Del 83 para acá, las del año pasado fueron las primeras elecciones presidenciales peleadas en Argentina. Alguien podría citar 2003, pero aquella paridad era ilusoria. Menem perdía en segunda vuelta con cualquiera, y fue una aventura de su entusiasmo vislumbrar un éxito en la primera.
Sin embargo, el ajustado equilibrio electoral de 2015 no emergió en la conversación pública o la discusión mediática hasta la noche del 25 de octubre, cuando ya se había desatado el huracán Vidal y evidenciado el retroceso del Frente para la Victoria, que pasó de casi el 39% en Primarias, al 37 en las Generales. Hasta aquel momento, el oraculismo preponderante daba ganada la elección a Daniel Scioli.
Paradójicamente, hacía ya varios años que todos los estudios de opinión pública reflejaban una ventaja del deseo de cambio por sobre el de continuidad. Por algún motivo, estos datos no formaron parte de los análisis. Exceso de pensamiento mágico y autoconfianza peronista. Seguiré creyendo más en las encuestas que en el deseo.
La subestimación del escenario fue un lastre difícil de sobrellevar y condujo a tropiezos. Así como en el primer tramo de la campaña se cometieron grandes errores de tecnología electoral (ver acá), el resultado final no debería borrar los aciertos (que los hubo) de la estrategia perdedora. Después de todo, también se cometen errores en el bando victorioso. Sólo que el que gana suele estar demasiado ocupado gobernando como para dedicar tiempo a revisarlos.
De la primera vuelta en adelante la expectativa se invirtió: desde el Frente para la Victoria nos vimos obligados a romper la inercia discursiva, resolvimos una campaña de contraste –del miedo, para los sensibles-, Scioli rompió el techo del 39% para acercarse al 49, y el margen final terminó siendo de dos puntos y medio.
La sociedad y sus demandas no habían cambiado. Las opciones, sólo en parte. Sin embargo, entre el 25 de octubre y el 22 de noviembre 3 millones de votantes que habían elegido un opositor votaron al oficialismo.
Sin voluntad de establecer causalidades directas, los siguientes aspectos organizativos, discursivos y de posicionamiento cambiaron en el funcionamiento de la campaña durante esos 28 días:
Se concentró la conducción estratégica. Hasta entonces, la línea política había sido sometida a la consideración del amplio espectro de dirigentes que respaldaba la candidatura de Scioli, desde el kirchnerismo más fervoroso de legisladores y altos funcionarios nacionales, hasta el peronismo federal más conservador de gobernadores e intendentes. Habían predominado gurúes y estrategas sobre equipos y mariscales de campo. El resultado, mesas de arena que no lograron bajar sus diseños ni al territorio ni al campo comunicacional. En el último tramo, en cambio, el candidato tomó un control absoluto de su campaña, y la ejecución de los lineamientos estratégicos dejó de someterse al escrutinio interno. De no haber sido así, el mensaje de contraste (miedo) hubiera sido imposible de implementar, cuando las acusaciones de campaña sucia alteraban los nervios no sólo de adversarios sino también de compañeros.
Se simplificó y ordenó la propuesta política. Durante gran parte del año habíamos evitado definiciones explícitas sobre el modelo. Eludíamos la retórica kirchnerista ortodoxa para no ahuyentar a los votantes más críticos, pero tampoco abordábamos con claridad la agenda de demandas o asignaturas pendientes, por temor a confrontar con nuestro propio gobierno.Hasta la Segunda Vuelta varios actores pretendieron que el candidato del oficialismo fuera un opositor bueno. Para que no se note, se incurrió en una ambigüedad discursiva que pivoteaba entre ser a la vez cambio y continuidad, a partir de un concepto, el desarrollo. Distante como era a un sentimiento verbalizable por la mayoría de los votantes, se intentó asociar esa palabra a un tardío despliegue de propuestas concretas: créditos hipotecarios, reducción del IVA a jubilados, combatir la inflación, recuperar los trenes de carga.Del otro lado, la sencillez del mensaje abrumaba: cambiemos de gobierno. En el último tramo, logramos limpiar el ruido interno que quitaba coherencia y unicidad al mensaje. La propuesta pasó a ser simple y concisa: no volver al pasado. Superados ya los tiempos para encarar grandes producciones publicitarias se encararon piezas simples, incluso copiadas íntegramente de otras elecciones de la región. El discurso le ganó a la creatividad. A pesar de la falta de ingenio, la nueva campaña logró romper el automatismo perceptivo de una importante porción del electorado que desde agosto parecía totalmente impermeable a lo que el candidato oficialista tenía para decirle.
Se rompió la inercia discursiva. Las PASO habían dejado a Sergio Massa en un cómodo tercer lugar. Se había creído equivocadamente que el 20% obtenido por UNA estaba condenado a diluirse en la Primera Vuelta, una vez que el electorado hubiera asumido que las opciones viables se habían reducido a dos. La polarización no ocurrió, Massa retuvo y amplió por un punto su base electoral, y hasta la segunda vuelta los votantes no sintieron la necesidad de revisar dialécticamente sus favoritismos: siguieron optando entre todos los oferentes. La campaña de contraste ya mencionada, basada en atacar el concepto de cambio identificándolo a un retroceso fue el primer intento proactivo de beneficiarse de la polarización social preexistente y que mostraba que las preferencias estaban divididas casi en mitades. Participar del debate era deseable no sólo por el axioma que dice que el de abajo debe pedirlo, sino también porque era funcional a la estrategia de explicitar las diferencias entre dos proyectos. No haber participado del primero no sólo dio argumentos a la oposición: también mantuvo inerte el tablero, cuando las previsiones indicaban que había que patearlo para romper la apatía. No se perdió la oportunidad en la disputa de forzar promesas explícitas sobre temas como las tarifas o la devaluación. El bajo costo político que pagó el Gobierno por su incumplimiento confirma que en los debates es más importante la forma que el fondo. Motivo mayor para participar de ellos.
Obviamente estos cambios en la organización y ejecución de la campaña no fueron suficientes. Sin embargo, es probable que en el ballotage Daniel Scioli haya obtenido el mejor resultado posible para un candidato oficialista.
A fin de cuentas, veníamos de 14 años de gobiernos peronistas, de enormes conflictos internos dentro de la coalición que lo respaldaba y de una disputa abierta de larga data ya entre el Gobierno y los medios de comunicación de mayor audiencia. Todo esto en un contexto de baja en el precio internacional de las materias primas y un núcleo de pobreza estructural para el que ya no asomaba ningún abordaje convocante.