El domingo 19 de noviembre, Hugo Alconada Mon publicó en el diario La Nación una atípica -en el sentido más virtuoso de la palabra- radiografía de los tribunales federales de Comodoro Py en la cual exponía las principales falencias del sistema de justicia, fundamentalmente en los delitos contra la administración pública. En un momento, Alconada Mon evocó la investigación Lava Jato como un proceso virtuoso en la búsqueda de impartir justicia. Esa reflexión nos generó algunas ideas que esperamos sirvan de complemento para intentar buscar algunas respuestas sobre el poder del Estado más cuestionado.
Responsabilizar al sistema de derechos y garantías que rigen nuestro sistema de enjuiciamiento de la ineficacia de la Justicia es, entendemos, un error. Podría decirse que nuestro sistema de enjuiciamiento actual es de tendencia autoritaria – como cualquier institución que pretenda aplicar poder punitivo -, tiene serios problemas de garantías – entre otros el descalabro normativo sufrido por las sucesivas modificaciones como las llamadas leyes Blumberg- y se percibe, a todas luces, ineficaz.
Para lograr la eficacia que tanto se reclama en los procesos judiciales – en particular penales – es necesario adoptar formas modernas de enjuiciamiento, donde a diferencia de lo que sucede hoy en día, el fiscal sea quien investigue y el juez se limite a juzgar aquello que le sea presentado por las partes. Definir la distancia entre estos roles resulta esencial e implica facilitar normativamente el ejercicio de un rol público imparcial y equidistante como se reclama. Lo mismo sucede con el proceso de agilización del trámite de los expedientes y la oralidad en el sistema. Eso nos acercaría al modelo constitucional de proceso acusatorio y con participación ciudadana. Cuando la forma de dominación deja de ser la ley, priman las relaciones personales y las tendencias autoritarias; todo acto de incumplimiento de la ley es en el fondo antidemocrático.
Los modelos procesales se corresponden con modelos políticos. Que no podamos tener un enjuiciamiento acusatorio habla mucho de nuestra debilitada democracia. La falta de independencia se vincula esencialmente con un tipo de composición y una forma de reclutamiento de las estructuras judiciales. El ingreso a través de contactos y la idea de familia judicial construye sujetos acostumbrados a que su carrera dependa más de las relaciones personales y el intercambio de dones que del mérito. Son sujetos permeables al dar-recibir-devolver. Por eso se suele escuchar “tal es mío” o “el otro es de aquél”. Los concursos para magistrados procuran solucionar eso. El problema es que en un Estado que se rige por la desorganización y el fraude a la ley abundan las trampas. Además, en ciertos espacios prevalecen los actores que nunca concursaron –por ejemplo, de las 12 fiscalías de Comodoro Py, sólo cinco están ocupadas por fiscales concursados-, con nombramientos que llevan ya varias décadas y, lógicamente, se comportan de modo refractario a los cambios.
La transparencia y legalidad de los procesos de remoción también hacen a la independencia. Las permanentes amenazas, en el mejor de los casos generan miedo y, en el peor, sumisión. La incidencia de los medios es, también, un eje a abordar. Cuando un juez o fiscal decide jugar el partido de los medios abandona el del expediente: más que esforzarse en producir prueba o respetar las normas procesales, el magistrado va a esforzarse por convencer frente a un micrófono o una cámara. Las leyes pasan a un segundo plano y son desplazadas por el “sentido común”. No deberíamos esperar, de alguien que haya hecho esta elección, que decida conforme a derecho si teme salir dañado en los medios de comunicación. La transparencia y la participación ciudadana, por ejemplo, a través de la inmediata incorporación de los juicios por jurados, puede ser una herramienta atendible. Cuando los representantes fallan, la democracia debe volver a sus orígenes: el Pueblo.