo bocinazo, nuestro hombre ya caminaba hacia eso que parecía una foto de fines de los 60.
Seria competencia a Mendieta en este blog.
No debería ser el IV?
Tiene razón la SEÑORA. Sería el IV, en lugar del III. Los números romanos nunca fueron mi fuerte. Y creo recordar que le sigue el V…
Un honor que me compare con el perro de Inodoro, pero no le llego ni a la patas. Ese sí que ladra mucho y bien. Yo apenas puedo con la secuencia de los número naturales….qué lo parió!
Grcs.
Quiero más.