Se cumplen 100 días desde la asunción de Nicolás Dujovne al frente del Ministerio de Hacienda. Una evaluación sobre su gestión, prescindiendo de argumentos ad-hominem, permite alumbrar algunos aspectos relevantes sobre el rumbo económico del país.
Ante todo, hay que destacar que los resultados, hasta el momento, no son los esperados por el propio Dujovne. Fue él, por ejemplo, quien sostuvo que el empleo había crecido en el último trimestre de 2016, idea luego desmentida por el INDEC: lo que ocurrió, en rigor, fue que menos personas buscaron empleo. Tampoco se verifican logros en materia fiscal: en el primer bimestre del año, el rojo de las cuentas públicas creció, en términos interanuales, un 56%. Finalmente, el tan mentado fin de la recesión se basa en aislados brotes verdes que no se condicen con el cúmulo de indicadores negativos que se suceden a diario, como, por ejemplo: un año de caída consecutiva de la industria, un consumo que no levanta cabeza, y un rebrote de la inflación que es abordado con más política monetaria restrictiva.
Ante este sombrío panorama, llama la atención la escasez de políticas implementadas por el Ministerio de Hacienda para revertir el ciclo. Una exploración en el Boletín Oficial permite observar que los decretos y resoluciones que llevan la firma de Dujovne obedecen, en su mayoría, a nombramientos ministeriales. A ello se le agregan algunas pocas medidas en materia tributaria, pero que alcanzan a evidenciar el sello regresivo de este gobierno: la prórroga en la suspensión del impuesto al champagne o la reducción de los impuestos para la importación de aparatos y equipos electrónicos. Esta módica enumeración se completa con los acuerdos sectoriales en los que Dujovne tiene participación, y que apuntan, en lo sustancial, a precarizar las condiciones laborales.
Las causas de esta deslucida gestión exceden al funcionario que lidera la cartera económica. Por empezar, el poco activismo de Dujovne se corresponde con la satisfacción que suelen mostrar los funcionarios gubernamentales sobre la marcha de la economía. En palabras del propio Presidente, no hay Plan B. El Plan A, por su parte, se basa en algunas premisas básicas: la inversión es el motor de la economía; para promocionarla, alcanza con generar condiciones de rentabilidad y emitir señales de confianza hacia el mercado; el consumo popular ahoga la inversión; los salarios son un costo más que afecta la competitividad; y la inflación es el gran mal a combatir, con recetas monetaristas.
Estas verdades funcionan como axiomas que no requieren validación empírica. En todo caso, siempre existen factores externos pasibles de ser identificados como los responsables de su incumplimiento. Léase: kirchneristas, movimientos sociales, sindicalistas, científicos, maestros. La lista se va ampliando y puede hacerse extensiva a la sociedad en su conjunto, pues en última instancia, ello es lo que está de fondo cuando el Presidente hace hincapié en la necesidad de un cambio cultural.
En consecuencia, lejos de buscar correcciones, lo que se pretende es profundizar la orientación económica en curso. Asoma entonces, en el horizonte de Dujovne, una reforma fiscal integral y una mayor apertura comercial. Pero por su evidente impacto social, estas medidas se postergan para después de las elecciones. En definitiva, el dogmatismo según el cual “el modelo no se toca, se profundiza”, lo deja en un limbo de inactividad al Ministro Dujovne.
Existe una razón adicional que explica esta opaca performance. Se trata del progresivo declive en el poder y en la influencia de la cartera económica. En campaña, Macri había prometido que su gestión no iba a tener un Super-Ministro de Economía y cumplió. Al asumir en diciembre de 2015, dispuso que el Ministerio de Economía fuera reemplazado por un raquítico Ministerio de Hacienda y Finanzas, que quedó desligado de gran parte de los asuntos productivos y sociales.
La salida de Prat Gay y el nombramiento de Dujovne, además de no alterar la estrategia macroeconómica, supuso profundizar ese sendero institucional, con una nueva poda de funciones: el área de Finanzas pasó a estar en manos del Ministro Luis Caputo. Ante este recorte de facultades, no parece casual la elección de Dujovne: su tarea, al menos por ahora, parece más vinculada con su condición de periodista (trasmitir públicamente optimismo) que con la de economista (formular y ejecutar políticas). En resumidas cuentas, el ya desguazado Ministerio de Economía quedó dividido en un Ministerio de Endeudamiento y un Ministerio de Expectativas.
Los cambios acaecidos resultan, a primera vista, paradójicos. La historia argentina reciente enseña que desde mediados de los años 1970 los programas neoliberales han tenido como correlato un incremento en el poder y en la visibilidad de los responsables de la conducción económica. Domingo Cavallo ha sido, tal vez, el ejemplo más saliente, aunque no el único.
Sin embargo, hay que precisar que, aún en los tiempos de la Convertibilidad, áreas clave del gobierno quedaron reservadas para el “ala política”. Se erigió así, dentro del Estado, una división del trabajo sustentada en la separación de las esferas de la economía y de la política. De esta manera, los economistas no solo pudieron reclamar un ámbito específico de dominio profesional, sino que más tarde, ante el estallido económico y social de 2001, ello les permitió eludir el ejercicio de la autocrítica. En efecto, la interpretación predominante sobre el fracaso de la Convertibilidad fue que los problemas se debieron a factores externos, ajenos al modelo económico: el excesivo gasto público, la corrupción política, las tendencias populistas.
Desde este punto de vista, la entronización de Macri y su equipo de empresarios en el gobierno significa retomar en cierta forma esa línea interpretativa y profundizarla. Si el actual modelo económico se basa en fundamentos sólidos e indiscutibles (los axiomas antes referidos), su éxito depende de que no sea alterado por la irresponsabilidad de la “política”. Nada mejor, entonces, que la entrada masiva al Estado de ex CEOs y funcionarios con experiencia en el sector privado. El propio Presidente, empresario devenido en político, se ofrece de garante para conjurar los males endémicos de la historia argentina y promete no ceder a las tentaciones populistas.
Al trasplantar al Estado lógicas y prácticas del ámbito privado, diversas áreas gubernamentales han quedado bajo la conducción de “funcionarios-gerentes” que tienen autonomía en asuntos específicos, pero que se desentienden de objetivos de gestión más generales. El manejo de las cuestiones económicas, parcializado en los Ministerios de Hacienda, de Finanzas, de Agroindustria, de Energía y Minería, de Producción, de Transporte, de Trabajo, sumado a un activo Banco Central, refleja con claridad esta fragmentación, que afecta gravemente la coherencia colectiva del accionar estatal.
Como se observa, la extinción del Ministerio de Economía no resulta contradictoria con la orientación económica del país. La curiosidad, tal vez, estriba en las condiciones en las que surge este nuevo experimento de propagar por todo el Estado una lógica gerencial.
En ese gran libro de Mariana Heredia, “Cuando los economistas alcanzaron el poder” (2015), se pone en evidencia que fue la alta inflación el factor decisivo para que los economistas asuman, desde mediados de los años 1970, cada vez más importancia en la vida nacional. Al respecto, el alza de precios promedió los tres dígitos por año entre 1975 y 1991, con episodios hiperinflacionarios incluidos. Es en ese contexto que emergen, por ejemplo, los planes anti-inflacionarios de Martínez de Hoz primero y de Cavallo después.
Una de las novedades del macrismo es que el encumbramiento de empresarios en la cúspide del poder político se produjo sin que exista una situación económica previa que lo justifique. Aunque desde 2007 la inflación recobró espacio en la agenda pública, en ningún momento de la etapa kirchnerista llegó a alcanzar los niveles alarmantes de décadas anteriores. Más aún, la sucesión presidencial en 2015 se ha dado sin una crisis económica de por medio. En estas condiciones, el actual nivel de conflictividad social evidencia las dificultades del gobierno para concitar legitimidad en torno a un programa económico recesivo y regresivo. Curiosa paradoja: quizás hoy más que nunca, el macrismo necesita de menos CEOs y de más política.
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