Por Lucía Caruncho
“El PRO vino para quedarse” es la frase que se escucha en estos días. Su expansión como fuerza política nacional y su incipiente consolidación obliga a pensar que se trata de algo más que una fuerza sostenida en el mero marketing político. El PRO cristaliza un nuevo modelo partidario, en particular, un nuevo vínculo entre los partidos y el electorado.
Los primeros síntomas de esta nueva forma de relación se pueden rastrear en el clima cultural emergente tras la recuperación de la democracia argentina en 1983. Existen por lo menos tres atributos culturales que parecen relevantes rescatar: la creciente desafección partidaria; cierta disociación entre la calidad de la democracia –hoy traducida en términos de república– y el Estado; y la desconfianza en torno al rol del Estado y sus expresiones políticas e institucionales (lo que incluye a los partidos políticos). En relación al primero (desafección partidaria), la necesidad de generar acuerdos interpartidarios en pos de la reinstauración y estabilidad de la democracia se reflejó en la construcción de un discurso político que intentó trascender la clásica división entre peronistas y radicales. El invite a votar más allá de este clivaje no fue transitorio. Constituyó uno de los primeros signos de la inestabilidad de las identidades partidarias que se iría propagando entre la ciudadanía entrado el nuevo siglo. En relación al segundo atributo (separación entre la calidad de la democracia y el Estado), el discurso político imperante en la década del 80 tendió a enfatizar la importancia de la democracia en desmedro de las condiciones estatales en las que esta se erige. Ello favoreció el nacimiento de una “ideología democrática” –hoy expresada en mayor medida en términos de “ideología republicana”– que contribuyó a
disociar el régimen de la calidad del Estado. Respecto del tercer atributo, y vinculado a lo anterior, un clima cultural dominado por la sospecha en torno al rol del Estado y sus instituciones. Tras la dictadura militar, dicha sospecha fue expresada por las organizaciones de derechos humanos en contra de las Fuerzas Armadas. Pero, una vez neutralizada la potencialidad de las Fuerzas para desestabilizar el régimen, la desconfianza en relación al Estado se mantuvo. En la década del 90, esta sospecha encontró fundamento en los enormes bolsones de corrupción lanzados desde el interior del sistema político, develados por diversas organizaciones y programas de investigación periodística, y difundidos por los medios de comunicación. Este panorama favoreció la emergencia de nuevas organizaciones de la sociedad civil que con repertorios diversos encontraron un común denominador en la crítica generalizada hacia el Estado (como principal germen de corrupción), sus
instituciones y la política. Quizá el Frepaso (y posteriormente la coalición Alianza) haya sido uno de los primeros partidos capaces de leer dicha crítica, darle cauce institucional –más allá de su fracaso final– y ajustar su discurso político. Así, el ocaso de la Alianza en el año 2001 no dio origen a un nuevo actor social sino que este actor social (aglutinado en el “que se vayan todos”) cobró protagonismo y expresó su desconfianza radical hacia el Estado, sus instituciones y dirigentes.
Bajo estas condiciones nació el PRO. Un partido que a diferencia de los partidos tradicionales fundó sus bases en una organización de la sociedad civil (en principio la Fundación Creer y Crecer) y que, más allá de su disímil composición interna (lo que no debería confundirse con «policlasismo»), asentó su imagen en un conjunto de líderes provenientes del ámbito empresarial, el entretenimiento y el deporte. Ello, le permitió ofrecer una alternativa partidaria que se ubicó simbólicamente –y paradójicamente– por fuera de la política y de la ideología afianzando un tipo de relación diferente con la ciudadanía. Este vínculo puede ser rastreado, en parte, en el modo
en que el PRO interpeló al votante y sus preocupaciones. Lo que conduce a detenerse –aunque sea esquemáticamente– en los principales rasgos de este electorado y en las respuestas que el partido le proporcionó a través de su comunicación política. Frente al sentimiento de apatía generalizada y rechazo respecto del quehacer político, el partido se presentó como un conjunto de ciudadanos comunes situados en el mismo nivel que el electorado. Lo consiguió, por un lado, a partir de la selección de figuras que no tenían –por
lo menos públicamente– una carrera política (Miguel del Sel; Héctor Baldassi; Fernando Niembro; Martiniano Molina). Por otro, en la construcción de una retórica basada en el “sentido común” y la “celebración permanente”. Esto le permitió responder a la desafección partidaria con una propuesta “anti – partido”. El PRO no reconoce hacer política partidaria, “solo gestionar y administrar” con “felicidad” Lo que representa ser “una revolución de la alegría”. Frente a un electorado heterogéneo, el partido se deshizo de ataduras ideológicas e identitarias y echó mano de temas universales –“honestidad”, “pobreza cero”, “unir a todos los argentinos”– sin delimitar a priori la orientación de la política pública. Asimismo , construyó un discurso inclusivo en torno a identidades políticas divergentes. Esto es, invitó a todos (peronistas, radicales y “caídos del mapa”) “con la esperanza de que se sumen a esta convocatoria” (Macri, 25 de octubre de 2015). De este
modo, el votante evita someterse al estrés de tener que elegir entre propuestas programáticas diferentes. En cuanto a la sensación de lejanía que el ciudadano experimenta respecto de la política y sus dirigentes el PRO respondió con cercanía. Son Mauricio, Gabriela, María Eugenia, Horacio (sin títulos ni apellidos) que apuestan a la visibilidad de sus lazos íntimos y se encuentran dispuestos a escuchar “los problemas de la gente”. Son meras personas porque políticos “son los otros”. En sintonía, el partido supo responder a su mencionada “falta de sensibilidad social” con mucho “amor” y “corazón”.
Finalmente, una cuestión más que el PRO ha sabido capitalizar como ningún otro partido y en la que probablemente radique además uno de los pilares de su éxito electoral: la llamada grieta. Es que el PRO ha logrado posicionarse, más allá de sus ambigüedades, como una organización no kirchnerista. Anclado en el discurso poco preciso de la “pesada herencia” se convirtió en el aliado principal de la polarización de la que ellos mismos dicen renegar. La eficacia de este discurso radica en que la polarización (en tanto lleva implícita
la idea de “nosotros vs. ellos”) oculta –o deslegitima– el “camino del medio”. Esto es, la ciudadanía ha tendido a percibir que la única alternativa frente al kirchnerismo es el PRO (hoy enmarcado –y socio principal– de la coalición Cambiemos integrada a su vez por la Coalición Cívica y la UCR). Ni ECO, ni FIT, ni FR o derivados del PJ. Bien porque no son registrados como partidos de oposición, bien porque no son considerados electoralmente competitivos, bien porque el PRO –o Cambiemos– en tanto “universal” los integra. Lo que
a la larga ha incentivado –si se atiende además a las características del electorado – un comportamiento estratégico del voto que alimenta la idea –y las posibilidades– de que el PRO es el único partido con chances de derrotar al FpV.
En resumen, el PRO ha logrado interpretar el cambio cultural iniciado tras la
reapertura democrática y darle cauce institucional . Asimismo, ha interpelado con éxito a una masa electoral heterogénea por medio de un discurso situado simbólicamente por fuera de la política y la ideología –y por extensión del kirchnerismo–. Ahora bien, existen una serie de paradojas que emergen de esta nueva forma de vinculación entre los partidos y el electorado que trasciende al PRO. Se rescata una que involucra por igual y es que la crítica
moralizante hacia toda forma de manifestación política oculta en los hechos enormes problemas sociales, políticos e institucionales (exclusión sistémica, falta de oportunidades reales, desigualdades sociales, injusticias) que solo pueden ser resueltos develándolos.