¿Cómo fue la primera vez de los gobiernos frente a una elección legislativa desde el regreso de la democracia?
Raúl Alfonsín fue elegido presidente en 1983 con el 51,72% de los votos frente al 40% del candidato del Partido Justicialista. Dos años después enfrentó su primera elección legislativa: disminuyó nominal y porcentualmente su cantidad de votos – al igual que el resto de las fuerzas políticas – pero ganó la elección, si se cuenta el resultado nacional general.
Carlos Menem corrió la misma suerte: ganó con casi el 50% en 1989 y aunque disminuyó el caudal volvió a ganar en sus primeras legislativas. Fernando De la Rúa y Néstor Kirchner representan los casos exactamente opuestos lograron en sus primeras elecciones de medio término resultados diferentes entre si, que condicionaron sus presidencias. reducirse casi a la mitad su caudal electoral del 99 al 2001, la anómala elección de Néstor Kirchner en 2003 lo hizo pasar de los 22 puntos a los 40 en sus primeras legislativas. Cristina Kirchner enfrentó en 2009 su primera elección legislativa luego del conflicto con el campo y representando una continuidad del gobierno anterior (¿fue su primera legislativa o la segunda del período kirchnerista?): bajó del 46% al 30 y a pesar de la victoria en términos nacionales, la derrota en la PBA se constituyó como el dato político relevante.
¿Qué tendencias podemos ver? En primer lugar, el carácter “naturalmente” más disperso del voto en elecciones legislativas. El hecho de que no implique en forma directa un riesgo a la continuidad del mandato presidencial permite que los electores elijan con más “libertad” sus opciones. Hay una función “expresiva” del voto tanto sobre cuestiones de identidad partidaria como locales, provinciales y nacionales. A excepción de Néstor Kirchner, todos los presidentes obtuvieron menos votos en su primera legislativa que en su presidencial.
Segundo, y más importante, que los oficialismos, aún en los casos en que perdieron, han sido los encargados de armar el escenario en el que se juega. Ese escenario puede tratar de mirar a un pasado al que no hay que volver, a un presente que hay que mantener o a un futuro al que hay que llegar, pero la tarea de construirlo es, al menos en nuestro país y en la historia reciente, potestad exclusiva del oficialismo. Por los recursos de poder con los que cuenta y la centralidad que ejerce, todo presidente es el encargado de “marcar la cancha” y realizar el planteo que va definir lo que se debate en la contienda.
Los presidentes tienen, antes que nada, resortes institucionales propios de una Constitución que se los cede ampliamente. En la literatura especializada, Argentina es considerada un presidencialismo “fuerte”. Esos resortes – los vetos, los DNU, la posibilidad de asignar recursos a las provincias, etc. – lo convierten en un actor potencialmente poderoso, con capacidades plenas de llevar adelante su agenda. Por supuesto que ningún análisis sobre la fortaleza de un gobierno puede terminar ahí: han habido presidentes débiles con toda esa botonera de poder a disposición. Los presidentes van sumando – o no y también perdiendo – recursos: pueden contar con la bendición de las encuestas, tienen (o no) carisma, pueden ganar en volumen de comunicación, sumar el respaldo de sindicatos, gobernadores, intendentes, grupos religiosos, indígenas, de derechos humanos. La lista puede ser infinita.
A esos poderes que todo gobierno ya tiene o puede sumar hay que ponerle el contexto de éste en particular: es el primer gobierno de la historia reciente en controlar al mismo tiempo la Nación, la provincia de Buenos Aires y la Ciudad de Buenos Aires. Es un gobierno que consiguió, con minoría en ambas cámaras, sacar las leyes clave para su agenda con la colaboración de gran parte de la oposición. Es un gobierno acompañado por la línea editorial de todos los grandes grupos de medios de comunicación, grandes cámaras empresarias y “las” embajadas. Un gobierno que tiene enfrente a una central sindical que no llamó a un paro sino hasta que se vio desbordada y toda otra serie de actores de la sociedad civil dispuestos a esperar y negociar antes que a reaccionar. Este es un gobierno que va a llegar a su primer test electoral con apenas un año y 8 meses de gobierno. Así las cosas, la elección de octubre es una elección que el Gobierno tendría que poder ganar. Esto significa para nosotros varias cosas a la vez.
Por supuesto no significa ni a) que haya una sola definición sobre qué significa ganar este octubre (materia que ameritaría otro post); ni b) que es deseable que el Gobierno gane “por la gobernabilidad” (un factor que en la Argentina está garantizado: lo demuestran los dos años de un gobierno nuevo sin mayoría en ambas cámaras; lo demuestra la derrota de medio término de Cristina en 2009 y su posterior victoria en 2011).
Significa que en cualquier otro escenario un oficialismo con estos recursos de poder jugaría con la pelota abajo de la suela y la cabeza levantada un partido que, al menos hasta hoy, parece más que nada trabado. Si el escenario aparece tan abierto para otros jugadores de la oposición – muchos de ellos con serios problemas de coordinación, organización y recursos – es por el desempeño pobre que ha mostrado el Presidente hasta aquí. Los goles han sido pocos, los errores muchos y ha sobresalido la falta de capacidad para pasar de los powerpoints a los hechos. No es, para nada, un gobierno que se asoma a las elecciones legislativas como lo hizo el de De La Rúa, pero tampoco es, para nada, equivalente al Menem de 1991 o a Kirchner del 2005.
En las últimas semanas, se ha hablado mucho de la decisión del gobierno de pasar de su estrategia originaria (aislar al kirchnerismo como “extremo”, negociar con todos los otros actores del “peronismo racional”, tales como Bossio, Pichetto, los sindicatos, etc.) a otra caracterizada por una polarización mucho más extrema: “o están con nosotros, o son automáticamente kirchneristas.” Nos preguntamos, en este escenario, si la polarización es tanto una estrategia como el resultado de otros planes anteriores que dejaron de funcionar o nunca arrancaron.
Independientemente de la estrategia política, el lugar de oficialismo no se cede. Decíamos en abril de 2016: “esta es una democracia, este es un presidencialismo y se da en determinado contexto. Es un contexto institucional en el que ´’la muñeca’, la decisión, la impronta, la suerte que corra, lo que sepa, pueda o quiera hacer el Presidente tienen un impacto fundamental hacia adentro del Gobierno y también en la oposición”. La oposición puede presentar una mejor o una peor oferta, aparecer más unida o fragmentada, pero no puede ni debe intentar definir cómo se va a jugar el partido.
Lo que sabemos es que la oposición puede hacer poco, poquísimo, por definir “de qué se va a tratar” la elección: apenas presentar unos candidatos en vez de otros. Hacer hincapié en algunos temas más que en otros. Si tuviéramos que usar una metáfora futbolera deberíamos decir que es un penal y que patea el oficialismo. Pero acaso la analogía más propia viene del tenis: saca el oficialismo. La pelotita está en su cancha. El oficialismo decide a qué lugar del rival saca: si a su debilidad o a su fortaleza, para sorprender. Si es potente, efectivo y ordenado con el saque, las posibilidades de ganar el punto son altas. Hay imprevistos, pequeñas chances de que el rival adivine y devuelva rápido pero, en términos probabilísticos, sucede menos. Lo que “debería” suceder es que el saque entre y gane el punto o incomode lo suficiente al rival como para tener la ventaja todo el resto del punto. Vaya y hágase cargo de su primer saque, Presidente. Sepa, por supuesto que, ni en el tenis ni en política, siempre lo que debería suceder sucede.
En definitiva, un gobierno que inició su gestión con la impronta del “país normal”, de la “gestión apolítica” y el diálogo pasó a una nueva fase definida por la búsqueda de una épica y una apelación manifiesta al conflicto. ¿Son en ese contexto las recientes apelaciones del Presidente a luchar contra unas “mafias” que “están en los sindicatos, en las empresas, en la política y en la justicia» lo que va a dar marco a esa campaña? ¿Será el nuevo eje – el tercero, o cuarto – de Cambiemos?