“Compartan esta foto! Son dos sospechosos que andan vendiendo bolsas de residuos, ayer pasaron por lo de una amiga”.
“El martes pasaron por casa, no recuerdo si eran ellos, pero puede ser”.
“OJO que andan levantando chicos en una camioneta blanca”.
Este tipo de mensajes se reprodujeron y multiplicaron a través de grupos y contactos de Whatsapp en los últimos dos meses. A mí me tocó a principios de noviembre en uno que utilizamos los vecinos del barrio para informar y alertarnos sobre situaciones de inseguridad. La denuncia iba acompañada por la imagen que se ve a continuación:
“Son los que andan robando chicos. La policía pidió que manden las fotos a todos los grupos. Difundir. El que tiene lunar anda por Malvinas vendiendo bolsas de residuos.”
Lo primero que me resultó extraño es la supuesta zona en que habían visto a los sospechosos, siendo que no hay ninguna que se denomine Malvinas en donde vivo. Lo otro, más afecto al sentido común, era lo difícil de imaginarse a un oficial de policía dando instrucciones a la sociedad civil de compartir un mensaje vía Whatsapp o por redes sociales.
De pronto mi teléfono comenzó a recibir notificaciones de otros vecinos que sostenían la advertencia: “hoy pasaron por casa”, “me acaba de llegar el mismo mensaje en el grupo del club, estemos atentos”. Y a los pocos minutos también me llegó por otros dos grupos de los que formo parte (los grupos y subgrupos de Whatsapp de padres con hijos en edad escolar son un tema en sí mismo).
Cualquier persona que habitualmente utiliza el correo electrónico y redes sociales (sobre todo Facebook), tendrá conocimiento sobre estos mensajes con formato de “cadena” que invitan a ser compartidos para salvar a alguien de alguna enfermedad, o para firmar una adhesión por alguna buena causa, o para alertar sobre una supuesta amenaza, pero que en realidad termina siendo un “hoax”, es decir, un texto ficticio que fue creado para molestar o hacer bromas, alimentar bases de datos o, en el último tiempo, probar algún tipo de estrategia de viralización.
Imaginando que podía tratarse de algo similar, en pocos segundos Google me llevó a un medio digital de Jujuy que informaba sobre un “falso mensaje de Whatsapp”, con el mismo contenido que estaba recibiendo yo, a unos dos mil kilómetros de ese lugar. Eran, según la noticia, delincuentes mexicanos que habían sido detenidos en su país luego de cometer distintos delitos en las localidades Naucalpan, Atilzapan y Tlalnepantla. La nota era acompañada con la misma foto, por lo que decidí compartir la novedad con mis conocidos para tranquilizarlos y evitar que se siga propagando la falsa alarma. Sin embargo, el mensaje no tuvo respuesta alguna, ni del vecino que “recibió” a los sospechosos en su casa.
Pasaron algunos días sin ningún otro intercambio cuando otro contacto del mismo grupo volvió a alertar: “Atención! Vieron a los sospechosos que aparecen por las redes sociales en una zona cercana”, suficiente para que se reavivaran los mensajes que terminaron con una llamada a la policía y recorridas infructuosas por la zona. La “conversación” incluyó nuevamente las fotos de los sospechosos, relatos sobre situaciones de los últimos días que poco tenían que ver (“a un familiar le entraron a robar ayer”, “hace un mes pasaron por casa, pero no recuerdo sus caras”) y un cierre que sintetizaba la situación “Tal vez sea todo mentira. Pero también puede ser verdadero. Entonces mejor prevenir”. Agradecimientos, recomendaciones como “mejor no abrirles la puerta” y hasta luego. Magia pura.
La situación se da al final de un año donde el Diccionario Oxford acuñó el término “pos verdad” a “las circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Esto es, un cambio de estado de los criterios de verdad tradicionales (científicos, académicos, periodísticos) frente a contenidos que no necesariamente tienen que ver con la realidad, pero que impactan y generan efectos concretos y perdurables.
A diferencia de las famosas cadenas de emails, aquí juega un rol clave nuestra participación en un soporte que permite la interacción en tiempo real. En pocas líneas se relata un hecho, se adjunta una prueba (foto), un conocido aporta valor de verdad sobre lo ocurrido (“pasaron por mi casa”), el resto confía y replica el virus a sus otros contactos, con la misma cita (“le pasó a un amigo”). La amenaza circula tan rápido como la pereza para corroborar su grado de veracidad: es mucho más simple copiar y pegar un mensaje que buscar el teléfono de alguna dependencia policial y hacer un llamado. O hacer algunos gestos extra en nuestro touchscreen para buscar algún dato adicional.
La referencia periodística tampoco alcanza para convencer sobre la falsa amenaza porque para que eso suceda tiene que haber un momento reflexivo anterior que nos permita dudar. Y lo que ocurre es exactamente lo contrario: convivimos con cierta predisposición a aceptar algunos tipos de mensajes de acuerdo a nuestras creencias y convencimientos previos. Para la comunidad, termina siendo más peligroso alguien que exponga pruebas que eso que se denuncia no existe o es falso, porque derribaría una conducta construida a lo largo del tiempo, que implica costos emocionales y también materiales, y que justifica prácticas colectivas, aun cuando éstas se apoyen más en lo supersticioso que en lo racional.
Al día de hoy, los “vendedores de bolsas” ya recorrieron Jujuy, La Pampa, Chaco y Río Negro.