Se debate mucho sobre el peronismo en el llano. Se debate mucho sobre el peronismo siempre, bah. Para aportar al debate, van copiados textuales fragmentos del libro “Asalto a la Ilusión”, publicado en 1990 por Joaquín Morales Solá. A mí, estas pinceladas del peronismo de los 80 me sirven para entender que hay procesos que llevan algún tiempo, pero que se desarrollan inexorablemente. Que aparecen liderazgos, que otros desaparecen, que los más pintados hoy pueden no serlo mañana, que el contexto moldea al peronismo tanto como el peronismo moldea al contexto. Y que el futuro no está escrito. Para nadie.
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Un constructor de maquetas políticas colocaría hoy a Cafiero y a Ubaldini más cerca de Alfonsín que de Menem. Tienen la misma simpatía que el líder radical por cierto progresismo político, les gusta protestar como a él por los márgenes cada vez más estrechos de decisión nacional que quedan a los países débiles en un mundo de potentados y odian con su misma fuerza la vertiente conservadora-liberal que orienta la familia Alsogaray. Sin embargo, el dirigente gremial Saúl Ubaldini y el gobernador peronista Antonio Cafiero han sido las expresiones justicialistas que más contribuyeron a pulverizar los planes de expansión política del Presidente radical.
Ubaldini no lo dejó vivir en paz un solo día en su tránsito por el poder. Solo o en sociedad con otros sectores gremiales, le regaló trece paros generales en cinco años y medio de gobierno. Entristeció con una huelga nacional hasta el momento más brillante: los meses siguientes al lanzamiento del plan Austral. Durante mucho tiempo, Ubaldini encarnó la oposición al alfonsinismo reinante, lo combatió con su demoledora oratoria, agitando manifestaciones de obreros y marginale o inmovilizando gran parte de la Argentina.
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Ubaldini fue -y esto le sirvió de mucho- el único dirigente simpático con la gente dirigida y el único que se acordó de los trabajadores expulsados de la producción con cada ajuste de la economía. Estos marginales y los obreros más castigados por los desaciertos económicos conforman su base política. También ha elaborado y reelaborado alianzas con los otros dirigentes, exceptuando gremialistas como Armando Cavalieri y Jorge Triaca, que le son ciertamente intolerables.
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Es posible que Alfonsín haya tomado la decisión de erigirlo en líder de la oposición. De otra manera, no se explicaría la virulencia de su ataque cuando Alfonsín no tenía, como presidente, a nadie con envergadura en la vereda opuesta. Lo despreció en público, casi lo humilló (“llorón”, le gritó aludiendo a su sensiblería) y lo desafió permanentemente a medir fuerzas. Con habilidad, el Presidente se apoyaba en amplios sectores medios de la sociedad (donde él registraba un alto grado de influencia política) para descalificar a Ubaldini: allí desaprobaban sus paros insistentes y la escasez de alternativas que ofrecía. El Presidente capitalizó ese rechazo, hasta que lo rechazaron también a él.
Ubaldini se aferró a la extracción de sus representados y nunca,es cierto, trató de seducir al empresariado ni a la clase media. El Presidente, por su parte, logró asociar su propio nombre a la modernidad en el orbe cambiante, y el de Ubaldini a la vetustez del antiguo pensamiento peronista. Los sectores medios le creyeron. Ubaldini respondió que él expresaba los más pobres y Alfonsín a los más ricos, quienes se habían olvidado de que,en barrios hambrientos y descuidados de las grandes ciudades, los pobres existían. Su base política también le creyó.
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La afirmación de Alfonsín según la cual Cafiero estaba antes “vinculado al fascismo” y luego “evolucionó”, debe considerarse una descripción cargada de intenciones. Pero es cierto que hay un Cafiero anterior a 1983 y otro posterior a ese año crucial. (…) Después de 1983 se peleó con la ortodoxia sindical, creó la renovación peronista para desplazar a los impresentables caudillos justicialistas, cuestionó el exceso de dependencia que exigían los Estados Unidos (sobretodo en materia de deuda externa), repudió a los militares carapintadas cuando su partido navegaba entre los enfrentamientos del Ejército y se colocó a la izquierda de Italo Luder y de Menem, dos dirigentes con los que compitió en épocas diferentes.Nunca quebró su compromiso con la Iglesia Católica.
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Luder y él nunca se llevaron bien: se disputaron siempre el primer lugar en el peronismo. Luder desprecia esa eterna inclinación de Cafiero por la liturgia justicialista y por el discurso nostálgico. Cafiero,por su parte, no se explica la pose gélida y académica de Luder para hablarle a militantes saltarines y bullangueros. Pero han sido congéneres en las luchas políticas: ¿por qué Luder lo abandonó para ungir a un caudillo carente de nivel y de principios? Para Cafiero, Luder -su compañero de ruta- y Miguel -su aliado- lo traicionaron durante ese año caliente de la restauración democrática.
Expulsado de la ortodoxia a la que quiso como un amante no correspondido, se refugió en los brazos de la renovación. Allí descubrió que los dirigentes más jóvenes -Carlos Grosso, Manuel de la Sota y José Luis Manzano- lo buscaban a él y no a otro en el liderazgo de la nueva corriente. Aunque después se vería que no lo quería bien,en ese momento hizo suyo -más por despecho que por confianza- el discurso progresista de esos jóvenes, que anhelaban batir por izquierda al alfonsinismo y contrarrestar así la demoledora acusación de partido fascista que les endilgaba la cultura oficial.
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Desde ya, él no es un izquierdista: ni cree en otra revolución que no sea la del capital bien administrado, ni es ha olvidado de la existencia de los Estados Unidos,ni ha decidido ignorar a Lorenzo Miguel y al aparato gremial de la ortdodoxia. Sólo ha matizado la visión que tenía de ellos y ha condicionado sus adhesiones.
Sus sentimientos con respecto a Alfonsín oscilaron entre la desconfianza y la comprensión; no le faltó cierta admiración por ese político capaz de sacar conejos de una galera inagotable. Alfonsín lo envidió en los meses de la gloria cafierista de 1987 y luego valoró su capacidad para abrazar nuevas causas.
Los dos creen que el destino los encontrará aliados y están seguros de que la Argentina se perdió el mejor espectáculo cuando los mandó a la línea del coro.
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Cuatro años después del empellón electoral de 1983, el peronismo revivió. En el interregno el Presidente radical tuvo un largo tiempo para someterlo a innumerables jugarretas. Usó y abusó de las contradicciones de ese partido, cuestionado entonces en sus incoherencias por vastos sectores sociales. ¿No había sido derrotado precisamente a causa de sus indisimulables contradicciones? La quema del cajón de muertos -con la sigla del radicalismo- en el acto final de campaña peronista (ejecutado por el inefable Herminio Iglesias), había sido sólo el detalle último de un desastre mucho mayor. Detalle de una campaña en la cual, por ejemplo, Luder era el candidato presidencial por el abucheado dirigente gremial Lorenzo Miguel ¿Qué hacía un noble entre tantos villanos? Esta fue seguramente la percepción social cuando llegó el día de la votación.
Lo primero que hizo Alfonsín en el comienzo de su Presidencia fue echar mano a dos figuras que confirmaban la mala imagen peronista: la propia viuda de Perón y el entonces gobernador riojano, Menem. El Presidente y la expresidente tenían una mutua necesidad: ella quería exponerse públicamente para alcanzar una hazaña imposible, su reivindicación histórica; él quería tomarla del brazo para recordar en público que había existido su caótica gestión presidencial y para frenar, de paso, el ímpetu de los dirigentes peronistas que pretendían enterrar el pasado y a su exponente menos simpática.
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Luder fue, entre los dirigentes peronistas, el que más detestó a Alfonsín. Primero, porque el jefe radical lo había vencido y luego porque les colocaba encima (a ellos, a los políticos presentables) a la viuda de Perón. No le perdonó la derrota ni el silencio al que los condenaba.
Sagaz como es, siguió los proyectos alfonsinistas con el olfato y la pertinacia de un sabueso. Fue el primero que llamó a un boicot contra la reforma constitucional que imaginó Alfonsín.
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Pero en los primeros tiempos del gobierno radical, Luder era una voz solitaria, aislada, de un partido que corría entre un desaguisado y otro. Lorenzo Miguel, como vicepresidente ejecutivo del peronismo, no quería abandonar el timón después del fracaso, del que lo culpaban con creciente insistencia.
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Se sucedieron una serie de congresos justicialistas. Primero hubo uno que se reunión en el teatro Odeón y que designó reemplazante de Miguel al entonces gobernador de Santa Fe, José María Vernet, un joven prometedor que se había dejado llevar por la ambición y que se había convertido en el producto de una trenza con el miguelismo. De ese congreso se fueron, cansados de la prepotencia sindical, la mayoría de los delegados provinciales que luego darían forma a la renovación. Ellos hicieron otro congreso en la ciudad termal de Río Hondo, en Santiago del Estero, gobernada por un caudillo férreo, Carlos Juárez. La policía juarista impidió que ingresara a la provincia cualquier delegado de extracción sindical. Los orígenes de la renovación también están manchados.
Durante largos meses sobrevivieron dos conducciones -llamadas “Río Hondo” y “Odeón”-; ambas convertieron en un tercer congreso que se realizó en la capital de La Pampa. Allí, entre malabarismos nocturnos y tejidos diurnos, se hizo de la conducción peronista el viejo mandamás de Catamarca, Vicente Saadi, entonces senador nacional. Enfermo y anciano, usó sus últimos años en mantener con éxito las riendas del partido. No tuvo capacidad ni ganas para elaborar una estrategia eficaz de oposición.
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Fue el primer dirigente peronista que arriesgó fondos propios para financiar la carrera de Carlos Menem, más que nada movido por el profundo rencor hacia cafiero.
No obstante, todo era pura formalidad en el peronismo. Su atomización evidente le proporcionaba al gobierno el paisaje despejado de una oposición sin contendientes, pero al mismo tiempo lo condenaba a carecer de referencias ciertas enters sus oponentes: ningún interlocutor peronista era el peronismo en su conjunto. Saadi sólo podía garantizar la actitud del bloque de Senadores justicialistas. Los diputados nacionales habían hecho su propia hacienda y habían designado sus capataces: el dirigente sindical petrolero Diego Ibáñez, el banquero presuntuoso Diego Guelar y el aún hoy vigente José Luis Manzano. Cada gobernador peronista exigía un trato especial y personal. No había una sola estrategia de partido;: el peronismo no había definido sus líneas políticas .Los discursos en el Parlamento eran una mezcla patética de las líneas que se entrecruzaban desde la derecha y desde la izquierda.
En ese cuadro, Saadi era el mejor. Negociador nato y de una reconocida habilidad, se dedicaba a intercambiar votos en el Senado por favores oficiales aol peronismo.
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En la cámar Alta Alfonsín podía negociar con el peronismo o con el denomiando “Grupo de los Seis”, que integraban los senadores de las tres provincias gobernadas ni por peronistas ni por radicales.
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Entre los entusiastas de la ruptura (de Cafiero en la provincia de Buenos Aires) estaba también Eduardo Duhalde, más tarde vicepresidente de la Nación en el gobierno de Menem y entonces primer aliado importante que Cafiero tuvo en la provincia de Buenos Aires (Duhalde sería también el primer gran aliado de Menem en la provincia, cuando se sintió excluido por el cafierismo). Aspiraba a ser vicegobernador en el 87, pero Cafiero lo desplazó para dar lugar a Luis Macaya, un ex ladero de Herminio Iglesias con imagen de joven culto y democrático. El
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Dueño del distrito peronista bonaerense, Cafiero se hizo nominar candidato a gobernador en 1987; le asestó la derrota a Alfonsín y rompió todas las defensas que Saadi había logrado levantar en torno del cargo del presidente nacional del justicialismo, cargo que implicaba la segura candidatura presidencial para 1989 en elecciones que ya es advertían ventajosas para la oposición.
El momento más incandescente de la gloria cafierista duró apenas ocho meses, hasta que el 9 de julio de 1988, Menem lo derrotó en las elecciones internas para designar candidato presidencial
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(A Cafiero) Una importante corriente de sus asesores le sugirió un frontal enfrentamiento con las políticas oficiales, sobre todo con el programa económico (que tambaleaba) y con el proyecto político de reformar la Constitución, que aún perduraba en la cabeza del Presidente. Pero Cafiero suponía que si sumaba su voz a la intensa campaña psicológica que provenía de los militares rebeldes, dejaría al gobreino de Alfonsín tan despojado como una planta batida por el viento.
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Técnicos económicos del gobierno y del peronismo (estos últimos encabezados por Guido Di Tella) y operadores políticos de ambos partidos (Enrique Nosiglia y Manzano, fundamentalmente) redactaron un acuerdo que hirió el destino de Cafiero. Liderado por el gobernador bonaerense, el peronismo se hizo virtualmente corresponsable de un nuevo paquete de impuestos que afectaba a los intereses de los sectores medios de la sociedad.
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Tarde, Cafiero se dio cuenta: “Nos tiraron a nosotros el costo político de esto (…) El acuerdo por los impuestos lo convirtió en un general desarmado en la contienda con Menem.
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