Acompáñenme a ver esta triste historia, de la que adelantaré mi impresión final. El objetivo del Gobierno en materia de reforma política ha sido implementar un sistema que incluya el voto electrónico y el financiamiento de las campañas por parte de las grandes empresas, intentando acumular así una enorme cantidad de poder y discrecionalidad en el manejo de las elecciones.
Al control de los tres mayores presupuestos públicos (Nación, Provincia y Ciudad), siendo el partido que más vínculo tiene con las cúpulas empresarias en la historia reciente democrática, el macrismo sumaría recursos para destinar por distintas vías -y legales- a la política. Además, al agregar opacidad al sistema de emisión de voto con las sorprendentes máquinas de sufragar, el objetivo subyacente de este enfoque parece ser pasar de un sistema en el que la cancha siempre suele estar un poco “inclinada” a favor de los oficialismos en materia electoral, a una cancha mucho más cerrada en cuanto a la competencia.
Si a este panorama le agregáramos la eliminación de las elecciones de medio término, como varios altos funcionarios e intelectuales orgánicos de la derecha salieron a esgrimir apenas como idea en el ámbito público el año pasado, el cuadro terminaría de tomar un color muy nítido. El voto optativo que rige en países como Chile podría ser en el mediano plazo apenas una frutilla del postre.
El 26 de junio de 2016, el presidente Mauricio Macri presentó el paquete de proyectos de ley de Reforma Política impulsado por su administración. La intención declarada era la de plantear “un sistema electoral transparente y equitativo” que apunte a «simplificar, transparentar y modernizar» el sistema político.
Al proponer un radical cambio en la forma en la que los argentinos concurrimos a las urnas -probablemente el mayor en cien años-, Macri se ubica como Presidente en un lugar esperable y a la vez paradojal.
Paradojal porque el macrismo cultiva un discurso “republicano”, que mira y pone como ejemplo cómo se hacen las cosas en los países desarrollados. En general, como nos enseñan María Victoria Murillo y Steven Levitsky, en esos países el cambio institucional suele ser continuo y gradual (las instituciones van variando en pequeños aspectos, en general periféricos y lo hacen muy de a poco) o poco frecuente y radical (las instituciones permanecen intactas durante un largo tiempo hasta que en un momento son modificadas de manera ‘revolucionaria’, lo que genera nuevas instituciones que se mantienen a su vez por mucho tiempo).
Los autores recuerdan que, según Arend Lijphart, “una de las generalizaciones mejor conocidas acerca de las reglas electorales es que tienden a ser estables” mientras que Dieter Nohlen ha sostenido que los cambios importantes en los sistemas electorales “son raros y solo surgen en circunstancias históricas extraordinarias”.
Lo que hace Macri es entonces esperable. Latinoamericano, sudamericano al fin, el cambio institucional que promueve el Presidente sigue en este caso el patrón de sus antecesores: es un cambio frecuente y radical, de “reemplazo constante”. En nuestros países y también en la Argentina, la legislación electoral es uno de los terrenos más fértiles para esta modalidad de modificación de las instituciones.
Entre 1983 y 2003, las 24 provincias argentinas llevaron a cabo nada menos que 34 reformas electorales, según un estudio de Calvo y Micozzi, de 2005. El que está en el poder suele impulsar cambios en la normativa o en las prácticas electorales. Candidaturas “testimoniales” y Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) fueron algunas de las que tuvieron lugar durante los años kirchneristas.
Macri, líder del partido más nuevo del país, a poco de asumir promovió la reforma más radical en 100 años. Por un lado, impulsó -sin éxito- la instauración del voto electrónico. La oposición frenó la reforma en el Senado, justamente 2016, el año en el que esta forma de sufragar empezó a quedar más desacreditada en el mundo, por los fuertes debates que suscitó en el marco de la elección de Donald Trump como Presidente. Desde entonces, esta “forma moderna” de votar ha quedado vieja.
Por ejemplo, Holanda, que ya había abandonado el voto electrónico en 2006, decidió en 2017 dejar de usar computadoras incluso para contar los votos por temor a posibles interferencias extranjeras. Francia prohibió seguir usando el sistema de voto electrónico que regía para sus ciudadanos en el extranjero. Las recientes elecciones alemana e italiana volvieron a realizarse totalmente en papel.
Y en la Argentina también “pasaron cosas” desde que fracasó la ley de voto electrónico. Se dio a conocer un informe del Conicet solicitado por el Ministerio del Interior que recomendó «no implementar» el sistema de voto electrónico en el país ni «en el corto ni mediano plazo».
Y también respetados politólogos y organizaciones no gubernamentales dedicados a la transparencia electoral le pidieron al presidente Macri una reforma que consagre utilización de la boleta única papel.
En ese contexto, se concretaron algunos cambios menores incluidos en el paquete inicial de reforma, como la obligatoriedad de realizar debates presidenciales. Por otra parte, la fuerza de las mujeres en el Congreso convirtió en ley la paridad de género en las listas, elemento que no estaba previsto por el Ejecutivo.
El tema que ahora ocupa los diarios, la cuestión de la reforma en el financiamiento de las campañas se pospuso por dos motivos. El primero fue que los empresarios, que son la masa crítica detrás de la iniciativa oficial, recién en 2018 parecieron llegaron a un consenso y dieron la cara para apuntalar la idea.
En abril de este año, la vicepresidenta Gabriela Michetti recibió en la Casa Rosada al llamado Grupo de Integridad y Transparencia de la Fundación Red de Acción Política (RAP), que presentó al Gobierno “un documento con los consensos básicos alcanzados en materia de financiamiento de la política”.
Además del presidente de Farmacity, Alejandro Gorodisch, y otros hombres fuertes del sector privado, avalaron la iniciativa el presidente provisional del Senado, Federico Pinedo (PRO); los diputados Martín Larryora (Córdoba Federal) y Luis Petri (UCR); la exdiputada Alicia Ciciliani (Partido Socialista).
Si usted llegó hasta aquí en la nota, se imaginará lo que mencionamos al principio. El objetivo principal de reformar la ley que rige el financiamiento de las campañas siempre fue permitir el aporte de las grandes empresas. La idea de prohibir los aportes en efectivo, súbita preocupación del oficialismo luego de que la última campaña del macrismo bonaerense fuera pagada masivamente por aportes en billetes realizados por centenares de aportantes fantasma, como reveló la investigación del periodista Juan Amorín, se parece más bien a un chupetín para niños no muy informados.
Que, luego del escándalo de Odebrecht, la tendencia reciente en América Latina sea justamente la de prohibir los aportes privados de las campañas poco importa al “modernismo” del PRO.
Tampoco lo es el hecho de que el escándalo de financiamiento de campañas más reciente, el que se desató en Gran Bretaña a partir de la elección por el Brexit aporta un elemento adicional para el debate: cuando se habilitan los aportes empresarios, siempre se lo hace con algún tipo de límite, como figura en el proyecto del Ejecutivo argentino.
El problema es que la experiencia muestra que esos límites siempre tienden, legal o ilegalmente a ser removidos. En Estados Unidos, como se sabe, la corte suprema determinó que fijar un límite a los aportes es coartar la libertad de expresión. Y en el Reino Unido, una hábil maniobra permitió que la campaña a favor de la salida del país de la Unión Europea pudiera contar con muchos más recursos privados que los que permite la ley.
Se trata de ejemplos y marcos conceptuales que seguramente nuestros legisladores podrán analizar en detalle al momento de tratar este proyecto, en medio de una fuerte crisis económica y antes de que comience la campaña electoral del año próximo.