Después de 32 años ininterrumpidos de democracia en nuestro país, parece que ha llegado la hora de refundar ciertos principios que, con sus matices y sus claroscuros, han tenido vigencia hasta aquí y que hoy parecen flaquear. El más importante, en mi opinión, tiene que ver con la legitimidad del sistema en sí.
A pesar de haber atravesado desde 1983 numerosas y profundas crisis institucionales (no está de más recordar aquellos primeros tiempos en donde hasta sufrimos intentos de golpes militares o más acá en la historia la semana de los cinco presidentes), el sistema político argentino siempre tuvo la capacidad y la habilidad de sobreponerse y resolver institucionalmente esos desafíos.
Sin embargo, desde hace algunos años comenzamos a observar que una parte de la clase política, algunos formadores de opinión pública y un par de intelectuales -revolviendo viejos manuales de la ciencia política- trajeron al debate público aquella distinción entre «legitimidad de origen» versus «legitimidad de ejercicio». Supuestamente, como el kirchnerismo ganaba elección tras elección (lo cual no deja de ser un recorte forzado, puesto que desde 2003 hasta aquí el oficialismo perdió un par de veces), el énfasis estuvo puesto en denunciar que por la supuesta falta de «respeto institucional» o apego al «Estado de derecho», el gobierno argentino carecía de «legitimidad de ejercicio». Como vemos, la legitimidad de origen -producto de la soberanía popular expresada libremente en los comicios- no estaba puesta en duda.
Bien: eso dejó de ser así al encarar el largo proceso electoral de este 2015 y es el síntoma más preocupante de nuestra actualidad.
Morales Solá lo dice claro en su columna de hoy: «El problema de Manzur será, de todos modos, su legitimidad. Formalmente la elección pudo ser legal, pero las trampas, el fraude, la rebelión popular y la represión cuestionarán su legitimidad… El escándalo de Tucumán, que no ha concluido todavía, podría ser un anticipo de las elecciones nacionales de octubre. ¿O, acaso, no votará el mismo norte argentino, con los mismos vicios que se vieron el domingo? ¿No votará también el mismo conurbano bonaerense, donde el espectáculo preferido ahora por los declinantes barones es el obsceno robo de boletas? Al final de sus años de esplendor, el kirchnerismo se llevará hasta la única certeza política que había entre los argentinos: que gobernaban los verdaderamente elegidos por una mayoría social«.
Ante este estado de cosas, creemos que no se trata -como sucedió hasta aquí- de enfrentar un debate, también de larga data, también profundamente ideológico, de contraponer «institucionalismo» y «soberanía popular». Entre otras cosas, porque nos negamos a observarlos como antagónicos, pero sobre todo porque esa supuesta contradicción apenas puede intentar referirse a la legitimidad de ejercicio cuando es puesta en duda.
Y acá, en nuestro país, está pasando algo mucho más grave. Lo que está en cuestión es la legitimidad de origen. Y no debiéramos, con nuestro trágico pasado, tomar esto livianamente.
Podríamos -porque efectivamente así sucede en cualquier régimen democrático- decir que sostener esta legitimidad de origen es un deber de las minorías. Es decir: vamos a elecciones, equis gana, y zeta que perdió, al reconocer esa derrota, funda o refrenda esa legitimidad. Sí, debiera ser así. O también podemos decir que más allá de los vergonzosos incidentes del domingo pasado en la provincia de Tucumán (que todos conocemos y en los cuales no vamos a adentrarnos), los mismos no llegan a poner en duda el resultado final de la elección. También podríamos.
Pero no alcanza hoy. Y no alcanza porque cuando se pone en duda el fundamento primero del acto democrático, el un hombre un voto, y su transparencia a la hora de contarlos, hay que hacerse cargo. Y hacer lo que haya que hacer para desmontar esas dudas.
La pregunta, entonces, es de quién es esa responsabilidad. Y digo: debe ser responsabilidad de las mayorías democráticas de nuestro país. Y esas mayorías son pluripartidarias, plurisociales y plurisectoriales. Porque me niego a creer que haya algún partido, o alguna clase, o algún sector, que tenga el monopolio del espíritu democrático y muchísimo más me niego a creer que haya una minoría que lo tenga. O sea, es nuestra responsabilidad como ciudadanos defender el sistema. Cuidarlo. Cuidarnos. Y también es nuestra responsabilidad exigir a nuestros políticos, de todos los partidos, que estén a la altura de las circunstancias y nos representen en este sentido. Así como tener muy en claro aquellos políticos que no lo hagan y que solo están dispuestos a aceptar el juego democrático cuando a las elecciones las ganan.
Después veremos el mejor modo de hacerlo. De garantizar los mecanismos o las reformas necesarias para que aquellos que perdieron la confianza en esta legitimidad de origen la recuperen. Pero la única grieta en estos días debiera ser entre los que queremos vivir en democracia y aquellos que están cada vez menos agazapados para destruirla.