Por Nicolas Freibrun y Amílcar Salas Oroño∗
Cada tanto, y no dejando pasar demasiado tiempo entremedio, podemos encontrar, ya sea como nota central de un suplemento periodístico o un especial de mesa redonda, en una revista de crítica cultural o como griterío de un programa radial, la idea de que estaríamos frente a un nuevo “silencio de los intelectuales”: un silencio que sería, en cada caso, o bien frente a su clase social, o frente al poder, o frente a las modas, o frente a las mujeres, los ancianos o frente a ese hombre con poder que persigue a un elefante en el safari. Silencios llamativos, justo de ellos (!), que están ahí para hacer ruido, para decir la palabra justa, para torcer las armonías políticas, conmover las éticas domésticas, despertar los corazones juveniles y, cuando no, seducir a alguien, a los grandes públicos, en el mejor de los casos, como consejero del Príncipe. Por eso, cuando se promociona y reitera que es el momento de hablar de “el silencio de los intelectuales”, ya está puesta y propuesta alguna forma de condena, por estar en ese momento (los intelectuales) en un modo que no es en el que (genéricamente) están.
¿Que trae al tema Paterson, la última película del prestigioso Jim Jarsmusch? En principio, podrían ser perfectamente otros los tópicos posibles para una caracterización del film: que la prolijidad en el manejo de la cámara, que la construcción de los personajes, que los ritmos de la narración y de la temporalidad visual, que si su pareja es una artista o alguna otra cosa misteriosa, que la bestia del perro (porque una cosa es la travesura del buzón, otra que despedace la obra de un hombre: eso lo confirma como bestia); que si un chofer de autobuses puede ser poeta o escritor, como se pregunta la niña del pelo y el agua. Todo eso. Pero la película podría ser, también, y esto es lo que queríamos señalar, sobre “el silencio de los intelectuales”, desde un ángulo no siempre revisado.
Paterson trabaja, eso está claro. Es un trabajador de molde desde las 6 y 15, 6 y 25, 6 y 40 de la mañana hasta que vuelve a cenar, no se sabe muy a qué hora, cuando comienza a caer el día. Se desploma en el sillón al llegar a casa con los pies cansados, esperando que la división del trabajo social le ponga la comida sobre la mesa; toma su cerveza diaria en el bar, donde se ríe de la desgracia ajena o abre la misma conversación repetida sobre las glorias lugareñas por milésima vez; hace los cálculos crematísticos por si hay márgenes para comprar un instrumento musical para su mujer, y así. Paterson no es ni osco ni ordinario, ni anda todo el tiempo malhumorado. No. Pero lo que él hace, y diríamos que bien, bastante bien, es realizar otro trabajo, un trabajo intelectual, su trabajo intelectual. Y ese trabajo, Paterson lo hace de manera sigilosa, silenciosa: un (otro) silencio de los intelectuales.
Nuestro espigado chofer trabaja intelectualmente con mucha dedicación, y allí también está el otro interrogante que Jarmusch nos deja: ¿Es acaso posible el trabajo intelectual sin dedicarse de un modo explícito al propio asunto? Paterson se interna en su gruta personal, en ese sótano donde nadie lo molesta (y si llega a ser el caso de que la mujer lo invada, él mismo se anticipa a la sorpresa abriendo de antemano la puerta). Paterson lee, escribe, vuelve a leer; lee a su poeta preferido, pero también sabe de cultura en general. Se esfuerza para escribir, se prepara para escribir: trabaja intelectualmente. Y si el mundo del chofer es ruidoso, manual, mecánico y circular, el otro trabajo es interior, hasta por momentos onírico y rodeado de signos (confundiendo el sueño de los gemelos de su mujer con los gemelos que se le van presentando en el camino de la vida). Observa todo el tiempo todo, incluso cuando maneja: escucha conversaciones, ensaya sus juicios de valor, resalta algunas cosas, desecha otras: vale decir, está siempre atento, y en esa atención absorbe el mundo exterior en silencio.
Este “silencio de los intelectuales” también existe, como positividad, como acto creativo. El trabajo intelectual – el de Paterson, por ejemplo- lleva un tiempo, implica un esfuerzo; es un artesano que ejerce su oficio con cuidado, sobre todo, interno, de las condiciones de sí mismo. En ese sentido, su exteriorización no es inmediata, es un proceso de elaboración que tiene su rutina, su método. Es cierto que puede quedar en la nada de un momento a otro, por un perro o por cualquier otra inclemencia, pero esa es otra cuestión. Paterson no se desmorona completamente frente a los mordiscos del can. Y esto porque el mismo proceso creativo lo ha enriquecido, lo ha vivificado, lo ha humanizado, de forma tal que su potencia todavía está allí, esperándolo, sin deshidratarse, para la próxima rodada. En tiempos de twitter, donde poco importa que el párrafo subsiguiente conecte con el anterior, donde todo se convierte en una espuma de sentidos momentáneos, el oficio intelectual, el oficio silencioso de la creación intelectual, este tipo de “silencio de los intelectuales” recibe un bendito oxígeno de la mano de Jarmusch. El silencio intelectual de Paterson es una hermosa contrafigura (humanista) frente a la vorágine de qué es lo que hacemos con las palabras, y qué hace la sociedad con ellas. También aquí se puede y debe resistirse: los lenguajes circulantes merecen que sean irrigados por los Paterson que andan dando vuelta por ahí.
∗ambos autores son Licenciados en Ciencia Política (UBA)