¿Por qué razón durante el gobierno de Peña Neto en México EEUU no intervino para frenar la ola de asesinatos a candidatos a la elección del año pasado? ¿No es un dato preocupante para la Unión Europea que en Colombia en sólo tres meses hayan sido asesinados más de un centenar de dirigentes sociales, y millares en las últimas décadas? ¿Las elecciones más que polémicas del año 2017 en Honduras y la masacre de periodistas en dicho país, no son prioridad para los países del Grupo Lima? ¿La prisión de Lula, el principal candidato a ganar las elecciones del año pasado en Brasil, sin pruebas y por una confesión de un involucrado, no le preocupa al Secretario General de la OEA? La corrupción generalizada en Perú, ¿no es tema de preocupación en términos de calidad democrática para los académicos y analistas que se esmeran por criticar política y moralmente a Venezuela?
¿Que tiene la Ciencia Política que decir al respecto? Desde nuestra orientación predominantemente institucionalista, ¿qué opinamos los politólogos y politólogas sobre la auto- asunción del diputado Juan Guaidó? ¿Qué piensa y cómo analiza nuestra disciplina las 25 elecciones que en 20 años se realizaron en Venezuela? ¿Las consideramos de un nuevo tipo democrático? ¿De una nueva forma de institucionalidad? ¿O simplemente un populismo más de los que se desplegaron en la región (y que sobrevive) del giro a la izquierda del siglo XXI? ¿O, tal vez, pensamos que se trata de la radicalización autoritaria del populismo sudamericano? O peor aún, ¿una dictadura disfrazada de votos?
En su mayoría, la politología piensa y escribe muy negativamente del proceso chavista. Desde los conceptos inaugurados para definir a los líderes populistas de izquierda de este siglo como “autoritarismo competitivo”, “Liderazgo usurpador”, “democradura”, hasta los menos sutiles “dictadura”, “gobierno autoritario” o “seudo democracia”, no hay caracterizaciones positivas sobre el chavismo. La disciplina le desconfía a Venezuela y la analiza como un caso “anómalo”. No la considera una democracia (es decir, una democracia liberal), observa en Maduro a un liderazgo populista de mínima y autoritario de máxima, y es muy crítica con las condiciones socioeconómicas en las que se encuentra el país de las que acusa sin excepción al presidente venezolano.
Asimismo, el discurso radical de Maduro, la movilización activa de sus bases, el rol de los militares en el interior del entramado interno del chavismo y la cantidad de años en los que se mantiene en el poder, no colabora con una caracterización más positiva del fenómeno. Así, los análisis acríticos del chavismo impiden observar la novedad que este fenómeno político trae consigo: la participación activa de los militares en elecciones democráticas (con reconocimiento de derrotas inclusive, como la Diosdado Cabello N°2 del chavismo frente a Capriles en el Estado Miranda, entre otras), la movilización permanente de sus bases aún en condiciones socioeconómicas pésimas, la sucesión “estable” en la pirámide de su fuerza (de Chávez a Maduro, no del “líder al pueblo”), la perdurabilidad del fenómeno a pesar de las dos derrotas electorales del pasado, la participación activa de una buena parte de la sociedad en las comunas y en “los barrios”, la activación de un conjunto de movimientos sociales en permanente vibración, la presencia de una Fuerza Armada educada en universidades públicas y con un nacionalismo atípico para la media regional, y una oposición que sobrepasa por afano las fronteras del país y que jaquea en forma permanente a un gobierno que sobrevive en la adversidad. ¿Serán las anteojeras institucionalistas clásicas (liberales, por supuesto) las que privan a estos analistas de observar el fenómeno sin las bases del “deber ser”? ¿O tal vez las ideológicas, que no logran escabullirse de sus análisis plagados de valores, pero “sostenidos” en la liberal “institucionalidad democrática”? ¿O será el caso, tan recurrente en nuestra disciplina, de examinar a Venezuela desde el prisma (por cierto congelado desde los ochenta) democracia- autoritarismo? ¿Tan arraigada quedó nuestra Ciencia Política de esos debates pioneros de la restauración democrática que vuelve una y otra vez a valorar la experiencia venezolana desde ese lugar? Recuerdo que mis primeras clases en la UBA me aconsejaron antes que nada observar los hechos, para luego sí, en un café o en una charla entre amigos, valorarlos. Pero antes que nada describir, ir a lo más profundo del “ser”. Nunca al del “deber ser”. ¿Será en este caso que la valoración del chavismo recubre la pereza de intentar comprenderlo? ¿O la propia ignorancia sobre el fenómeno es reemplazada por la valoración ideológica del mismo?
Por otro lado, una gran mayoría de colegas, cuando tienen que poner la lente en Venezuela, pasan por alto (y en esta coyuntura es central) la cuestión geopolítica, Como si los problemas que hoy acaecen en el país fuesen pura exclusividad del gobierno. Como si no existieran EEUU con su estrategia intervencionista (el combo bloqueo, desabastecimiento, condicionamiento de los países limítrofes, amenazas de invasión, etc.), como si tal desesperación por recuperar el petróleo venezolano no fuera parte de una lucha por hacer sobrevivir su unilateralismo hoy cascoteado por China. Como si la presencia de este último y de Rusia en Venezuela no formara parte de ninguna explicación plausible de lo que hoy sucede en el país y sus ramificaciones geopolíticas. Leer análisis sobre Venezuela que gambetean estas cuestiones, resultan primero llamativas y luego carentes de sustancia. Es más que claro que las cuestiones endógenas resultan centrales para comprender la dinámica política local, pero en esta coyuntura evitar mencionar (o “bajarle el precio”) a las exógenas nos lleva a errores de diagnóstico y predicción.
Por el mismo andarivel, la mayoría de los analistas políticos de “la crisis en Venezuela” soslayan la historia de los últimos 20 años en el país. Como si no hubiese existido 1) un golpe militar fallido en 2002, 2) un lock out patronal desabastecedor de PDVSA en 2003, 3) las guarimbas violentas (las primeras) durante 2004, 4) el desconocimiento a la victoria de Chávez en el revocatorio de 2004, 5) la deslegitimación electoral de las legislativas de 2005, 6) el nuevo desconocimiento de la victoria de Maduro en 2013 y las protestas violentas del día siguiente (14 muertos chavistas mediante), 7) las guarimbas violentas de 2016 y 2017 que arrojaron muertes de chavistas, antichavistas, fuerza pública, etc., 8) el desabastecimiento económico desde 2014,a la fecha 9) las sanciones políticas de EEUU y la UE desde 2016, 10) el decreto de Obama que considera a Venezuela “un peligro para la seguridad nacional”. Por mencionar las inocultables, ya que, como se explica aquí, “todo hecho político debe leerse en clave de proceso y nunca de “foto”, porque las circunstancias, los actores y el trayecto que ellos recorrieron, hacen a la naturaleza del hecho a analizar”.
¿Esto quiere decir que el gobierno es una simple víctima de una oposición antidemocrática y de una guerra externa desde hace 20 años? Claro que no. La corrupción endémica, la mala gestión política estatal, la represión, la reinterpretación de las reglas y leyes clásicas de una democracia de baja institucionalización, las sanciones judiciales muchas veces mirando el color partidario, la inhabilitación de opositores y el exilio de otros, la crisis económico y social, los ”presos políticos”, también forman parte del proceso chavista. ¿Pero esto es lo que habilita a que se acepte la intervención lisa y llana de las potencias extranjeras en el país? Con esa misma lógica deberían ser intervenidos la casi totalidad de los países latinoamericanos…
Pasemos a la coyuntura actual y cuáles son los “descuidos” que nuestra disciplina pasa por alto. El objetivo trazado desde EEUU hace más de una década hoy se encuentra en el momento de mayor intensidad. Avalando la autotitulación de un diputado de una Asamblea Nacional en desacato desde hace años, EEUU y las potencias europeas van por la salida anticipada de Nicolás Maduro. Pasando por arriba de la Constitución de Venezuela y amparándose en una interpretación inexistente (ni siquiera labil) de su artículo 233, la administración Trump y sus aliados (y vapuleados) europeos y “Grupo Lima” promueven abiertamente, desde la bandera de la “democracia”, un golpe en Venezuela.
Veamos: ¿Qué dice el artículo en cuestión?
Artículo 233. Serán faltas absolutas del Presidente o Presidenta de la República: la muerte, su renuncia, la destitución decretada por sentencia del Tribunal Supremo de Justicia, la incapacidad física o mental permanente certificada por una junta médica designada por el Tribunal Supremo de Justicia y con aprobación de la Asamblea Nacional, el abandono del cargo, declarado éste por la Asamblea Nacional, así como la revocatoria popular de su mandato.
Cuando se produzca la falta absoluta del Presidente electo o Presidenta electa antes de tomar posesión, se procederá a una nueva elección universal, directa y secreto dentro de los treinta días consecutivos siguientes. Mientras se elige y toma posesión el nuevo Presidente o Presidenta, se encargará de la Presidencia de la República el Presidente o Presidenta de la Asamblea Nacional.
Cuando se produzca la falta absoluta del Presidente o Presidenta de la República durante los primeros cuatro años del período constitucional, se procederá a una nueva elección universal y directa dentro de los treinta días consecutivos siguientes. Mientras se elige y toma posesión el nuevo Presidente o Presidenta, se encargará de la Presidencia de la República el Vicepresidente Ejecutivo o Vicepresidenta Ejecutiva.
En los casos anteriores, el nuevo Presidente o Presidenta completará el período constitucional correspondiente.
Si la falta absoluta se produce durante los últimos dos años del período constitucional, el Vicepresidente Ejecutivo o Vicepresidenta Ejecutiva asumirá la Presidencia de la República hasta completar el mismo.
Si nos fijamos en los causales de “faltas absolutas” del presidente, Maduro no “cae” en ninguna. En la propia juramentación el auto impuesto presidente encargado ni siquiera mencionó el o los artículo/s por el cual/es él debería ostentar el cargo, sólo dijo “invocando los artículos de la Constitución” (¿Cuáles?). Si la asunción de Maduro el 10 de enero constituyó una “usurpación”, como alegan en tiendas opositoras: ¿por qué se esperó 13 días para juramentar a un nuevo presidente? ¿En esos 13 días quién ofició de “presidente encargado”? Asimismo, de estar sujeto a la legalidad constitucional, el supuesto “presidente encargado”, es decir la figura legal que “auto alega” el diputado de Vargas, debería haber llamado en un plazo de 30 días a elecciones anticipadas como marca la Constitución desde donde el antichavismo sostiene su legalidad. ¿Por qué entonces no lo hizo el día de su “asunción”?. De respetar la senda constitucional invocada en forma permanente por Guaidó, y legitimada por sus apoyos externos, el 23 de febrero (o alrededor de esa fecha) debería haber elecciones “libres” en Venezuela. Recordemos que la figura de “presidente encargo”, no exenta de polémica en el pasado, pero jurídicamente sustentada, fue la delegada en el propio Maduro luego de la muerte de Hugo Chávez. Y una vez asumido en su cargo, llamó de inmediato a las elecciones presidenciales que se realizaron en abril de 2013.
La Asamblea Nacional, de la cual el diputado Guaidó es presidente desde este año (carrera meteórica la de este hombre que en menos de tres semanas fue ungido presidente de la AN y “autotitulado presidente encargado”), se encuentra, como dijimos, en desacato, por lo que sus actos carecen de legalidad. Y de yapa, el propio Guaidó logró convertirse en diputado (el segundo más votado en el Estado de Vargas) en las elecciones legislativas de 2015, ganadas ampliamente por la oposición, gracias a la legitimación del Consejo Nacional Electoral, organismo que también legitimó la elección de Maduro el año pasado. ¿Y entonces? ¿Se equivocó el CNE en un caso, y no en el otro? ¿Maduro usurpa un cargo legitimado por el mismo CNE que acreditó la diputación de Guaidó?
Y por último sobre este tema, el artículo 333, como bien se explica aquí, es citado como la razón principal para sostener que Maduro hoy está usurpando su cargo de presidente. Sin embargo, dicho artículo nada dice sobre el “Estatuto que Rige la Transición a la Democracia para Restablecer la Vigencia de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela» recientemente votado por la AN. Leemos el artículo en cuestión:
Artículo 333. Esta Constitución no perderá su vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o porque fuere derogada por cualquier otro medio distinto al previsto en ella.
En tal eventualidad, todo ciudadano investido o ciudadana investida o no de autoridad, tendrá el deber de colaborar en el restablecimiento de su efectiva vigencia.
Lo que el artículo expresa es justamente que el desconocimiento de la Constitución no le hace perder vigencia. Es decir, no prevé ninguna clase de dispositivo o “Estatuto” para imponer un régimen jurídico determinado.
¿Es esto lo que nuestra disciplina entiende cómo institucionalidad? Los institucionalistas defensores de las formas democráticas, ¿no tienen nada que decir al respecto? ¿Es muy institucional la autotitulación de un diputado con un micrófono en la calle? (eso sí, sería la envidia de cualquier afamado político populista, ¿no?). En ese marco, resulta llamativo que algunos colegas comparen positivamente los liderazgos de Alfonsín y de Guaido, sin ninguna clase de rigor académico, ni siquiera político- ideológico. Creo que quien está leyendo estas líneas jamás imaginaría, ni en pesadillas, al primer presidente de la democracia argentina pedir la intervención militar de EEUU en su propio país. Un vagón atrás de este despropósito, se encuentra aquellos que intentan “neutralmente” analizar Venezuela lejos del “blanco y negro”. ¿Cómo calificar, entonces, la intervención de las potencias en un país que no agredió militarmente a otro? ¿Cuál sería el “blanco” y el “negro”? Para nuestra Ciencia Política ¿qué lugar ocupa “la autodeterminación de los pueblos”? ¿El voto popular no cuenta como variable explicativa de estos análisis? Hasta hoy, el presidente encargado no es reconocido por ninguna institución venezolana, salvo, claro, la de la Asamblea en desacato.
¿De qué argumento se aferran entonces, en última instancia, los promotores de la salida de Maduro? De que el presidente venezolano se encuentra, como dijimos unas líneas arriba, usurpando el cargo, ya que las elecciones del 20 de mayo de 2018 carecieron de legalidad y de “reconocimiento internacional”. Recordemos en un párrafo que sucedió aquél día: La oposición nucleada en la MUD intentó deslegitimar (como vimos ya lo hizo en las legislativas del 2005) el proceso electoral militando la abstención. A pesar de que la estrategia opositora logró que se trate de la elección con menos votantes de las últimas décadas en el país, Maduro triunfó por 6.190.612, es decir, el 67,7% de los sufragios. Y no compitió sólo, sino que venció a tres candidatos opositores: el ex gobernador de Lara. Henry Falcón, quien obtuvo 1.917.036 de votos (21%), el evangelista Javier Bertucci con 988.761 votos (10,8%) y un relegado Reinaldo Quijada quien conquistó apenas 36.246 voluntades. La participación electoral se encontró cercana a la mitad del padrón (47%), en línea con los países sudamericanos que contemplan el voto optativo en sus constituciones. Chile y Colombia son ejemplos de sufragio voluntario, y sus presidentes suelen ser elegidos muchas veces por menos de la mitad del padrón, sin que ello genere intentos de deslegitimación o cuestionamientos en el sistema político de ambos países.
El intento deslegitimador opositor de dicha compulsa electoral no impidió que más de 10 millones de venezolanos y venezolanas acudieran a las urnas para elegir presidente. El antichavismo, que había sido derrotado en las elecciones de gobernadores de octubre de 2017 (en las cuales pensaba recuperar estados “a granel”) y de alcaldes dos meses después, no pudo encontrar respuesta al impacto electoral e institucional que le provocó la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente, convocada por Maduro en julio de ese año, a la que se movilizaron 8 millones de personas. A partir de allí, la diáspora opositora se mantiene hasta hoy, y los conflictos internos (y los silencios) tras la auto proclamación de Guaidó así lo reflejan.
Si para cerrar, debemos volver a refugiarnos en las categorías de análisis de la Ciencia Política, ¿cómo debemos caracterizar la autotitulación del 23 de enero? ¿Cómo parte de una maniobra “semi-legal” en el interior de las Democracias presidencialistas de baja institucionalización, ese tipo de democracia donde las reglas y normas se interpretan lábilmente? ¿Como parte de algo más agresivo, ligado a un “juego brusco institucional”? ¿O un “golpe de estado” en acción? Dejo al lector y lectora que se responda por sí mismo la pregunta. Los datos están arriba de la mesa.
La invitación está hecha. El esfuerzo intelectual para poder comprender y conocer mejor los procesos políticos en Sudamérica es una tarea que los politólogos y politólogas debemos seguir concibiendo como una labor capital. Asimismo, las nuevas temáticas que se abrieron en la región en el siglo XXI nos obligan a repensar nuevas categorías, revisar otras y forjar nuevas para penetrar de lleno en nuestra realidad. Intentar comprender Venezuela (y el resto de la región) desde las categorías del primer mundo o con las “etiquetas” de antaño, tal vez, no sea el camino más adecuado para percibir los avatares propios de nuestro hemisferio.