En este blog hemos argumentado que:
- Los principales rasgos del gobierno de Mauricio Macri permiten emparentarlo con una tradición de derecha “clásica” en la Argentina, en la que las palabras “normalización”, “modernización” y “roles tecnocráticos” son claves. Según esta mirada, no se trata tanto de ver si el Estado “se agranda o se achica” sino de qué manera se vincula en primer lugar y de manera principal con los intereses de “la estructura productiva oligopólica de la que surgen sus principales portavoces”.
- Hay algo en la historia, el origen, la impronta del Presidente de la Nación, un playboy internacional, que debe tomarse en cuenta para “leer” no pocas acciones y omisiones de su administración.
- Hay una vocación refundacional en el gobierno de Macri.
Quiero hacer más hincapié en esta oportunidad en la cuestión de cómo se piensan y se plantea una redefinición de las jerarquías sociales en el proyecto del gobierno. Creo que es ahí donde se juega la posibilidad del oficialismo de hacer más sólido, más estable y más profundo el despliegue de su agenda.
Sabemos, una vez más por palabras de Guillermo O’Donnell, que “la Argentina post-1930, con su secuela de fábricas, ricachones de extraños apellidos, sindicatos, pleno empleo, ‘demagogos’ y -condensando todo eso- el peronismo” generó una dinámica particular de las jerarquías sociales que la última dictadura militar buscó mediante el terror represivo modificar, pero que no fue del todo borrada.
En la Argentina, un país en el que los porteros y los mozos son trabajadores, no sirvientes, no siempre -o casi nunca- mandan los que deberían mandar. En este país, como dijo Alfonso Prat-Gay «cada 10 años nos dejamos cooptar por un caudillo que viene del norte, del sur, no importa de dónde viene, pero de provincias de muy pocos habitantes, con un curriculum prácticamente desconocido».
En otros países de América Latina esto no tiene la misma dinámica. En los países vecinos, una persona que cuenta con un título de Doctorado suele tener la vida resuelta y, quizás, hasta críe caballos para realizar hipismo los fines de semana. Recuerdo que una asesora de la Presidencia de un país sudamericano me comentaba que el ministro de Educación de aquel gobierno era un joven educado en Harvard y que no dudaba durante las reuniones de Gabinete en decirle al Presidente -que no se caracterizaba por su trayectoria académica-, levantando su dedo índice y algo la voz, qué era lo que tenía que hacer como jefe de Estado.
Cuando se repasa el elenco de gobierno de Macri se verá con rapidez que tanto el Presidente como la mayoría de los ministros tienen el acento que sólo adquieren algunos de quienes nacieron, como el autor de esta nota, en ciertos barrios del Norte de la Capital y del Gran Buenos Aires. En este Gabinete con dos ministros de apellido Bullrich, cada vez se escucha más que los funcionarios y hasta empleados públicos de rango inferior son seleccionados con ciertos criterios novedosos y restrictivos. La Universidad de Buenos Aires, las del conurbano y FLACSO comienzan a estar mal miradas en las trayectorias académicas. No pocos militantes de la coalición Cambiemos reevalúan sus pergaminos de capacitación y pasan a anotarse en algún curso de posgrado de la Universidad Torcuato Di Tella o San Andrés, para aspirar con menos sobresaltos a algún cobijo estatal.
¿Por qué remarco esto? Porque creo que es en algunas de estas escenas donde se juega la suerte política del Gobierno. Si el actual oficialismo puede convencer a una mayoría de argentinos -o apenas a un 45%- de que es necesaria y deseable una redefinición de las jerarquías sociales y políticas en la Argentina, su proyecto estará corriendo sobre bases firmes. El futuro mediato e inmediato del Gobierno estará marcado por el hecho de si puede instalar y lograr que se internalice la idea de que es “natural” que “manden los que tienen que mandar”. De algún modo, así como entre 2007 y 2015 logró vender la noción de que “Mauricio no va a robar porque ya tiene plata”. Se trata de un proyecto en el que esa mayoría considere que debe haber “más distancia” social que la que hubo hasta ahora entre gobernantes y gobernados. ¿Un abogado de Chascomús? ¿Un caudillo riojano? ¿Un abogado brillante, medalla de honor? ¿Un ambicioso abogado patagónico recibido en la Universidad de La Plata o su esposa, colega y compañera? Nada de eso. Que manden los que “saben”. Los que fueron criados para eso. Los que hablen el “mismo idioma” que sus contrapartes en el cargo correspondiente de Estados Unidos o Europa.
Que esta no es una tarea para cualquiera queda más que claro. Cuando le comentaba estas ideas hace poco a un historiador me decía: “pero eso es dar vuelta los últimos cien años en la Argentina…”. En efecto.
En ese contexto, el actual “plan B” del Gobierno de “endurecerse y golpear la mesa” -el soñador plan “A” por supuesto era estar alto en las encuestas y seguir mostrando niñitas, huertitas y perritos- puede beneficiarlo en el corto plazo. Siempre es bueno para un presidente argentino plantar una bandera en algún lado, antes de que se lo lleve el viento fuerte de la opinión pública. La duda es si un presidente que pasó de atacar a “los K” pero ahora ataca a “todos los peronistas” tiene una base lo suficientemente ancha para hacer pie.
Es en ese punto en el que ingresa nuestra hipótesis. El proyecto refundacional del Gobierno requiere solidificar esta idea de que su presencia en la Rosada no sólo es un accidente surgido de la alternancia democrática sino que es lo que debe ocurrir de aquí en más: que quienes deben mandar son los que más tienen. Que la distancia social entre gobernantes y gobernados debe ampliarse. No sólo se trata de más “orden”. Eduardo Duhalde, el bañero de Lomas, podía proveer más orden. Este es un “nuevo” orden.
La potencial ganancia para este gobierno que cuenta con todos los “fierros mediáticos” -los de la tele, los de Comodoro Py y los de las sombras de los servicios- es enorme. Los riesgos, también. ¿Para consolidar esa “nueva” mayoría, va a enemistarse un amplio sector social? ¿Esa otra “mitad”, se parece más a la idea que tenemos de “pueblo”?
El Capítulo IX de El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, es de lo más claro que uno pueda leer sobre este dilema. Cito una versión que no parece la mejor pero sirve al efecto del argumento. Se sabe, llegar al frente del Principado Civil requiere o bien el favor de “los grandes” o el del “pueblo”. El terreno está marcado. “En toda ciudad existen dos inclinaciones diversas, una de las cuales proviene de que el pueblo desea no ser dominado y oprimido por los grandes, y la otra de que los grandes desean dominar y oprimir al pueblo”. Así, no es difícil ganarse el favor del pueblo. Es que éste no pide mucho: “los grandes quieren oprimir, el pueblo sólo quiere no ser oprimido”. El problema, y serio, surgirá si el príncipe se enemista con el pueblo. Esto es “lo peor” que puede ocurrirle.
“Lo peor que el príncipe puede temer de un pueblo que no le ama, es ser abandonado por él”, nos dice Maquiavelo. Hay más en esta hoja de ruta: “Un ciudadano llegado a príncipe por el favor del pueblo ha de tender a conservar su afecto, lo cual es fácil, ya que el pueblo pide únicamente no ser oprimido. Pero el que llegó a ser príncipe con el auxilio de los grandes y contra el voto del pueblo, ha de procurar conciliárselo, tomándolo bajo su protección. Cuando los hombres reciben bien de quien no esperan más que mal, se apoyan más y más en él. Así, el pueblo sometido por un príncipe nuevo, que se erige en bienhechor suyo, le toma más afecto que si él mismo, por benevolencia, le hubiera elevado a la soberanía”.
Maquiavelo no da una receta para ganarse el favor del pueblo -”me es imposible formular una regla fija y cierta sobre el asunto”- pero advierte: “me limito a insistir en que es necesario que el príncipe posea el afecto del pueblo, sin lo cual carecerá de apoyo en la adversidad”.
Fundar un nuevo orden puede bien ser una tarea posible para un gobernante. Meterse con el pueblo, en cambio, no es joda.