Uno de los ejercicios más interesantes y prácticos que tenemos para hacer quienes estudiamos disciplinas de las ciencias sociales es buscar casos concretos o ejemplos literales que puedan graficar aquel concepto o tesis que un determinado o determinados autores desarrollaron previamente.
Mucho más interesante y jugoso se vuelve este ejercicio cuando la teoría fue desarrollada quizás un siglo antes y puede seguir replicándose de manera práctica y en distinta medida en diferentes sucesos concretos. Ya sean del pasado reciente, o presentes. Es en esta bajada a la realidad, donde lo teórico se presenta como tangible y deja de ser una mera enunciación.
En varios de sus escritos, Antonio Gramsci desarrolla el concepto de intelectual orgánico, definiendo a éste o éstos como aquellos agentes que operan como constructores del sentido común en la sociedad civil durante un determinado bloque histórico. El sentido común funciona como la base de apoyo y sustento de este bloque histórico, generando los consensos sociales necesarios y que permiten al grupo dominante mantener su hegemonía.
Todo grupo hegemónico y por ende todo partido de gobierno, necesita de sus respectivos intelectuales orgánicos para construir mayorías y consensos. Es uno de los mecanismos más efectivos y de mayor transversalidad ya que quienes ejercen este rol se encuentran insertos en la multiplicidad de ámbitos dentro de la sociedad civil.
Ya transcurrido el primer año de gobierno, la gestión Cambiemos recurrió a varios interlocutores -incluido el mismísimo Presidente- para construir consenso apelando al recurso de dinamitar el debate público sobre una serie de temas que más que (como proponían en campaña) “unir a los argentinos” están generando bases de apoyo apelando a sentimientos de revancha, xenofobia y violencia.
¿Cuál es el sentido sino de apuntar los cañones mediáticos -intelectuales orgánicos mediante- contra la educación pública y los docentes, estudiantes extranjeros, las instituciones de investigación y los mismos investigadores que reciben financiamiento del Estado? ¿A quién se busca interpelar cuando se revuelve de manera macabra sobre el número de desaparecidos en la última dictadura militar? Si según lo dicho por el mismo Mauricio Macri, se sostiene en prisión a una dirigente social “porque la sociedad cree que es lo mejor” desoyendo los pedidos de libertad por parte de los más respetados organismos internacionales de Derechos Humanos, o cuando en los medios defiende públicamente a quien hace justicia por mano propia, ¿no es esto un aval para que aumente la violencia institucional?
Resulta preocupante observar que aquellas batallas culturales que Cambiemos tomó como bandera en tal sólo el primer año de gobierno poseen un gran contenido ideológico antipopular, clasista y cargado de violencia simbólica. Sin necesidad de viajar mucho en el tiempo, durante el proceso que condujo a la privatización de las empresas de servicios públicos, periodistas como Bernardo Neustadt o Mariano Grondona -quizás los mejores ejemplos de intelectuales orgánicos en ese momento- sostenían un discurso que si bien apuntaba al mismo objetivo -achicamiento en las capacidades del Estado y reforma estructural- no presentaba la misma carga de violencia que actualmente se observa principalmente en las redes sociales y el rebote que de los mismos se da en los medios.
Cabe preguntarse entonces: si el relato de Cambiemos para lo que queda de gestión va a seguir apoyándose sobre y aumentando la violencia simbólica como mecanismo para generar y construir mayorías en la opinión pública, erosionando ciertos consensos históricos y democráticos, ¿que nos espera a futuro? Quizás la respuesta tampoco sea el prometido cierre de grieta que resonaba en campaña.