Christopher Federico es un profesor de ciencia política y psicología de la Universidad de Minnesotta, especialista en opinión pública. Escribe este artículo sobre la reforma impositiva que acaba de pasar el gobierno de Trump haciéndose esta pregunta: por qué consiguió tan bajo apoyo entre la opinión pública. Las encuestas muestran más desaprobación que aprobación y es una ley menos popular que leyes parecidas que se aprobaron durante los gobiernos de Reagan y Bush (h).
Además de factores coyunturales (Trump es menos popular, los demócratas no colaboraron y los medios de comunicación cubrieron el tema mayoritariamente de forma negativa) Federico agrega un factor más que considera clave para explicar la falta de apoyo a una ley que, en principio, recorta recorta impuestos (“y a los americanos no nos agrada pagar impuestos: tuvimos una revolución por ello”, sostiene): el hecho de que la opinión pública perciba que algunos grupos sociales van a tener más ventajas que otros del recorte. Aunque la ley ofrece ventajas a casi todos los contribuyentes en el corto plazo, algunos analistas aseguran que los beneficios a las grandes corporaciones y los sectores más ricos van a ser mayores en el largo plazo.
Pero aún siendo así: ¿no debería generar el recorte de impuestos al menos algún tipo de entusiasmo? La mayoría de las investigaciones sostienen que no. Que, en su mayoría, “los estudios indican que el interés individual (el bolsillo) importa mucho menos de lo que creemos en ese tipo de evaluación: los ciudadanos, sostiene, no se mueven a la acción política por la percepción de cambios en lo que les suceda como individuos aislados”. Lo que sí puede activarlos políticamente, en cambio, es el hecho de percibir que otros grupos van a tener más ventajas en comparación con los grupos de los que ellos se sienten parte. Este fenómeno se denomina en ciencias sociales “privación relativa”: la promesa de más beneficios puede resultar insuficiente en individuos si consideran que otros grupos consiguen más.
El fenómeno de privación relativa produce un efecto más fuerte cuando una política pública empeora la situación de un grupo en comparación con la de otro. Ese elemento de grupo, sostiene el autor, parece estar presente en la mente del público a la hora de evaluar el recorte de impuestos impulsado por Trump. Así lo revelan encuestas que muestran que la mayoría considera que los más ricos y las corporaciones se verán desproporcionadamente beneficiadas con la reforma en comparación con “ellos” (a saber, el ciudadano promedio).
El portavoz de los republicanos, Paul Ryan, dijo que los votantes iban a cambiar su mirada una vez que comprendan que los beneficiaba personalmente. “Posiblemente eso pueda ser cierto – sostiene el autor – pero la reforma impositiva aún así va a crear ganadores y perdedores. Y los perdedores tienden a expresar su descontento en voz alta, incluso si son numéricamente inferiores que los ganadores”.
¿Dicen algo todas estas consideraciones sobre lo que pasó con la ley de reforma previsional que envió el gobierno de Mauricio Macri al Congreso y resultó aprobada?
Sabemos de algunas encuestas que circularon que la reforma previsional es más desaprobada que aprobada por la opinión pública (tomemos el monitor de Unsam, que da 65,9 en desacuerdo contra 19,5 de acuerdo y 14,7 de desconocedores). Tenemos también que, según encuestas que maneja el propio gobierno nacional, “la imagen presidencial cayó todo lo que había subido después de las elecciones. Hubo una baja de 8 puntos hasta el viernes pasado. Esta semana bajó otro escalón: en total 12 puntos”. A las encuestas, sumamos el alto costo para los diputados que dieron quórum o votaron la ley, las movilizaciones, el tratamiento mediático y el cacerolazo posterior como indicadores que nos permiten afirmar que la reforma previsional fue, en principio, una reforma impopular.
La primera estrategia del gobierno había sido la de no sobre exponer el tema, limitarlo a las consideraciones de lo que denomina “el Círculo Rojo” – un grupo de ciudadanos sobre informados que crean y consumen opinión entre sus pares – y esperar a que la ley se apruebe. Esta vez la estrategia no dio resultado y el tema desbordó los límites de la circunferencia. Entonces comenzaron los problemas que, lejos de ser de comunicación como esbozaron algunos analistas, fueron de elección de estrategia y, por lo tanto, políticos. Muchos de ellos, explicados de manera contundente por Ignacio Ramírez en esta nota.
El gobierno abrazó el conflicto una vez este estuvo desbordado con todos los problemas que eso supone. El primero, tratar de construir el argumento sobre la marcha, lo cual exigía una tarea para la que no estuvo preparado: pasar de los argumentos circulo rojo friendly a unos nuevos que puedan ser más efectivos rápida y extensivamente. Se pudo ver la dificultad de los primeros días cuando la defensa de la reforma se sostenía en que era parte de un acuerdo fiscal pactado con los gobernadores. Un argumento tan bueno para la política, el círculo rojo y la gestión de los votos legislativos como ineficaz para dar la disputa en el ámbito de la opinión pública. Esto generó hasta la paradoja que cuenta Diego Reynoso en este artículo: la opinión pública valora el acuerdo con los gobernadores al mismo tiempo que rechaza las medidas que surgen de él.
El desorden argumentativo dejó al gobierno abriendo flancos discursivos entre los cuales encontró a los hechos de violencia que se produjeron en las manifestaciones. Pero, amén de ellos, buscó otras variantes previas: que el sistema tal como estaba no resultaba sustentable a largo plazo, que la fórmula mejoraba los ingresos de los jubilados o que los jubilados habían perdido en dos ocasiones con la fórmula actual. Algunos de ellos son contradictorios entre sí y otros se fueron contradiciendo en las propias acciones de gobierno: dar un bono compensatorio a una ley que se pretendía superadora del statu quo resultó algo difícil de explicar.
La primera aproximación podría decir que el rechazo a la reforma previsional está fundada en la imposibilidad del gobierno de dar un mensaje contundente respecto de si representaba una mejora o no para los jubilados respecto de la actual fórmula.
Pero qué pasaría si, en verdad, no es tanto la discusión sobre la fórmula en sí lo que perdió el gobierno en el terreno de la discusión pública, sino más bien sobre qué lugar se descargan los costos de lo que el propio gobierno ha denominado “la fiesta que hay que pagar”. Es decir, otro tipo de medidas ciertamente impopulares a priori, que afectaron directamente el poder adquisitivo de sectores mayoritarios de la población, pasaron más cómodamente para el gobierno, sin costos o con menos. Pero en esta oportunidad encontró un límite.
Cabe preguntarse entonces si lo que ocurrió con el proyecto de reforma previsional tiene que ver con alguna forma de privación relativa: es decir, si independientemente del debate por la fórmula lo que estuvo en discusión por detrás es quién paga los costos del ajuste. Y que en esa discusión la opinión pública consideró un límite que sea la caja del sistema previsional la que ceda una parte.
Eso podría tener dos explicaciones posibles: o el sujeto “jubilados” despierta una sensibilidad diferente en amplias mayorías de la sociedad, que le impide apoyar un recorte a ese sector; o bien la opinión pública considera que hay otros sectores sobre los cuales podría descansar el coste del ajuste. En el idioma del gobierno, se trata del debate sobre quién “va a ceder un poco”. Algunos argumentos al respecto se han escuchado: la idea de que es el propio gobierno que recortó retenciones a la minería, a la soja, que condonó deudas a empresas eléctricas sea el que descargue esos costos sobre la caja previsional parecieran haber tenido algún grado de efectividad. Como sostiene Alejandro Bercovich, la pregunta que sobrevoló el debate al congreso es cómo vender políticamente la transferencia de ingresos: “con menos de 12 horas de intervalo, los diputados aprobaron una ley que quitará de los bolsillos de los jubilados, desocupados y trabajadores de bajos ingresos unos 100.000 millones de pesos durante 2018 y dieron media sanción a otra que eximirá en el mismo lapso a las empresas de oblar unos 200.000 millones en contribuciones patronales”.
A ese problema se le agrega nada menos que la única impresión que el gobierno no pudo hacer fluctuar en las encuestas desde que es gobierno: la noción de que es “un gobierno para los ricos” (una percepción del 70% en GBA, por ejemplo, en junio de este año).
Durante dos años, el Gobierno se sorprendió a sí mismo por su capacidad para tomar medidas que perjudicaron a algunos sectores con el apoyo, a veces, de esos sectores. Fue visto por muchos como una rareza, la llegada de una nueva era en la política donde las sensaciones o las expectativas priman sobre otras consideraciones. Fue hasta descripto por su estratega de comunicación como “el único gobierno en muchos años que tomó medidas económicas de ajuste sin sufrir una crisis de popularidad”.
Es probable que este gobierno no sea tan raro, ni tan nuevo ni tan único. O que, en todo caso, todavía nos falten pruebas para asegurarlo. Es que, tal como muestran algunos de los estudios citados, los individuos están dispuestos no sólo a tolerar perjuicios sino incluso a desvalorizar beneficios si, y sólo si, consideran que los costos están repartidos equitativamente y que ningún grupo social se beneficia exageradamente de su derrota.
Al costo político de haber pasado esta ley debe agregársele entonces la ruptura de ese equilibrio que había ayudado al Gobierno hasta acá. De aquí en adelante la percepción de que “la fiesta que hay que pagar” se está pagando de manera equitativa comenzó a dañarse. Y habrá que ver si es un equilibrio que se puede reconstruir.