Los fenómenos sociales, políticos o económicos nunca son monocausales. Cada actor político busca poner como explicación preponderante aquella de las causas que menos responsabilidad le otorga. Cuando el gobierno elige a la suba de tasas de la FED como la variable que explica por sí el momento económico que atraviesa no miente ni dice la verdad: encuentra en una de esas variables un relato que se adapta a su conveniencia política. Como los gobiernos solían hacer, suelen hacer y posiblemente sigan haciendo durante los próximos siglos.
Incluso sobre esa primera explicación hay quienes podrían ofrecer otras interpretaciones. Virtud también es prepararse para la mala fortuna, sostiene Maquiavelo: “no permanecer inactivo nunca en los tiempos de paz, sino, por el contrario, hacer acopio de enseñanzas para valerse de ellas en la adversidad, a fin de que, si la fortuna cambia, lo halle preparado para resistirle”. Hay quien podría hacer esta interpretación: una suba de la tasa, más que parte de la volatilidad internacional, era un hecho que parecía por lo menos dentro de las posibilidades. La pregunta es qué cosas cambiaron desde que eso apareció como posible para que “la mala fortuna” no nos golpee tanto. Maquiavelo ponía el clásico ejemplo del río que se rebalsa: “y aunque esto sea inevitable, no obsta para que los hombres, en las épocas en que no hay nada que temer, tomen sus precauciones con diques y reparos de manera que si el río crece otra vez, o tenga que deslizarse por un canal o su fuerza no sea tan desenfrenada ni tan perjudicial. Así sucede con la fortuna que se manifiesta con todo su poder allí donde no hay virtud preparada para resistirle”. El mismo hecho podría hacernos preguntar si la política del gobierno hacia la volatilidad internacional fue la de construir diques o la de dejarlos abiertos.
Pero también resulta necesario observar las demás variables que explican el momento. Ese río que aparece desbordado necesita encontrar más causas y una de ellas es la acumulación. La suma de otros momentos, decisiones y discursos que nos trajeron hasta acá. Algunos de ellos queremos listar e invitar a pensar y sumar otros.
Las elecciones de 2017. En octubre pasado el gobierno obtuvo un saldo electoral positivo: aumentó su número de legisladores, ganó en quince provincias y en las cinco más importantes del país. El candidato de la alianza electoral venció en la provincia de Buenos Aires a la ex presidenta Cristina Kirchner. Si alguien ponía en duda la gobernabilidad o la estabilidad del proyecto político, las elecciones dieron un mensaje claro en ese sentido. Esas elecciones comenzaron un ciclo nuevo: más que una ratificación de esos dos primeros años parecieron un punto inicial. La pregunta, entonces, viene a ser: cuánto, qué y cómo cambió el oficialismo luego desde ese día.
El discurso de Macri en el CCK. La respuesta estuvo a la vista apenas cinco días después de las elecciones: el presidente Macri dio lo que Elisa Carrió denominó “su discurso de Parque Norte”. Los lineamientos básicos de un gobierno que entendía que ahora sí podía llevar adelante su agenda, desatándose del peso que le imponía el gradualismo. Resultó un sobregiro en la interpretación del resultado electoral combinado con un nuevo escenario: uno donde el oficialismo era (y es) el ocupante exclusivo del centro del escenario. Con todas las ventajas que eso significa pero también con todas las responsabilidades. Lo que había legitimado hasta entonces el discurso oficial – un otro amenazante que dejó una herencia que había que torcer – dejó de ser tan efectivo (o redujo considerablemente su capacidad exculpatoria).
Se presentó un desafío de cambiar el cambio y el gobierno eligió, entre varias interpretaciones posibles, la que ratificaba lo que su ADN político lo convocaba a hacer. Lo dejó trascender el propio Macri: estoy dispuesto a perder capital político. Y así lo hizo.
Esa lectura dejó algunos datos huérfanos de interpretación: si era cierto que había un respaldo casi hegemónico, ¿cómo podía ser que los opositores más cercanos al oficialismo no hubieran obtenido mejores resultados? ¿Qué estaban reclamando los que votaban una oposición más dura? Y, en segundo lugar, los problemas del “mandato negativo”. Una fuerza política que electoralmente crece cuando logra una fuerte contraposición respecto de otro actor (como es el caso de Cambiemos con el kirchnerismo) tiene a su interior un electorado con demandas divergentes. Un electorado construido al calor de terminar con algo necesita luego ser reconstruido en torno a ejes positivos. Ningún gobierno construye consensos a largo plazo asumiendo como único mandato “no ser el pasado”, como si la política pública pudiera ser solamente un discurso sobre las épocas. La frustración que empieza a aparecer en algunos estudios entre los sentimientos de votantes de Cambiemos puede tener dos patas: una donde efectivamente esos votantes no vean resueltas las promesas del mandato negativo (las cosas con las que “había que terminar”) pero tampoco aparecen muy claros los horizontes del mandato positivo. Marcos Peña dijo en el Coloquio de IDEA de 2017 sobre la victoria de Cambiemos que “muchas veces en la Argentina, hasta las elecciones de 2017, pensaron que era una casualidad, un mandato negativo: ´no había otro, ganaron estos´. Sin embargo, en el mundo se lo mira creo mucho más acertadamente como un proceso de profunda innovación en materia de representación política”. Quizás eso que el mundo comprendió más acertadamente aún sigue generando interpretaciones diversas ya no en la Argentina sino incluso al interior del electorado de Cambiemos.
La reforma previsional. La primera reforma, la tributaria, pudo haber dado la sensación de que nada iba a tener costos. La segunda, la previsional, demostró que los escenarios no son permanentes sino dinámicos. Que pueden cambiar incluso en horas, tal como demostró ese día agitado de la sesión en Diputados. Con una primera movilización entre la mañana y la tarde que culminó con episodios de violencia y un relato casi único sobre lo que había pasado. Pero con una segunda, horas después, despejando dudas sobre lo que parte de la sociedad había querido decir: un cacerolazo pacífico en muchos puntos de la ciudad, en el idioma de la semilla que terminó con Macri en la presidencia de la Nación. Desde entonces, algo cambio. Se rompió, para empezar, el difícil consenso sobre el reparto equitativo de los costos de un ajuste. “La fiesta que había que pagar” la empezaban a pagar los jubilados. Cuando otros sectores todavía no habían arrancado a poner el hombro y ya recibían los beneficios del nuevo modelo.
La conferencia de prensa. Unos días después de sancionada la reforma previsional, el 28 de diciembre, el gobierno decidió modificar las metas de inflación. Lo comunicó en conferencia de prensa con el titular del Banco Central sentado ¿al lado? del jefe de Gabinete. Si en anteriores oportunidades la corrección de una política o de un paso en falso se había leído como parte del estilo del gobierno, de una forma de “ensayo y error” que se contraponía a estilos anteriores, esta vez no alcanzó. No habían cambiado los actores, ni las palabras, ni los colores: había cambiado el espacio y el tiempo. Era ahora el gobierno en el centro del escenario, dos años después de empezar a gobernar. El mensaje fue uno solo pero decía varias cosas: entre ellas, que la política económica se decidía en la Jefatura de Gabinete de Ministros y que la inflación no había sido un tema tan fácil de resolver. El gobierno que había prometido un cambio cultural de “ir siempre con la verdad” arrancaba incumpliendo el corazón de su proyecto económico.
Todos esos factores, sumados a muchos que faltan listar, generaron un nuevo clima. Los aumentos de tarifas, algunos repartidos en cuotas para no recibir el golpe entero durante la campaña 2017, encendieron la chispa de ese nuevo escenario. Un escenario que puso al gobierno en el centro y hacia donde todos dirigen sus demandas y problemas: incluso, los propios miembros de la coalición gobernante. El radicalismo y su exigencia de más espacios de decisión y el “ala política” (como se conoce a cierta parte del gobierno más alejada del entorno del presidente) dejando expuestas ciertas diferencias públicas con algunas estrategias.
Todo con su consiguiente repercusión en el clima de opinión pública. Los ya famosos “cantitos en la cancha” contra la figura presidencial no crearon ningún clima, no fueron una fórmula electoral ni constituyeron una identidad política nueva. Pero entre eso y caracterizarlos como simples enojos contra fallos arbitrales quizás debió haber habido algo. Y, sobre todo, pudieron haber sido una señal de alerta.
El nuevo clima de opinión apareció plasmado en las encuestas. Un año antes, el gobierno de Macri había tomado medidas de ajuste y sus cifras de aprobación se mantuvieron, como sostuvo sorprendido el propio consultor Jaime Durán Barba. El reinicio de nuevas medidas de ese estilo, con el reciente respaldo electoral de las elecciones de medio término, chocó contra algo nuevo que no permitió avanzar en el ritmo ni en el sentido previsto.
Si las señales no terminaban de indicar que algo así podía pasar – por lo menos no indicaban tan claramente que un problema como el que vive el gobierno podía venir de este lugar, donde se supone que el gobierno tiene “su saber” – en cambio sí había alertas en el camino. Alertas que, al menos, ponían al oficialismo en la necesidad de reinventar algunos de sus discursos y ejes, de poner a cambiar el cambio.
Porque desde octubre en adelante no cambiaron los actores, ni los discursos ni los objetivos: cambió el clima. El río de Maquiavelo desbordó por el lugar menos pensado y los diques, lejos de haber sido construidos, se encuentran abiertos al mundo.