El domingo primero de julio, 44 años después de la muerte de Juan Domingo Perón en Argentina, la izquierda llegó al poder en México, por primera vez en democracia. Sin desestimar la importancia que tuvo la Revolución Mexicana en términos de redistribución del poder, y específicamente de la propiedad de la tierra, el triunfo de Andrés Manuel López Obrador representa el primer intento por quebrar una hegemonía de más de 7 décadas de la centroderecha, al frente del gobierno de aquel país.
En México, el giro a la izquierda es tardío pero demoledor. A través de un partido político de conformación reciente (Movimiento de Regeneración Nacional), López Obrador obtuvo un 53% de los votos, duplicando el 26% de su inmediato perseguidor, Ricardo Anaya, joven candidato de una coalición partidista que incluye al derechista Acción Nacional y al izquierdista Partido de la Revolución Democrática, en el que militó el candidato vencedor hasta el año 2012.
El triunfo de la izquierda mexicana tiene en López Obrador a su principal protagonista. Líder político y social desde sus épocas universitarias, AMLO renunció al PRI luego de las cuestionadas elecciones de 1988, en las que la “caída del sistema” de cómputos electorales, permitió que el candidato oficialista -Carlos Salinas de Gortari- ganara la elección. Desde ese momento, el “Peje” -como se le conoce popularmente- se enroló en las filas del progresista Partido de la Revolución Democrática, al que representó como Jefe de Gobierno de la Ciudad de México entre 2000 y 2006, año en que se presentó por primera vez como candidato a la Presidencia de la República.
En esas elecciones de 2006 -las segundas de la alternancia democrática iniciada con el gobierno de Vicente Fox en el 2000- AMLO perdió por el 0.57% de los votos. Las múltiples evidencias de campaña sucia en su contra sustentaron las denuncias de fraude electoral y las manifestaciones ciudadanas de resistencia. Si bien en su dictamen, el Tribunal Electoral reconoció la existencia de irregularidades que afectaron la equidad de la competencia, convalidó los resultados y dio por buena la elección. El primer despojo, a la vista de sus seguidores, había sido consumado.
Entre 2006 y 2012 AMLO se dedicó a recorrer el territorio. Lejos de conformar un gabinete en las sombras capaz de controlar el ejercicio de gobierno, López Obrador se propuso conocer mejor el país, analizar las condiciones de vida de la gente, y mantener su presencia social. Sin aspirar a cargos públicos, pero financiado por algunos jefes políticos del PRD, su “campaña permanente” tuvo sus frutos. Avalado por los militantes del partido, fue designado como candidato presidencial en las elecciones de 2012.
Pero ese no sería, todavía, su momento. Las muertes y desapariciones resultantes de la “guerra contra el narco” iniciada por el “panista” Felipe Calderón, y la campaña de miedo de la que AMLO fue víctima desde 2006, derivaron en el regreso del PRI al poder. En 2012, López Obrador fue segundo de Enrique Peña Nieto, candidato del establishment mediático y empresarial, quien ganó las elecciones 38% a 32%. Esa noche, fueron pocos los que imaginaron una tercera oportunidad. Adicionalmente, el programa de reformas impulsado por el nuevo gobierno, y apoyado por distintos actores políticos y sociales (incluyendo al PRD), reflejaban la legitimación del neoliberalismo, y la posibilidad concreta de archivar por mucho tiempo el programa reformista de la izquierda.
La respuesta de López Obrador no se hizo esperar. Renunció al PRD, denunció su alianza con un gobierno neoliberal, y se dispuso a formar su propio movimiento. Desde MORENA, AMLO recorrió nuevamente el país, aumentó su popularidad, obtuvo resultados alentadores en las elecciones intermedias de 2015, y se perfiló como el principal candidato opositor para las elecciones del 18´.
Los escándalos de corrupción, la caída del salario real, y el hartazgo ciudadano frente a los altos niveles de violencia e impunidad, hicieron el resto. Más allá de los tres debates, y de las tradicionales acusaciones de “populista” y de “peligro para México”, la intención de voto hacia AMLO no paró de crecer a lo largo de la campaña. Como si las balas no lo tocaran, cuanto mayores eran las diatribas en su contra, más se fortalecía su imagen entre el electorado. Este fenónemo dice tanto de AMLO como de sus detractores. El “candidato del pueblo” se impuso con holgura con una propuesta simple, basada en la honestidad y en el combate a la corrupción; elemental pero poderosa.
¿Qué esperan los ciudadanos, en general, del primer gobierno de izquierda de la democracia mexicana? En primer lugar, un cambio en la forma de hacer política. Dejar de gobernar en “mesas chicas”, compuestas por elencos estables de legisladores, funcionarios, empresarios encumbrados y sindicalistas, y abrir el debate y la formulación de políticas para la solución de problemas como la inseguridad, la pobreza, la mala calidad de servicios públicos de salud y educación, el cambio climático. No sabemos si va a ocurrir, pero es claramente una de las motivaciones de quienes votaron por el cambio.
En segundo término, y relacionado con este primer punto, quienes votaron por Morena votaron por una reorientación de las políticas públicas, especialmente de aquellas que afectan más directamente el bienestar y la convivencia social. De acuerdo con las propuestas de campañas de López Obrador, las tres propuestas más significativas son: reemplazar la estrategia fallida de combate al narcotráfico por un proceso de reconciliación y justicia; modificar la estructura y orientación del gasto público, a favor de mayores oportunidades educativas y laborales para sectores más desfavorecidos; y finalmente, promover una estrategia de desarrollo económico basada en la recuperación del mercado interno, y cierta sustitución de importaciones, alimenticias y energéticas principalmente.
Con mayoría en ambas cámaras del Congreso, y a pocos senadores y diputados de los dos tercios que le permitan llevar adelante Reformas Constitucionales, López Obrador se perfila como un presidente con margen de maniobra, al menos internamente. Sus discursos, sin embargo, no parecen ser propios de un reformista radical. Sus primeros actos como candidato vencedor fueron una reunión con el Presidente Peña Nieto para asegurar una transición ordenada, y un acuerdo con los empresarios para financiar programas de primer empleo a jóvenes. A ello siguieron designaciones de cuadros técnicos reputados en las áreas de Hacienda y Relaciones Exteriores. Su carisma es enorme, y las expectativas de cambio profundas, pero AMLO es un político pragmático. Difícilmente sacrificará gobernabilidad a favor de reformas redistributivas de amplio alcance. En sociedades desiguales, la democracia enfrenta un dilema insoluble, y México no es la excepción. Cambios radicales exigen acuerdos amplios, y cuando estos no se logran, los gobiernos pueden detener la marcha y negociar, o pisar el acelerador y radicalizar la agenda, aumentando el riesgo de desestabilización, inestabilidad, y quiebre (Pérez Liñán y Mainwaring, 2014).
Consciente del famoso “trilema” de Dani Rodrik, según el cual el desafío de los Estados Nación en el capitalismo del siglo XXI tiene que ver con 1. el fortalecimiento de la democracia, 2. el resguardo de la soberanía nacional y 3. la definción de la inserción en la economía internacional, López Obrador ha demostrado en sus primeras decisiones que la cuadratura del círculo es difícil. En ese sentido, sería aventurado predecir cuál de estos tres elementos será el más sacrificado en cada uno de los ámbitos de política pública. En un país donde la macrocriminalidad gobierna porciones significativas del territorio, y cuyos acuerdos comerciales internacionales son múltiples, los constreñimientos sobre el proceso de toma de decisiones son gigantescos. Está claro es que muchas expectativas serán decepcionadas, pero algunas otras –quizás menos- podrán ser cumplidas.
Los cambios más radicales de su gobierno se darán más probablemente en las formas de gobernar (reducir la simulación, castigar la corrupción y reducir la impunidad) que en una fuerte reorientación de las políticas neoliberales. Si su perfil es el de Mujica (campechano, cercano a la gente, crítico de la ostentación), su programa se acerca más al del primer Lula. Contradiciendo las editoriales más apocalípticas de la intelectualidad liberal mexicana, López Obrador está más cerca de los conductores prudentes, que de los suicidas. Aunque es prematuro evaluarlo, al menos en México, el Socialismo del Siglo XXI tendrá que esperar.
Un buen análisis, recomendable