“Después de dos años del despeje militar de 42 mil kilómetros cuadrados y del abandono de 100 mil ciudadanos, el resultado es desastroso: en lugar de un laboratorio de paz se ha permitido la consolidación de un paraíso de la delincuencia” expresaba Álvaro Uribe Vélez a principios del año 2001 y medía la performance del proceso de paz con la guerrilla llevado adelante por el presidente conservador Andrés Pastrana. Había sido en soledad el político que con mayor énfasis se enfrentó al proceso iniciado por el gobierno. Lo había caracterizado como una iniciativa “que sólo le permitirá a las Farc crecer militarmente”. A contramano de la opinión pública que bendijo en forma mayoritaria el acuerdo llevado adelante por Pastrana, Uribe entendía que la única estrategia viable era la de la “guerra frontal frente a la narcoguerrilla”. En momentos en que la totalidad de la clase política apostaba a los acuerdos de paz, Uribe renegaba del mismo, y se oponía al sentir mayoritario de la sociedad colombiana. Más tarde, y luego de frustrado el Tratado del Caguan, el líder antioqueño cosechará los frutos de su posicionamiento político.
Aquel intento de acuerdo de paz con las Farc (el antecedente inmediato del actual), comenzado oficialmente el 7 de enero de 1999, consistió en la desmilitarización de cuatro municipios en la zona del Caguán, base de la llamada Zona de Distensión, un área de 42.000 km² en el departamento de Caquetá, en el sur del país. El área había sido evacuada por el Ejército y entregada a la guerrilla unos meses antes, para generar un espacio de negociación que incluyó la iniciativa del presidente Pastrana de ir a conversar en forma personal con el líder de la guerrilla Manuel Marulanda. Luego de tres años de intentos frustrados, y debido a la escasa voluntad de la guerrilla que vio en el “despeje” una suerte de posibilidad de reafirmar su ya fortalecida organización, el acuerdo de Caguán naufragó al compás de un gobierno en retirada. A pesar de la derrota política, la administración Pastrana logró convencer a la sociedad que las FARC fueron las únicas responsables del fracaso de las negociaciones. En ese marco, se abría un nuevo contexto internacional, caracterizado por la guerra contra el terrorismo, luego del atentado contra las torres gemelas en septiembre de 2001, y con ello, aumentaban las alternativas de “guerra frontal”, como la que expresaba Álvaro Uribe en el interior del conflicto colombiano.
A partir de ese momento, Uribe pudo construir su liderazgo político como una figura outsider al sistema político vigente. Su posicionamiento frente al conflicto armado lo había colocado en la vereda opuesta a la casi totalidad de la clase política del país, y le había permitido presentarse ante la opinión pública como el único político que había advertido sobre los riesgos de negociar con la guerrilla. Sin embargo, Uribe había comenzado desde muy joven su carrera política en el interior de la partidocracia tradicional, más precisamente en el Partido Liberal. A principios de 1980 fue designado por el presidente Julio César Turbay (PL) director del Departamento de Aeronáutica Civil en la Alcaldía de Medellín, cargo que dejo en agosto de 1982, para pasar a ser alcalde de su ciudad natal.
El 14 de junio de 1983 marca un antes y un después en la vida personal y política de Uribe, ya que ese día su padre fue asesinado por un comando de las FARC cuando estaba a punto de ser secuestrado. Este hecho sellará de raíz su carrera política, y legitimará ante la opinión pública su accionar frente a la guerrilla, y su inflexible posicionamiento frente al fenómeno de la insurgencia. Entre los años 1984 y 1986 ocupó un escaño como concejal en la ciudad de Medellín. Más tarde, en las elecciones parlamentarias del 9 de marzo de 1986, obtuvo una banca de senador por su Partido Liberal, para renovar el cargo legislativo por otros cuatro años en marzo de 1990. La buena performance legislativa le permitió a Uribe presentarse como candidato a gobernador en el departamento de su Antioquia natal. El 30 de octubre de 1994 venció al conservador Alfonso Núñez Lapeira, por apenas 4585 votos. Durante el tiempo que duró su mandato fue asesinado su mayordomo, sufrió el incendio de la finca familiar y se salvó de ser herido en un ataque guerrillero en uno de los Concejos Comunales realizados en el municipio de Vegachi. El legado de su gestión al frente del Ejecutivo provincial será la creación de las cooperativas Convivir (sospechadas de nexos con los paramilitares) y los Consejos Comunales, reeditados luego cuando fue presidente. Como vemos, Uribe siguió el itinerario clásico de los políticos profesionales, pero su posicionamiento político frente al fenómeno guerrillero en los acuerdos del Caguan le permitió de alguna forma “limpiar” esa trayectoria, y convertirlo en un liderazgo contestatario frente al sistema político en su conjunto.
La popularidad de Uribe en esos años le permitía soñar con alguna vez ocupar la primera magistratura del país. Sin embargo, luego de culminar su mandato en la gobernación partió a Inglaterra para perfeccionarse en sus estudios, en un contexto de derrota electoral de su partido y el inicio del proceso de paz del Caguan. A su vuelta, como dijimos, abandonó el Partido y se postuló como candidato a la presidencial por una alianza de partidos nucleados en torno a la coalición “Primero Colombia”, desafiando al tradicional (y vital hasta ese momento) bipartidismo cafetero. “Mi candidatura es liberal y multipartidista. Hoy encarno la disidencia liberal que será triunfante” declaró en su lanzamiento, en los que no esquivó ningún tema. Arriesgó acerca de “la posibilidad de que en algún momento tengamos la presencia internacional de una fuerza de cooperación que tuviera como objetivo proteger a la población civil en zonas críticas”, si el conflicto con las Farc se agudizaba, y reiteró que la única manera de combatir a la “narcoguerrilla” era a través de la “guerra frontal”. Asociar el narcotráfico con la lucha guerrillera, e incorporar el apelativo “terrorista” formaba parte de un clima de época muy propicio para esos calificativos. Como dijimos, el abrupto final de las negociaciones con la guerrilla decidida por Pastrana aumentó en forma sideral las acciones del candidato de la “mano dura”. Su triunfo contundente en las elecciones de mayo de 2002 (inimaginable unos años antes) fue la consecuencia directa del fracaso del proceso de paz, y el cansancio (y desilusión) de la sociedad colombiana con los partidos del sistema. Un tiempo histórico, por otra parte, muy favorable para las expresiones novedosas en la región: ese año ganaría Lula en Brasil, Chávez hacía años gobernaba Venezuela, el siguiente año sería el triunfo de Kirchner y se avizoraban los posibles triunfos de Evo Morales en Bolivia y de Tabaré Vázquez en Uruguay. Eso sí, el cambio en Colombia vendría por un espectro ideológico distinto al del resto de Sudamérica.
Los éxitos militares de su presidencia, como así también la proyección política de su figura son más conocidos. Los primeros años de gobierno fueron muy flacos en su “guerra frontal” a la guerrilla. A partir de 2004 y 2005 vendrían tiempos más favorables. La captura del canciller de las Farc, Rodrigo Granda en Caracas durante esos años (conflicto con Chávez mediante, uno de los muchos que tuvieron), sumada a los progresos en los operativos militares y el proceso de paz con el paramilitarismo enmarcado legalmente en torno a la “Ley de Justicia y paz”, significaron avances evidentes en la estrategia de “Seguridad Democrática” prometida durante la campaña electoral. A pesar de que la fortaleza militar de las Farc aún se mantenía, Uribe no tuvo inconvenientes para reelegirse en 2006 luego de modificar la Constitución, en una jugada no exenta de polémicas. Su segundo mandato, a pesar de comenzar con severos cuestionamientos a su accionar, y las acusaciones en torno a la “parapolítica” y “los falsos positivos”, se encaminó políticamente luego de la recuperación del niño Emmanuel (el hijo en cautiverio de la secuestrada Clara Rojas) a finales de 2007, del abatimiento de Raúl Reyes en la frontera ecuatoriana en marzo de 2008, de la recuperación de la secuestrada Ingrid Betancourt (“la joya más preciada”, según la guerrilla) en julio del mismo año, y de la muerte por causas naturales del jefe histórico de las Farc Manuel Marulanda, durante 2008. Las deserciones al interior de la guerrilla, sumado al incremento de la logística militar (clave en la liberación de Betancourt), el mejoramiento de equipamiento y el aumento de armamento por parte de las Fuerzas Armadas, le permitió al líder colombiano dejar “groggy” a las Farc. El Plan Colombia, por supuesto fue un recurso financiero central para lograr estos objetivos.
Al igual que varios presidentes del “giro a la izquierda”, Uribe intentó, una vez más, reformar la constitución para lograr un nuevo mandato. A pesar de los nuevos vientos que soplaban en su aliado norteamericano, Uribe siguió adelante con su plan re-reeleccionaista, a pesar de que el propio Obama en persona le aconsejara no ir por un nuevo mandato: “En mi país 8 años ya son muchos”, le sugirió. EL parlamento le dio el visto bueno, pero la Corte Constitucional le bajó el pulgar a un tercer mandato uribista. Sin cartas a mano, jugó con quien medía más en las encuestas, a la postre su ministro de defensa Juan Manuel Santos.
Luego del triunfo de su delfín, y el cambio de actitud de Santos hacia la guerrilla, Uribe volvió a la oposición y a su discurso histórico: “no hay nada que negociar con la narcoguerrilla”. La relación con el actual presidente se fue deteriorando al calor del avance de las negociaciones en La Habana. Cuando Santos fue por su reelección, Uribe (imposibilitado de presentarse) parió la candidatura de un apagado Oscar Zuluaga. La falta de carisma del candidato fue suplida por la figura de Uribe quien se puso la campaña “al hombro” con la finalidad de corregir el desviado proyecto santista. Como se sabe, Zuluaga venció en primera vuelta y perdió en la segunda por escasos 4,5%.
Una vez culminados los acuerdos de La Habana, el presidente Santos creyó oportuno legitimar los arreglos de cúpulas mediante un plebiscito no vinculante. La opción por el “sí”, decían las encuestas, ganaría por un rango de entre 5% y 20% de los votos. Nadie tomó en cuenta “el factor Uribe”. Desde el inicio de la campaña electoral, el líder antioqueño recorrió todos los pueblos del país con el caballito del “No”. La mala imagen que aún mantiene la guerrilla, sumada a un contexto de deterioro de la imagen presidencial, se convirtieron en el coktel ideal para que Uribe pasara a la delantera.
La opción por el “No” resultó ganadora en la compulsa electoral del domingo 2 de octubre por un pelito. La votación fue muy apretada mostrando la marcada polarización del país. El “No” ganó con el 50,23 % de los votos (6.431.376 votos) contra el 49,76 % (6.377.482) que obtuvo el “Si”. Esto, según la Registraduría Nacional, con el 99,64 % de mesas y el 37,37 % de participación (es una constante que en Colombia vote menos de la mitad del Padrón en cualquier elección). Según el mapa electoral de esa entidad, la Costa Caribe y Pacífica, Bogotá y los departamentos que fueron el epicentro de la guerra con la guerrilla (en el sur sobretodo) apoyaron el ‘Sí’, mientras que el centro del país (en Antioquia la ventaja fue muy importante) se fue por la opción del ‘No’.
Es cierto, el resultado final no puede ser explicado en soledad por el “factor Uribe”. Este post tampoco adhiere a esa hipótesis. Pero sí resalta la importancia de los liderazgos a la hora de comprender los fenómenos políticos. Poner el plebiscito colombiano a la altura del británico, como factor explicativo, es no comprender la singularidad de los procesos políticos. Uribe es el cuadro político más importante de la derecha ideológica y política regional. Hay que aclararlo; el líder colombiano no tiene una mirada sudamericanista y tampoco reclama liderar regionalmente un proyecto emancipador por derecha. No. Se trata de un liderazgo que se afinca claramente en lo local. Eso lo llevó a tener disputas frente a Chávez, como frente al propio EEUU. En ambos casos trasciende el conflicto ideológico, y se explica a partir de los intereses del expresidente y en el fortalecimiento de su propio liderazgo político. A no equivocarse: Uribe es un líder popular (populista diríamos si el concepto no estuviera tan gastado), y desde allí hay que abordarlo. El problema de no poder encuadrarlo con facilidad en algún lugar es precisamente porque se trata de un líder que expresa una “derecha a la colombiana”. Uribe piensa y se piensa desde Colombia, no hay una pretensión de ir más allá de esa ecuación. Entenderlo desde ese prisma es la mejor manera de comprender el proceso político colombiano.