Y si vas a la derecha
y cambiás hacia la izquierda, adelante.
Es mejor que estarse quieto, es mejor que ser un vigilante.
García
La sociedad y la Historia se mueven y no hay final de una ni de la otra. El río en el que nos bañamos nunca es el mismo. Los que ingresamos al río tampoco somos los mismos. Aunque algo siempre queda. Hay entonces rupturas y continuidades que podemos tratar de descifrar.
Una pregunta posible es ¿en qué sentido, en qué medida es “nueva” la derecha que representa Mauricio Macri en el poder? Con unos pocos días hábiles de mandato aún es pronto para saber. Incluso después de las intensas medidas tomadas. Cierto apuro y el afán por analizar un poco antes de las fiestas de fin de año motivan estas lìneas. Nos arriesgamos con algunas ideas.
Es nuevo que tengamos un presidente que no proviene del PJ ni de la UCR. No es nuevo que tengamos un presidente que no provenga del peronismo. Es nuevo que un presidente acceda al poder en balotaje, que lo haga con un voto territorialmente concentrado en la zona central del país, que se conforma socialmente “de arriba hacia abajo”, que no se haya impuesto en la provincia de Buenos Aires ni en el Gran Buenos Aires, que cuente con muy pocos senadores propios y que a la vez tenga minoría en la Cámara de Diputados.
Que un partido que provenga de la derecha acceda al poder por las urnas sin golpes militares resulta algo engañoso como “novedad”. No hay golpes militares en la Argentina desde hace 40 años. La sociedad, entonces, ha cambiado ¿Y la derecha? ¿En qué medida?
Vamos a alguna otra continuidad. En noviembre pasado, en ocasión de la presentación del libro que publicamos con Mariano Fraschini dialogábamos con el público sobre cuáles podrían ser los rasgos de un mandato de Mauricio Macri (o de Daniel Scioli). Si a algo podíamos apostar era a la continuidad de un presidente que se movería en un contexto de “baja institucionalidad” (reglas que no se aplican tal como lo marca la norma escrita o que sufren casi permanentes cambios). El “viaje” de la “baja” a la “alta” institucionalidad (ahora sí “la República”, ahora sí una democracia como -supuestamente- las del Norte), que algunos sectores siempre prometen pero nunca ponen en práctica es un camino tapizado de (¿buenas?) intenciones. De este modo, en un contexto de baja institucionalidad, a los presidentes -no es el gusto, son solo negocios- no les quedan muchos más caminos que tratar de concentrar en sus manos recursos de poder. Y generar algunos nuevos recursos -partidarios, de estrategia política, comunicacionales, financieros- de los que carecían en un primer momento. De modo de mejorar su posición política en el tablero que es la Argentina. Muchas de las “jugadas” de estos días del ex-republicano Mauricio Macri pueden leerse en esta clave. No es hiperpresidencialismo. Es el único presidencialismo posible -estable- en una sociedad como la nuestra. El costo de no intentarlo -de no concentrar recursos de poder y sumar nuevos a los ya existentes- puede ser muy caro. Puede uno convertirse en Fernando De la Rúa. ¿Puede también pasarse de rosca?
Hay más, si es que podemos pensar que no todo es “ruptura” con el pasado, más o menos reciente. Macri porta una promesa “modernizadora”. El “país normal” de Macri, a diferencia del de Kirchner pone en primer plano la idea de la modernización. No es tanto buscar nuestro propio camino de normalidad sino estar “al día” con lo que se lleva en el mundo, hacer lo que -supuestamente- “hacen todos”. Este tipo de proyectos modernizadores tienen un rasgo que yo voy a evitar llamar “autoritario” porque se trata de un término que no tiene nada que ver en nuestra muy vigorosa democracia pero que se trata, eso sí, de un rasgo que no es popular, que suele tener que ver con la visión de algunas elites, que suele imponer la idea de postergación del consumo, que suele ir del centro a la periferia y no al revés. Es decir, es un movimiento que no va de las pymes a los oligopolios -sino al revés-, no va de abajo hacia arriba de la pirámide social -sino al revés-, que no suele ser muy imaginativo en cuanto a sus instrumentos -sino al revés-.
Voy a copiar ahora largamente fragmentos de una obra de Guillermo O’Donnell que habla de una etapa “modernizadora” del Siglo XX en la Argentina. Creo que son fragmentos que, sobre todo, hacen pensar, más allá de los paralelismos históricos que quieran o puedan encontrarse -o no, porque la Historia nunca termina, aunque tampoco se repite-. Me resulta siempre interesante volver a esta obra de alguien que tenía una fuerte desconfianza de la idea de que modernización y democracia (la modernización y la democracia como se dan en los países centrales) eran un par destinado a quererse.
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El funcionamiento normal de una economía depende en gran medida de que su situación sea juzgada satisfactoria por sus actores de mayor peso. Esta afirmación, trivial, implica varios puntos que tal vez no lo sean tanto. En primer lugar, tal juicio está codificado. Un código es un mapa parcial de la realidad, que sesga atención hacia algunos aspectos y en perjuicio de otros. El código filtra masas de información, seleccionándolas y jerarquizándolas. Selecciona al censurar la búsqueda de información, y su recepción, sobre aspectos que define como irrelevantes. Jerarquiza al ordenar la información admitida en elementos que son ‘importantes’, otros que deben quedar subordinados a aquéllos y otros sobre los cuales, importantes o no, ‘nada se puede hacer’. También la jerarquiza al insertarla en un sistema de conexiones causales, que postula que ciertas consecuencias siguen regularmente a ciertas situaciones.
Como visión parcial de la realidad todo código nubla la percepción de aspectos que pueden andar ‘mal’ al mismo tiempo, tal vez divo a que aquellos a los que se presta atención andan ‘bien’. Un código es un segmento explícito y articulado de una ideología. Pero la ideología y su codificación no son puro mito; recogen y expresan temas socialmente reales (más precisamente, un nivel de la realidad que se postula como plenitud de la misma), en el doble sentido de que son una representación relativamente correcta de ese nivel y que son sustentados por actores que suelen tener peso decisivo para determinar la situación de ese segmento parcializado de la realidad.
En una economía capitalista compleja, ¿quiénes en realidad interesa cómo evalúan la situación? En un sentido, ‘todos’. Pero esta respuesta poco tiene que ver con una estructura fuertemente oligopolizada. Si tenemos esto en cuenta vemos que el juicio que más importa es el de los actores mono u oligopólicos que, por serlo, tienen mayor ‘poder de mercado’: es decir, alta capacidad para determinar, mediante acciones y omisiones, la situación actual y futura del ámbito de actividades económicas y de relaciones sociales en el que se opera. Además, esto implica una también alta capacidad de codeterminar, junto con otros actores de similares características, la situación general de la economía. Vemos así delinearse una circularidad análoga al engarce micromacro postulado por la ideología: el juicio que más importa sobre la situación de la economía es el de quienes controlan sus unidades oligopólicas, porque son ellas las que tienen mayor capacidad para generar tal situación; y, por otra parte, el código que gobierna ese juicio coincide fundamentalmente con los intereses de esos mismos actores.
Los criterios codificados para la evaluación de la situación de esos actores son homólogos a los codificados para el juicio sobre la situación general de la economía. En gran medida ésta anda ‘bien’ cuando y porque sus grandes unidades oligopólicas andan ‘bien’, lo cual a su vez depende en gran medida que ellas consideren satisfactoria la situación en su plano específico de actividad. ¿Qué es ese ‘andar bien’ al nivel de dichas unidades? Ellas son grandes organizaciones, sumamente complejas y burocratizadas. De la abundante literatura sobre ellas sólo necesitamos retener algunos puntos: sus pautas de desempeño, y de evaluación de ese desempeño se hallan fuertemente rutinizadas; fijan sus metas mediante criterios también rutinizados apuntados a un cumplimiento ‘satisfactorio’ de las mismas (típicamente, cierto porcentaje de ganancias sobre el capital y/o las ventas y cierta participación en el mercado); tratan de controlar las áreas de incertidumbre que han aprendido, suelen incidir negativamente sobre su desempeño; y la utilización de sus recursos exige complejas articulaciones de coaliciones internas, que sólo con gran dificultad pueden cambiar las actividades en que se han especializado o las rutinas que las rigen.
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Insistimos: la normalización no entraña llegar a inflación cero ni a tasas consideradas normales en las economías centrales. Se trata, es cierto, de reducirla a tasas no explosivas, pero dentro de ellas basta con que sea estable y predecible, y que los factores que la impulsan autónomamente desde estos mercados sean controlados por la gran burguesía y por un aparato estatal que ésta ha penetrado profundamente. Esta es una inflación ‘razonable’, que no sólo no es incompatible con la reconstitución y ampliación de los canales de acumulación de capital de aquélla; es también un eficaz instrumento para ello. Una tasa anual de, digamos, el 30% puede ser intolerable para la gran burguesía si ha sido imprevista y si, además, en parte significativa es impulsada por aumentos salariales, o por erogaciones o decisiones estatales que aquella percibe como demagógicas. En cambio, la misma tasa puede ser perfectamente aceptable -encuadra dentro de la peculiar ‘normalidad’ de estos capitalismos- si fue previsible e impulsada fundamentalmente por la misma burguesía. En otras palabras, ni económica ni políticamente es lo mismo la misma tasa de inflación si es impulsada por diferentes actores sociales. En este plano la exclusión del sector popular se expresa -más allá de cuánto ingreso pierda- en que ya no puede coimpulsar la inflación. La inflación, sus fluctuaciones y los factores que la impulsan están lejos de ser sólo un problema económico; son expresión de alianzas, victorias y derrotas entre un cambiante haz de fuerzas sociales. Por supuesto, esto deja espacio para conflictos alrededor de qué fracciones de la burguesía y qué actividades estatales seguirán impulsando la inflación remanente -pero esto por el momento no nos interesa.
El segundo gran problema económico inicial del BA (Estado Burocrático Autoritario) es la balanza de pagos. En todos los casos previos al BA, aunque con diferente intensidad, diversas medidas nacionalistas o socializantes dejaron una larga lista de agravios y reclamos económicos del capital transnacional -desde utilidades declaradas que se prohibió remesar hasta montos indemnizatorios por expropiaciones-, que ejercen fuerte presión sobre las exangües divisas con que se inaugura al BA. Por otro lado, el mantenimiento de algún nivel de actividad económica, así como el pago de la deuda externa, exigen disponibilidades de divisas a una economía cuyo crédito internacional se ha acercado a cero. ¿Cómo obtener con la urgencia del caso, los préstamos y moratorias que permitan evitar la cesación internacional de pagos y mantener la actividad económica interna, aunque sólo fuese al recesivo nivel impuesto por las políticas antiinflacionarias? Este es un crucial test para una política económica que apunta tan centralmente a reengarzar estas economías con el sistema capitalista mundial. La respuesta a esta pregunta depende fundamentalmente del capital financiero transnacional. Veremos que esto entraña imponer condiciones a las políticas internas del BA en beneficio de un alivio de la balanza de pagos que se espera sirva, a través de la restitución de la ‘libertad’ a los movimientos internacionales de capitales y de generosos ajustes de las cuentas que dejó pendientes el período anterior, para que comience a ‘normalizarse’ la modalidad dependiente de inserción de estos capitalismos en el sistema mundial.
Pero lo importante es que tanto por el lado de la política antiinflacionaria como por el de la balanza de pagos, las maneras de lograr la normalización están codificadas, y que ellas forman un importe capítulo de los criterios de racionalidad de la conducción de una economía capitalista. La normalización no se logra sin recuperar la confianza del capital financiero transnacional; los criterios que rigen su aprobación y, en definitiva, su confianza, marcan el desfiladero por el que tienen que pasar las políticas de normalización del BA.
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Es imaginable que haya políticas que puedan conducir a la normalización, pero bajo el BA, dada la relación de fuerzas sociales que éste cristaliza, sólo es viable el subconjunto que es aprobado por aquellos actores. Si así no ocurre ellos se seguirán comportando de maneras fundadas en pesimistas expectativas, que influirán decisivamente para que se confirmen esas predicciones. Sostendré ahora que ese subconjunto de políticas viables es sumamente reducido, que esto se relaciona estrechamente con uno de los capítulos más rígida y explícitamente codificados de la ‘racionalidad’ en una economía capitalista, y que el logro de la normalización pasa por la hipertrofia interna del capital financiero y, asimismo, por la consolidación y expansión de las fracciones oligopólicas transnacionalizadas de estas economías.
No hay normalización posible sin aplicación, respetuosa y reconocida como tal, de lo que los principales actores económicos consideran racional y causalmente eficiente para ello. El BA sólo puede ser el BA conducido, en sus principales resortes económicos, por funcionarios suficientemente ortodoxos en la aplicación de esa lógica. Si no lo son -y además, si no son reconocidos como tales- falta uno de los requisitos para la normalización que la gran burguesía y el capital financiero transnacional modifiquen sus pesimistas predicciones y que, al menos, adopten una actitud de expectativa que admita la posibilidad de convencerse m{as adelante, ‘con hechos a la vista’, que corresponde modificar dichas predicciones. El movimiento se demuestra andando y la ortodoxia también. Luego de la crisis que precede al BA, todo lo que puede obtener de inmediato es la entronización de liberales en su aparato económico, es esa actitud de expectativa. La gran burguesía y el capital transnacional cautamente suspenden juicio: recortan el saqueo pero todavía no arriesgan a mediano y largo plazo en una economía que -gran cambio- ahora creen que puede mejorar, pero cuya posibilidad deshacerlo es todavía indeterminable”.
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(…) la política de normalización es evaluada por actores -externos e internos- que tienen capacidad decisiva para aliviar o no la balanza de pagos y para, con sus comportamientos hacerla fracasar. Sus pautas de lo qu ees racional y aceptable vienen codificadas a partir del funcionamiento del centro del sistema capitalista mundial. Esas mismas pautas -aquí el lenguaje debe ser cuidadoso porque no es esta una visión instrumental de la ideología- facilitan y a su vez expresan, traduciéndolas como versión objetiva de la ‘realidad’ y de las conexiones causales que las gobiernan, la posición dominante de buena parte de esos actores, no sólo localmente sino también en el sistema capitalista mundial. “Libertad de iniciativa” y de movimiento de capitales; “eficiencia” que no se detiene ante el “sentimentalismo” de proteger a productores “marginales”, “disciplina” fiscal y salarial. Estos son algunos de los preceptos de la ortodoxia en base a los cuales estos actores evalúan la situación, resumiéndola eventualmente en su confianza y en la consiguiente existencia de un “clima favorable” para sus actividades.
Si la aprobación del capital transnacional y de la gran burguesía es condición necesaria para la normalización y si los criterios que determinan esa aprobación se hallan rigurosamente codificados, es bastante poco lo que el gobierno del BA puede inventar en cuanto a los criterios con que emprende esa tarea. Brevemente, la ortodoxia -según arriba definida- es condición necesaria para la aprobación de aquellos actores y para modificar sus predicciones; y esto a su vez es condición necesaria para la normalización.
Considerándolo con un poco de atención, este encadenamiento está formado por algunos eslabones frágiles. El gran problema inicial no es sólo que los “técnicos” liberales ganen el control de, al menos, el aparato económico del BA. Tampoco lo es que tengan antecedentes irreprochables para sus interlocutores internos y externos, ni que se extremen en profesiones de ortodoxia; ni siquiera es suficientes que las medidas que adoptan sigan claramente la orientación codificada. (…) Para que la reaparición de aquellos ‘técnicos’ pueda cambiar las expectativas tienen que darse además otros requisitos, en los que descubrimos que el problema está lejos de ser puramente económico. Ellos son: 1) tiene que ser verosímil que los políticas de normalización se irán decidiendo e implementando, y se mantendrán, por todo el tiempo necesario para que rindan fruto. No se pasa inmediatamente de la crisis que precede al BA a un mundo estable y predecible. Hay un tránsito, que cubre un lapso más o menos prolongado, durante el cual es necesario que se prediga que se mantendrá la ortodoxia; de otra manera, las aprobaciones necesarias quedarían en suspenso y, sobre todo, las predicciones (y consiguientes comportamientos) seguirían siendo negativos -con lo que la normalización sería inviable por carencia de una de sus condiciones necesarias-; y 2) como la decisión de mantener la ortodoxia no flota en un vacío social, para revertir aquellas expectativas es necesario también que, en contraste con lo que enseña la fresca memoria del Estado pretoriano, exista capacidad y voluntad de prevenir, y llegado el caso derrotar, las alianzas y oposiciones que pueden surgir contra las políticas ortodoxas. Esto equivale a decir que tiene que haberse producido, efectiva y reconocidamente un cambio en el tipo de Estado (…) una radical modificación en las bases sociales de un Estado que ahora parece capaz de extender una garantía de recuperación de las condiciones generales de funcionamiento ‘normal’ de estos capitalismos y de garantía de su sistema de dominación. (…)
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La adhesión del BA al código de la ortodoxia es la prenda fundamental del apoyo de la gran burguesía y del capital transnacional. Para ello, el BA tiene que ofrecer la garantía verosímil de su adhesión a la ortodoxia, de no caer en el futuro en tentaciones de ‘sentimentalismo’ y ‘caminos fáciles’. Esta garantía no es sólo ni tanto contra el sector popular, sino contra diversos sectores medios y de burguesía local, quienes tienen que aportar importantes ‘sacrificios’ para la recuperación de la peculiar normalidad de estos capitalismo (…) Aquí se juega la credibilidad de la ortodoxia proclamada: ¿es verosímil que, contra los crujidos, no ya del sector popular, sino de partes no insignificantes de las clases dominantes locales, se la mantendrá?
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El BA sólo puede extender a la gran burguesía esas garantías con su propia gente; es decir, si y cuando abre sus instituciones a los ‘técnicos’ que encarnan ante el gran capital una visión de racionalidad económica suficientemente cercana a la de éste. Esta es la base de una aceptación que se sustenta en la pertenencia a un mundo común de relaciones, de experiencias y de intercambios personales en los que cierta visión del mundo y de lo que es en él ‘racional se expresa en común. Esos ‘técnicos’ son, por eso, el punto de imbricación del BA con la gran burguesía y el capital transnacional. Ellos creen sinceramente servir a un abstracto interés general cuando ajustan su comportamiento a la lógica de funcionamiento de estos capitalismos. Por eso pueden transar en el BA con paternalistas y nacionalistas en la medida en que no acoten demasiado su control de la política económico y social. (…) Son, por ello los interlocutores de los organismos transnacionales y de los financistas que brindan apoyo al BA; en realidad ese apoyo se da, si no directamente a ellos, al BA en tanto ellos tienen y parece probable que conserven una decisiva cuota de poder. Pero aún con esta constelación de factores favorables, la tarea de quienes toman a cargo la normalización no es fácil.
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Los liberales en la conducción económica del BA hacen su parte, ajustándose al código. Antes del BA poco o nada quedaba de la confianza del gran capital interno y externo. La crisis desliga a estos capitalismos del sistema mundial del que son parte. En mayor grado que en el caso de las economías menos complejas y transnacionalizadas, ese desenchufe de los capitalismos del que emerge el BA es la medida de la profundidad de su crisis. Ante ello una tarea central del BA es recomponer la alianza con la gran burguesía y el capital transnacional. Pero parte del gran capital que debería liderar la nueva etapa no está ahí. La crisis previa al BA lo ha ahuyentado y, aunque la estructura que tanto ayudaron a conformar les ofrece ancho espacio, para que la gran burguesía y el capital transnacional jueguen ese papel impulsor -invirtiendo en actividades menos especulativas y reingresando desde el exterior-, el BA tiene que hacer méritos, compitiendo con colocaciones alternativas a escala mundial. Esos méritos son, como ya he señalado, no sólo la adopción de políticas social y económicamente ‘racionales’ sino también la verosímil garantía de su continuidad futura. Mientras ello no ocurra aquellos arriesgan poco, por más que apoyen políticamente a los ortodoxos que quieren y tal vez puedan extender esa garantía. Además , mientras dura el lapso requerido, y como parte de la garantía misma, el aparato estatal tiene que ‘racionalizarse’ , aumentando no sólo su capacidad de control sobre los excluidos sino también de manejo de los instrumentos de política económica que deben disminuir las fluctuaciones preexistentes. También tendría que realizar las obras de infraestructura física y comunicaciones que permitirán soportar y brindar economías externas a las eventuales inversiones futuras. Sin un esfuerzo exitoso en estos sentidos las inversiones privadas internas y externas no se producen en la cantidad y regularidad necesarias o, simplemente, la incipiente confianza se evapora. Cortado abruptamente el amenazante período previo y enfrentado a una profunda crisis económica, el gobierno del BA inicia, con evidentes intenciones nupciales, su cortejo del gran capital -local y transnacional. Estentóreas adhesiones al código, rechazo de toda ‘demagogia’ o ‘sensiblería, espectaculares demostraciones de la capacidad y voluntad que ahora existen para imponer ‘orden’, son características iniciales que sólo pueden ser entendidas en función de ese anhelante cortejo. Pero la espera no se fácil ni breve. Por lo tanto, para atraer grandes y continuadas inversiones internas y externas sería necesario que la economía retomara una tasa razonable de crecimiento -para lo cual a su vez haría falta que la gran burguesía y el capital transnacional ya estuvieran jugando el papel impulsor que no desempeñan debido a la cautela con que todavía evalúan la situación. Pero la ortodoxia impone la contención de sueldos y salarios, la drástica reducción del déficit estatal y la eliminación de subsidios a actividades ‘ineficientes’ y al consumo masivo, como manera de ajustar el nivel de actividad de la economía a sus ‘verdaderas’ posibilidades. Por lo tanto, el impacto recesivo de estas recetas aumenta la subutilización de la capacidad productiva instalada, lo que hace irracional invertir en su ampliación. (…)
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Este liberalismo, tal como se expresó en 1966, no era antiestatista ni proponía un retorno al laissez-faire. En una sociedad como la argentina de 1966, sujeta a una alta activación popular, marcada por conflictos en los que la clase obrera y las capas sindicalizadas de los sectores medios actuaban con alta -y creciente- autonomía frente al Estado y la burguesía, sujeta a recurrentes crisis económicas, abandonada, por esto mismo, de nuevas inversiones de capital transnacional, y abierta a promesas «demagógicas», ese liberalismo promovió activamente la implantación del BA (Estado Burocrático Autoritario). Aunque quisiera un desemboque democrático, es desembozadamente autoritario por todo el tiempo necesario para que las condiciones de esa democracia estén, a su criterio, plenamente garantizadas. Además, no es hostil per se a una expansión del aparato estatal, ni siquiera de sus actividades económicas -lo que lo aleja del laissez-faire de algunos de sus aliados más tradicionales-, siempre que sirva a la expansión de la estructura productiva oligopólica de la que surgen sus principales portavoces (lo cual a su vez lo aleja tanto del Estado «equilibrador» de los paternalistas como del estatismo empresarial al que apuntan los nacionalistas).
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