La novela turca Las mil y una noches, transmitida por El Trece, es el fenómeno televisivo del verano. En esa hora diaria en la que los cañones del Grupo Clarín contra #cfkasesina se ven obligados a tomarse un redituable respiro, todo lo demás se suprime: los debates, los reproches, las teorías conspirativas, las diferencias sociales. No hay más «nosotros» ni «ellos». Todo es Onur (y la bella Sherazade).
A este éxito se le han buscado, como a todo éxito, explicaciones: ¿es la clave el exotismo turco? ¿es acaso la calva varonil del protagonista, el actor que encarna a Onur Aksal? -no descartemos esto última con tanta rapidez, colegas (¿?!)- ¿Fueron los primeros capítulos en los que ella se entrega a él por el dinero que necesita para su hijo enfermo? ¿Se trata de los planos cortos? ¿Son los diálogos simples y melodramáticos? ¿Los personajes casi sin dobleces o complejidades? ¿Las conductas recatadas en tiempos en que todo se muestra? ¿Es la música incidental de película muda?
¿Qué es? No lo sé. Puedo decir apenas qué me llama la atención de la novela.
Las mil y una noches ofrece día a día una hermosa sensación de que sí puede existir un orden claro, definitivo, tranquilizador. El elemento principal de ese sentimiento palpable para el espectador, ese sentimiento que yo mismo he experimentado al verla, que cualquiera que la siga puede vivir, es que en esta historia los ricos son justos, sabios y buenos.
Así es. En Turquía, la verdad, no tengo ni idea cómo es. Sí se ve que en esta novela, en este maravilloso producto televisivo, los ricos son el sol que nos ilumina y que nos da calor. En derredor de ellos giramos los/las demás. Su honor, su honestidad, su ejemplo son -¿qué más si no?- lo que nos da sentido.
Don Onur (así se dice) y su par Don Kerem, máximos responsables del holding de la construcción Binyapi, egresados de Harvard, podrán tener alguna actitud demasiado pasional en algún capítulo. Pero son en esencia buenos, honestos y justos.
También lo es el severo multimillonario Burhan Eviyaoglu, dueño de una fábrica de cueros y padre de Ahmed, difunto esposo de Sherazade. El patriarca Don Burhan es la Justicia, es el Trabajo, es el apego a los Valores. Don Burhan puede ser algo estricto, pero es merecedor de su riqueza y, quizás, de mucho más, de la felicidad.
Incluso Feride Aksal, la celosa madre de Don Onur, quien se opone al amor de su hijo y Sherazade, lo hace apenas de apasionada en exceso, de pura traicionada por sus sentimientos. No hay tampoco allí maldad. Hay demasiado amor maternal hacia el protagonista.
En Las Mil y Una Noches la desigualdad no es un tema. Nadie osa desearle su plata al rico. La protagonista se enamora de un apuesto y bondadoso millonario pero no es pobre. Es una talentosa arquitecta que, eso sí, vive (tranquilamente) en un departamentito. A la vez, las mucamas que pueblan cada uno de los hogares conocen su lugar.
Los conflictos entonces se dan, a lo sumo, por algún personaje secundario que lleva demasiado lejos su amor por alguno de los ricos de la novela.
Si me apuran, diría que esta bondad de los ricos está prácticamente ausente en la siempre muy urbana telenovela argentina, desde Rolando Rivas Taxista para acá. Recuerdo que en la telecomedia Graduados, de 2012, el más acaudalado era el más boludo. Nos reíamos de él. El contraste social se colaba incluso en la prístina relación entre Don Arturo y María, en la Grande Pá, del dorado Telefé de la Familia de los años 90. Clásico tema. En la telenovela mexicana Los Ricos También Lloran, Verónica Castro arranca de lustrabotas y trepa hasta la cima.
Un dato de color. A miles de kilómetros de distancia, la exótica Argentina -no es nuevo esto- es un país donde los hombres de negocios tienen mala imagen -linkeo la última encuesta al respecto pero es un clásico de los sondeos más o menos serios que se proveen a los hombres de negocios en los Coloquios de IDEA y es parte fundante del discurso «autocrítico» de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE)-. En nuestro país, la carrera política del precandidato presidencial Mauricio Macri más bien se ha basado en intentar ocultar que en mostrar la fortuna de la que es dueño su padre.
Mientras tanto, en las Mil y Una Noches, todo es un espectacular orden, una pacífica realidad se vuelve utópicamente atractiva y tranquilizadora. Los ricos son buenos, son justos, son honrados. Son de esa forma indudables objetos de nuestro amor. Eso es todo. Descansemos (en paz).
Si se me permite un comentario lateral: para hacerlo aún mejor, en Las Mil y Una Noches no existe la siempre molesta presencia del Estado. Cuando un golpeador ataca a la protagonista, Onur quiere ir a darle su merecido con sus propias manos. Si un malvado osa usar la imagen de Sherazade sin permiso, se lo «chantajea», no se lo denuncia a la Justicia. Hay obras de beneficencia, fundaciones que reúnen dinero de los ricos para los niños enfermos, millonarios que instalan un centro de salud para un barrio, a modo de responsabilidad social empresaria. Apenas un par de apariciones de la Policía, apenas la marca de las autopistas y puentes conectan mansiones y espaciosas oficinas.
¿A quién en su sano juicio, sea de la clase social que sea, no le gustaría que el mundo fuera tan bellamente simple? Porque este apacible orden del que nos provee la novela turca no significa ni más ni menos que la (¡al fin!) eliminación de la agotadora y desgastante política.
Desde que la leí, me gustó la definición de política de Jacques Rancière, esa que -resumiendo y descontextualizando- dice: «la política existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen parte». La política como «interrupción de los meros efectos de la dominación de los ricos». La actividad política como «la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como un ruido».
Los antiguos, nos dice Rancière, mucho más que los modernos, fueron «quienes reconocieron en el principio de la política la lucha de los pobres y los ricos». «La ley de la oligarquía consiste, en efecto, en que la igualdad ‘aritmética’ rija sin trabas, que la riqueza sea inmediatamente idéntica a la dominación».
La antinatural irrupción de la política lo hace todo muy complicado. Muy difícil. Muy irracional. Muy tenso. Crispado. Porque ocurre lo que no debería ocurrir. Cuentan los que no deberían contar. Así, nos cansa, nos agota, nos enoja, nos divide.
Puede haber un mundo mucho mejor en el que sólo hay que amar a los ricos, buscar su cobijo y su calor, así seamos candidatos, votantes, periodistas, académicos. Pero si es que, está a la vista: son justos, honestos y sabios. Y por algo están ahí.
¿Será algo de esa idea de lo que es «natural» que se pondrá en juego en estas elecciones? ¿Se tratará entonces de dejar hacer de una vez por todas, liberar al fin los objetivos y las pulsiones de los que saben, los que poseen, los que son justos, honestos y sabios?
Porque este año va a haber elecciones ¿no? ¿O sólo marchas?
¿Será por algo de esto que queremos tanto a Don Onur?
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