Por Nicolás Freibrun. Politólogo y docente.
Es difícil ser intelectual, Blanchot
Se sabe: situar a los intelectuales siempre ha sido una tarea incómoda. No hay debate sobre la historia de las ideas y de los intelectuales que no se haya visto arrastrado por esta interminable discusión, sabiendo incluso de antemano esa tarea imposible. Para situarnos históricamente, registremos el nacimiento de los intelectuales hacia finales del siglo XIX, nacimiento que ha sido motivo de injurias y descalificaciones y que ya lo ve nacer como un nombre maldito (¿qué hace un intelectual? ¿en nombre de quién hace lo que hace? ¿qué legitimidad porta?). El pecado de origen es producto de una pretensión por decir la verdad; más aún, de crearla. Reconocerse como intelectual es el resultado de una posición, de un movimiento subjetivo que pretende decir algo sobre el orden social porque existe la sospecha de que ese mismo orden está dislocado e incluso desquiciado; que es injusto.
Más allá de que cada época cobija sus propios problemas a resolver, hay que entender al intelectual y a lo intelectual como una posición a conquistar, una articulación que debe producir un nuevo sentido allí donde no había nada o donde había otra cosa. Su punto de partida y mito fundante fue el caso del capitán Dreyfus en Francia. Acusado a la sazón de ser espía del enemigo alemán y de traidor a la patria, la injusticia que se le hizo fue la causa que puso del mismo lado a un grupo de figuras representativas de un campo intelectual en ciernes, como Emile Zolá, Jean Jaurès y Emile Durkheim, y que tuvo en el antisemitismo uno de sus ejes para la movilización. Estos hombres de letras (en su sentido más amplio) entendieron algo fundamental y que vale para todas las épocas: la injusticia no es solamente un problema de mecanismo procedimental, juridicista, sino la peligrosa ruptura del sentido de vida compartido que funda a la democracia.
Pero al ingresar a la arena política y denunciar las injusticias que rigen a la sociedad, los intelectuales realizan una operación de articulación entre la palabra (el terreno de las ideologías, los discursos y las teorías) y la política (la existencia de un tipo de orden). Si no se produjese esa relación la existencia de los intelectuales sería sin sentido, pues es parte de su tarea reponer lo que se presenta escindido, para producir algo más, un plus. Por lo demás, no hay una posición intelectual invariable, sino que existen diversas formas de aparición en contextos específicos. La historia y la literatura lo verifican: consejeros del Príncipe, críticos del poder, moralistas, resistentes a la cultura dominante e incluso parias y outsiders, todos pusieron en juego esa articulación.
En el presente, asistimos a un tipo de ejercicio del saber que de modo creciente se ve dominado por las figuras del especialista y del experto, aferradas a las exigencias que impone la híper-especialización, la fragmentación de los saberes y los condicionantes institucionales de la reproducción material. Toda elaboración parece destinada a sobre interpretar un problema ya existente, como si pudiera multiplicárselo al infinito. Esta realidad es de larga duración y en cierto modo irreversible, pero es precisamente por ello que abre la posibilidad de preguntarnos por la situación intelectual contemporánea, en vistas a reponer las condiciones de una posición más universal que habilite a crear nuevas legitimidades de intervención.
¿Qué queda de los intelectuales en un campo especializado que produce saberes cada vez más específicos, compartimentos estancos donde la burocracia de las instituciones del saber y la producción académica de papers son la forma dominante de creación? ¿Cómo constituir lo intelectual –que es un saber individual y colectivo- frente a las injusticias de nuestro orden político presente? ¿Cómo restablecer esa relación entre palabra y política que produzca lazos de socialización que traspasen el umbral de la expertise?
Si algunas de las ideas que alumbraron al intelectual moderno fueron las del compromiso y la crítica, también fue una apuesta que siempre había estado en tensión con otras formas posibles de decir lo intelectual y de asumirlo. No importa que se supiera de antemano que había que lidiar con las tensiones propias de la vida moderna, con el mercado, la opinión pública o las instituciones del saber, porque ya el mismo compromiso suponía un gesto y fijaba una posición. Estar atento a esas experiencias del pasado puede impulsar a restituir algo de ese espíritu y salir de la soledad creadora, en un momento de la democracia donde la injusticia generalizada pretende hacerse sentido común.