(Esta columna y la foto que la acompañara fueron publicadas en la revista El Estadista.)
Suele marcarse el masivo cacerolazo espontáneo que se produjo el 19 de diciembre de 2001 como el principio del fin del gobierno de Fernando De la Rúa. El 2001 marcó la adición al repertorio de metodologías de protesta sedimentadas en la memoria colectiva del país de una nueva modalidad: el cacerolazo. Los cacerolazos fueron muy repetidos en los meses que siguieron a la renuncia del presidente De la Rúa, cuando clientes se movilizaban hasta los bancos del centro de la ciudad para exigir sus depósitos en dólares. Luego, las cacerolas parecieron guardarse, hasta que salieron otra vez a sonar con el masivo cacerolazo de apoyo a los sectores empresarios agropecuarios durante el conflicto de la llamada Resolución 125. Y, finalmente, hemos vuelto a ver cacerolazos en las dos semanas pasadas, protestando por una amplia agenda de demandas que iban desde rechazar las restricciones a la compra de dólares a otras consignas más amplias como “No a la corrupción” o “Queremos seguridad”.
Por supuesto, ni los reclamos presentados ni las personas que participaron en estos diversos cacerolazos son las mismas. De hecho, lo que se dio en 2001 como un fenómeno que comenzó en los barrios ubicados sobre la Avenida Rivadavia y la zona central de la ciudad parece haber trasladado su centro más hacia el norte, hacia la esquina de Santa Fe y Callao. Este cambio geográfico debe hablar de un cierto cambio en su composición social. Sin embargo, hay una característica que, siendo apenas incipiente en los cacerolazos del 2002, se fue acentuando en los del 2008 hasta hacerse especialmente fuerte en 2012: en los tres, encontramos a sectores de clase media y media-alta de la ciudad de Buenos Aires que deciden tomar el espacio público en momentos en los cuales existe una disputa concreta con respecto a una política pública que afecta intereses económicos sectoriales de un grupo social en particular, pero presentan su demanda (que es en sí completamente válida) en términos que apelan a la totalidad de la comunidad política.
En el año 2002, la consigna “depositamos dólares, queremos dólares” fue tal vez más específica a un cierto sector social, sin embargo, esta especificidad sólo fue decantando en los meses que siguieron al 20 de diciembre del 2001; al inicio, las marchas tenían que ver con la más amplia idea del “Que se vayan todos” y el “piquete y cacerola”. Uno de los grandes éxitos de la coalición que se opuso al proyecto de alza de retenciones del 2008 fue haber logrado dar circulación social a una consigna igualmente amplia como “Todos somos el campo”. Esta operación posibilitó lograr la solidaridad de sectores sociales urbanos que no eran directamente afectados por el aumento de las retenciones. Por su parte, en los cacerolazos de la semana pasada una multiplicidad de consignas que iban desde el rechazo a la corrupción hasta pedidos de mayor seguridad, subsumidas en un igualmente amplio “Devuelvan el país”.
Fue notable en este caso más reciente que la mayoría de las personas que hablaran a los distintos medios para explicar su participación en el cacerolazo se despegaran de lo que a primera vista aparecía como el motivo convocante (las fuerte restricciones para la compra de dólares impuestas por el Poder Ejecutivo) para privilegiar motivos de índole moral o republicana (la corrupción, la inseguridad, etcétera). Esto es notable porque no hay nada malo en protestar en contra de una medida económica o a favor de un interés sectorial concreto; antes bien, gran parte de la teoría de la ciencia política supone que sólo a partir de la enunciación clara y distinta en la esfera política de los diversos intereses y preferencias sectoriales puede darse el proceso democrático por antonomasia, que es la negociación entre partidos políticos que representan clivajes de clase o grupos de interés. Pero eso no sucede aquí. Es obvio que la cuestión aquí no reside en que los sectores que se manifestaron en los cacerolazos deban necesariamente expresar un interés estrictamente sectorial, y tampoco se trata de denunciar que exista ningún tipo de intención de manipular a la opinión pública.
Por una parte, todos los actores sociales y políticos imaginan que su interés particular coincide naturalmente con el interés general de la comunidad toda; por otra parte, en una democracia de masas un reclamo sectorial que no apele de alguna manera a la totalidad es inviable. Pero el relativo descentramiento entre reclamos que son en gran medida sectoriales y un discurso que podemos calificar de populista habla de una característica fascinante de la articulación del campo político argentino actual: si a lo largo del Siglo XX el principal clivaje de la vida política argentina fue populismo/ antipopulismo (encarnado en la disputa entre peronismo y antiperonismo, expresado en sus variantes liberal de derecha y socialdemócrata), en el momento actual el eje articulador del conflicto parece ser la disputa por el populismo mismo. Es decir, la cuestión no parece ser tanto articular el intento de reemplazar el actual populismo kirchnerista por otro modelo de acumulación política que sea más liberal, racional o moderno sino, en todo caso, de dicotomizar el espacio político de un populismo mediante otro movimiento con similares características, pero de signo inverso. Esto tiene consecuencias importantes para pensar tanto la representación política de los sectores de clase media antikirchneristas como el devenir de las instituciones políticas en el país.
No es casualidad que la crisis de la UCR y el ascenso de Mauricio Macri y del PRO tenga que ver con la construcción por parte de este último de una fuerza política que depende fuertemente de un liderazgo personal que viene “de afuera” de la política, que posee un partido político apenas incipiente y que despliega un discurso amplio, vago, descontracturado y fuertemente dependiente de la comunicación directa vía medios masivos de comunicación; es decir, que sea el más populista de los actuales antikirchneristas.
De solidificarse la opción entre un candidato (propio o bendecido) del kirchnerismo y el PRO para 2015, estaríamos viendo así una opción entre dos movimientos con características populistas, uno más de izquierda y uno más de derecha. En el segundo punto, si la superación del populismo kirchnerista sólo puede darse mediante el reemplazo del actual modelo de acumulación política por otro en el cual se relacionen de maneras más directas intereses económicos con clivajes políticos y en el cual no se enmascaren las transferencias de ingresos entre sectores con apelaciones populistas, esto requeriría de un fortalecimiento de la particularización de los intereses y de la conformación de grupos de interés que hablen sólo, por así decirlo, por ellos mismos; ambas cosas, sin embargo, no son discernibles en la realidad argentina actual. ¿Será que, mientras suenen las cacerolas, estaremos condenados al populismo?