El gobierno de Mauricio Macri pareciera moverse entre dos bandas discursivas, entendiendo los discursos como algo más que las intervenciones orales o escritas e incluyendo aquí sus prácticas institucionales, políticas y todas aquellas que construyan significados políticos a partir de hechos sociales.
Esas dos bandas son hijas de la estrategia de campaña, un momento en el cual el macrismo había logrado amalgamar dos posturas aparentemente antagónicas de una manera ingeniosa. Una vez definida la experiencia kirchnerista como una en donde “sólo había relato” y a cuyas costas se cargaba una “falta de administración”, el discurso de la campaña propuso entonces un proyecto que venía a quitar del gobierno el “exceso de batalla cultural” y los grandes relatos en pos de un gobierno encargado, apenas, de la administración de las cosas. Paradójicamente, de esa política de las cosas el actual gobierno supo construir esa segunda banda, su épica.
Una vez en el Gobierno, el proyecto político que encabeza Mauricio Macri comenzó la construcción de su propio mito de gobierno, tal como lo define Mario Riorda. Quizás porque los resultados no fueron los previamente esperados, quizás porque la administración de las cosas resultó insuficiente como legitimador del cambio cultural que el macrismo le propone a la sociedad argentina, lo cierto es que en su primer año de gobierno debió agregarle a ese ejercicio narrativo otros componentes: desde el hincapié en la herencia recibida por el anterior gobierno hasta un elogio permanente y sistemático del sacrificio, algo similar a lo que el historiador Marcos Schiavi vaticinaba como posible en esta columna de diciembre de 2015: “¿y si Cambiemos, como expresión de una transformación fundacional (idea muy presente en el nuevo relato) busca quebrar esta tendencia? ¿Y si buscan `adecuar el consumo` a la producción argentina para desde allí `desarrollar` el país? Eso sí sería construir una nueva hegemonía”.
A pesar de ese primer intento por legitimarse como administrador, lejos ha quedado el macrismo de abandonar la posibilidad de un relato más épico y poco a poco comienza a construir su propia visión de qué es y cómo debe ser una sociedad gobernada por sí mismo. El más fiel exponente público de esa idea es el asesor presidencial, Alejandro Rozitchner, encargado de una difícil tarea: presentar como nueva una vieja idea de la política mundial. Un gobierno como simple “administrador de las cosas” puede aparecer como ideario nuevo o renovador; pero a la luz de las experiencias del siglo XX es cualquier cosa menos una idea nueva.
En una entrevista publicada en Infobae, Rozitchner sostiene, entre otras definiciones similares, que “hacemos política de otra manera. Una política del mundo de hoy, que tiene que ver con ayudar a vivir a la gente y no con insertarse en el gran fresco histórico ideológico de las grandes causas”. No es la única expresión en ese sentido ni el único actor dentro del gobierno – el propio Presidente lo ha manifestado en el mismo sentido – pero sí quien con más énfasis representa este postulado. Un reintento pos campaña de amalgamar la simple administración de las cosas con la visión ideológica propia del gobierno.
Puede ser ingenioso, incluso hasta efectivo en el tiempo: lo único que no puede ser es novedoso. El mito del fin de las ideologías, la distinción entre pragmatismo e ideología e incluso entre “realidad” y “relato” nos llevan en primer lugar a Francis Fukuyama y su “El fin de la historia y el último hombre”. Pero incluso ese libro – y, en especial, esa postura – tiene antecedentes.
Si la ideología del fin de las ideologías tuvo su momento de oro tras la caída del Muro, lo cierto es que con el Muro en pie ya había comenzado a construir sus antecedentes. Fue durante las décadas del 50 y el 60 cuando empezaron a surgir trabajos que apuntaban hacia el fin de la historia. A pesar de la vigencia de la Unión Soviética, la sociedad post industrial y la democracia liberal habían triunfado luego de la Segunda Guerra Mundial y tras la muerte de Stalin.
La tesis central de los autores del fin de la ideología fue que varios de los elementos centrales del marxismo fueron incorporados de hecho en las sociedades democráticas occidentales y que entonces la disputa ideológica se volvía cada vez menos necesaria. El mecanismo obraría en cuatro pasos, algunos simultáneos, otros consecuentes: las sociedades industriales más avanzadas resuelven los conflictos cada vez de maneras menos violentas; los partidos de los extremos se identifican cada vez más con el orden democrático-liberal; las actitudes centristas ganan más terreno y los partidos se diferencian menos entre sí; luego, se incrementa la apatía política de la ciudadanía: el gobierno de los asuntos políticos profundos es sustituido por el de la administración de las cosas.
En 1960, el sociólogo Daniel Bell publicó “El final de la ideología”, un libro que sería editado y reeditado hasta su versión definitiva en el año 2000, en el que mantendría sus postulados básicos y respondería a sus críticos. Bell plantea el fin de las ideologías decimonónicas, comenzando por el supuesto del materialismo histórico respecto a lo material como determinante de la conciencia: “un orden moral, para que exista sin coacción o engaño, ha de trascender el particularismo de los intereses y cerner los apetitos de las pasiones. Y eso es la derrota de la ideología”, dice Bell en uno de los pasajes. El autor identifica la ideología con el radicalismo político para decir que, en verdad, es eso lo que ha llegado a su final. Las ideologías, como tales, habían perdido su capacidad de inspirar la acción colectiva.
A principios de esa década, Seymour Lipset publicaba “Political man”, un libro en el que sostenía que “los problemas políticos fundamentales de la Revolución Industrial han sido resueltos: los trabajadores han conseguido la ciudadanía política e industrial y los conservadores han aceptado el Estado de Bienestar”. (Como dato de color: la tesis de Lipset sostiene que a mayor desarrollo económico mayores niveles de democracia. La causa de la correlación la ubica en que la existencia de amplias masas empobrecidas deviene en dos formas desviadas de gobierno: un gobierno oligárquico, en tanto que dictadura de los estratos altos, o una tiranía, cuando los que gobiernan son las propias masas empobrecidas. A estas dos etiquetas aristotélicas Lipset les pone nombre y apellido: “la cara de la tiranía es hoy el comunismo o el peronismo, mientras la oligarquía aparece en las dictaduras tradicionales en varias partes de Latinoamérica, Tailandia, España o Portugal”).
Publicado originalmente en 1957, Raymond Aron sostuvo en “The end of ideological age?” la tesis del fin de la ideología bajo el supuesto teórico de que izquierdas y derechas comenzaban a diferenciarse cada vez menos y, por tanto, a significar cada vez menos. Las sociedades capitalistas de Occidente, sostiene Aron, comprenden una serie de instituciones propias del socialismo que han logrado consensos. En el mismo sentido, Edward Shils expresó en “The end of ideology?” que las aspiraciones más humanitarias del marxismo fueron absorbidas y cumplidas dentro de los países capitalistas. En 1954, el mismo autor había calificado en “Authoritarianism: ´right´ and ´left´” a la distinción entre izquierda y derecha como “antigua, espúrea y obsoleta”.
Incluso autores no necesariamente conservadores pero no estructuralistas llegaron a conclusiones similares sobre la ideología en el mundo posmoderno, alguna décadas más tarde. El filósofo francés Francois Lyotard, autor de “La condición posmoderna”, sostiene que “el universo tecnocientífico en el que vivimos y que caracteriza a la sociedad posmoderna ha demostrado que el único valor vigente está en aquello que sea capaz de ofrecer un resultado. Ello nos obliga a cuestionar la propia utilidad del pensamiento, que es una disciplina que lleva tiempo, no puede garantizar sus resultados y, además, no suele ser muy operativa”. En esa corriente de pensamiento se podría incluir a Gianni Vattimo, autor de “El fin de la modernidad: nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna”, quien teoriza sobre el paso del “pensamiento fuerte” al “pensamiento débil”, como consecuencia del camino hacia la posmodernidad: “el nihilismo no se debe combatir como un enemigo, mas debe ser asumido como nuestra única posibilidad”, sostiene en su reelectura posmoderna de Nietzsche.
La reacción de los autores del fin de las ideologías, que discutieron principalmente con los autores del marxismo, obtuvo su respuesta: el fin de las ideologías no era sino una más de las ideologías. Dejando de lado la interesante discusión acerca del fin de la historia en la conceptualización marxista, la respuesta de Poulantzas, por ejemplo, señaló: “las ideologías jurídico-políticas burguesas ocultan su aspecto de clase de un modo particular. Ello lleva un carácter muy notable: esta ocultación se da a través del hecho de que tales ideologías se presentan explícitamente como una ciencia. A pesar de análisis superficiales en este campo, se puede ver que, de hecho, el tema del ´fin de las ideologías´ – expresión actual – es el terreno teórico de todas estas ideologías”. Adorno dice, en el mismo sentido y haciendo referencia a esas “instituciones del socialismo” absorbidas por el capitalismo que serían síntoma y causa de ese fin de la historia: “cuando, tomando como origen el intervencionismo estatal y la planificación del Estado, se dice que el capitalismo tardío ha evitado la anarquía en la producción y, en ese sentido, ya no es capitalismo, se debe contestar que el destino social del individuo sigue siendo tan importante como siempre”.
El devenir de los acontecimientos posteriores a la década del 60 puso en duda algunos de aquellos postulados: el propio estado de bienestar, responsable teórico de haber amalgamado lo mejor del comunismo y el capitalismo construyendo un consenso universal y para siempre, también se derrumbó.
Paradójicamente, a ese derrumbe – acompañado nada menos que por el de la Unión Soviética – no le sobrevino una revalorización de la contingencia sino, más bien, una nueva oleada de fin de la historia cuyo exponente, ahora sí, se cristalizó en Francis Fukuyama y su ya infinitamente citado “El fin de la historia”: “puede que estemos asistiendo al final de la historia como tal: esto es, al punto final de la evolución ideológica del género humano y a la universalización de la democracia liberal occidental como forma de gobierno humano definitiva”.
Hay un dato llamativo pero quizás sintomático en los dos exponentes más reconocidos de las tesis del fin de la historia: tanto Fukuyama como Bell actualizaron y reeditaron sus libros. En ambos casos, para notar que el devenir de los acontecimientos no había sino validado sus hipótesis (hipótesis a esta altura tan resistente a los eventos que se parecen bastante a un dogma) iniciales. Dice Fukuyama, diez años después de su primer libro: “aquellos que intentaron encontrar la falla clave del Fin de la Historia en los acontecimientos políticos y económicos de la década pasada erraban el tiro. No hay nada, como ya he dicho, que haya ocurrido en la política mundial desde el verano de 1989 que invalide el argumento original: la democracia liberal y el mercado hoy en día siguen siendo las únicas alternativas realistas para cualquier sociedad que quiera formar parte del mundo moderno”.
Entonces tenemos unas primeras características comunes a la aparición de teorías del fin de la ideología: en primer lugar, que aparecen luego de algún derrumbe y sobre el terreno más bien de la incertidumbre. En segundo lugar, que suelen proponerse como ideologías tan totalizadoras como aquellas que dicen denunciar. Más: con una operación incluso tan peligrosa como la que señalan. La ideología del fin de las ideologías se niega a sí misma, se presenta como natural allí donde (casi todas) las demás se suponen, al menos, una visión del mundo. La ideología del fin de la historia ni siquiera es liberal: mal podría cualquiera que plantee un orden determinado del mundo como natural y necesario percibirse como liberal.
El derrumbe de los proyectos progresistas en América Latina puede suponer el agotamiento de un modelo económico, político o social determinado. Puede suponer la necesidad de reconfigurar los límites del campo popular o el desafío de construir nuevas formas de representación. Pero cualquiera de esas operaciones que sean necesarias suponen, antes que nada, reconocer el carácter contingente de la política, la paradójica certeza de que lo que hoy es así pudo haber sido de otra manera y probablemente mañana lo sea. “Abandonar” la ideología en pos de un campo de las cosas concretas es el primer movimiento de una dinámica que busca naturalizar algo que es pero que bien podría ser de otra forma. Señalarlo como contingente es un ejercicio que permite historizarlo y reconocerlo como parte de una tradición que está tan lejos de ser lo nuevo como cerca de una vieja historia conservadora.
Imagen: «La trahison des images«, de René Magritte.