Murió Fidel Castro. Nos habíamos acostumbrado a la noticia. Desde las usinas mediáticas del norte se adelantaron a la muerte de este gigante casi en 50 años. Hasta hace unos meses habían anoticiado a sus televidentes por cadena que el líder cubano había fallecido. No sólo gambeteó más de 500 atentados elaborados sofisticadamente por sus enemigos, sino que también logró desmentir millares de noticias que anunciaron su deceso. Finalmente fue su hermano Raúl quien conmovió al mundo con la infausta noticia y confirmó el paso a la inmortalidad del hombre inigualable.
La vida política de Fidel comenzó mucha antes del triunfo revolucionario del 1° de enero de 1959. Desde su juventud el líder cubano mostró sus facetas de vibrante orador y hábil estratega. Esas grandes dotes le permitieron distinguirse en el ámbito universitario y ser candidato a diputado en elecciones democráticas, luego anuladas por el golpe de estado de Fulgencio Batista. Había sido candidato por el partido Ortodoxo, una agrupación política con modestas reivindicaciones revolucionarias, y una posición sobre todo centrista para la época. La interrupción del juego electoral convenció al joven Castro de la necesidad de explorar nuevos caminos. La intentona militar del 26 de julio de 1953 es hija de esa estrategia que se fundaba en la necesidad de restaurar un orden legal en Cuba. Su alegato, “la historia me absolverá” aún no muestra los contornos revolucionarios que adoptará el líder cubano ocho años más tarde. Fue simplemente una pieza oratoria fenomenal que reivindicaba su lucha contra la dictadura de Batista. Sus años en prisión y su salida a México luego de la amnistía presidencial dos años después, afianzaron en Fidel la necesidad de volver al país por otras vías.
En su estancia en tierra azteca preparó la vuelta a Cuba conformando un grupo revolucionario de varias patrias. Su encuentro con el Che Guevara en esos años es historia, pero marca con claridad la estrategia de reclutamiento: conformar un contingente guerrillero con hombres, por sobre todas las cosas, decididos a poner el cuerpo por la liberación de Cuba del yugo dictatorial. Cuando el 2 de diciembre de 1956 pisaron territorio cubano luego de una extensa travesía, los hombres liderados por Castro fueron recibidos a los tiros logrando sobrevivir casi el 10% de sus miembros. Cuenta la leyenda que cuando Fidel reunió a los 12 que quedaron luego de la sangría soltó el famoso “ya hemos ganado”, una expresión que muestra en toda su dimensión otra de las características de Fidel, su optimismo irrefrenable. A partir de ese instante, y sin que muchos apostaran por el éxito de la empresa, Fidel y sus 11 camaradas iniciaron la guerra de guerrillas más “demencial” de la historia (en términos de posibilidades reales de triunfo) que luego de dos años entró victoriosa a La Habana. En su célebre libro “Pasajes de la guerra revolucionaria”, Ernesto Guevara narra con preciso detalle las peripecias de ese proceso que culminó victorioso, y se convirtió, no sólo en leyenda, sino también en el modelo estratégico adoptado por las mayorías de las guerrillas latinoamericanas para tomar el poder político en sus países. Sólo Nicaragua logró repetir la hazaña de un método de lucha que lejos de convertirse en un “victorioso universalizable”, pareció explicar el éxito en condiciones, geografías y contextos muy específicos, y para nada trasladables mecánicamente. Pero eso forma parte de la historia y de otros debates.
La victoria de Fidel y su movimiento 26 de julio fue vivado en todo el continente. Inclusive la dictadura militar argentina de Aramburu y Rojas había visto con simpatías al movimiento que emulaba al de la “libertadora” en su lucha contra el tirano: allá Batista, acá Perón. Poco y nada se sabía sobre esos barbudos que bajaban de la Sierra Maestra, y la propia labilidad de su discurso (concentrado en principio en derribar el gobierno de facto, reforma agraria y participación de los obreros en la ganancia capitalista, muy clima de época) no ofrecía hasta ese momento coordenadas evidentes. El componente nacionalista y martiano fue desde el inicio marca registrada y es allí desde donde debe entenderse al movimiento 26 de julio. Es por eso que desde las primeras horas de triunfo Fidel y sus guerreros fueron saludados de diversas tribunas ideológicas. De hecho fue invitado a EEUU y recibido con respeto, en lo que fue su primera visita “oficial” como líder victorioso. Su propuesta de tener un trato respetuoso con el país del norte y una política soberana no fue bien recibida, sin embargo los canales no se romperían hasta los siguientes meses. En su retorno firmó la “Ley de reforma agraria” y comenzó un muy tímido acercamiento comercial a URSS, para más tarde avanzar en un proceso de expropiaciones de empresas norteamericanas que jugaban de local en la isla. A esta ese momento el discurso nacionalista del gobierno cubano se acercaba en ese plano a la corta experiencia de Jacobo Arbenz en Guatemala. Será luego de la frustrada invasión norteamericana en Bahía de Cochinos en abril de 1961 (y luego de dos años de gobierno) que Fidel anunciará el carácter socialista de la revolución cubana. “Soy marxista leninista y lo seré hasta el último día de mi vida”, prófetico el líder cubano notificó por cadena nacional los nuevos tiempos que se avecinaban en Cuba. “La crisis de los misiles” fue la consecuencia inmediata de la dirección que tomaba el gobierno de la isla y el que marcó la relación con EEUU durante décadas: bloque económico norteamericano y relaciones carnales con la URSS.
Durante esos años hasta la caída del bloque soviético, el gobierno de Cuba financió humana y financieramente todos los intentos guerrilleros en el continente y en África, llenó de médicos y ayuda humanitaria a todos los países que demandaban sus profesionales, alfabetizó, educó, y curó a los que antes de la llegada de la Revolución no tenían derechos, acalló la protesta social con mano de fierro, se sovietizó en sus pautas culturales, igualó a los desiguales, expropió y nacionalizó todo lo que había en su territorio, guerreó verbalmente con EEUU y sus países satélites, se bancó al imperio más poderoso de la historia a escasas noventa millas, mandó al paredón a antiguos camaradas de lucha, enamoró a millones de jóvenes que vieron en Cuba un foco de atracción y un imán de dignidad, cobijó exiliados, expulsó compatriotas en Mariel, fomentó el deporte como nadie en su historia y puso a su país entre los mejores en muchas disciplinas; y todo eso a pasitos del país más poderoso.
La desintegración del bloque socialista la encontró huérfano de apoyos. La inventiva de Fidel permitió que el destino de Cuba no fuese el mismo que caminaban los satélites soviéticos. El “periodo especial” inaugurado a principios del noventa significó un empobrecimiento general del país y de su sociedad, pero muy lejos estuvo Cuba, a pesar de las muchísimas dificultades, de pasar a engrosar las filas de los “ex socialistas”. El pragmatismo del líder cubano le permitió encontrar en el turismo y en el aflojamiento de los controles estatales sobre la economía, una fuente alternativa de financiamiento en un contexto, el de los noventa, donde todo el hemisferio giraba hacia la derecha. A pesar de tratarse de una década en donde el gobierno cubano debió luchar con desventajas enormes en el campo político y económico, Cuba mantuvo su divisa fuerte y en alto.
La llegada del siglo XXI con los gobiernos del giro a la izquierda implicó un respiro colosal para Cuba. Su alianza estratégica con Venezuela le permitió reconvertir su economía guiando su propia estrategia. Los acuerdos con Bolivia, Ecuador, Nicaragua, en torno al Alba y con Rusia y China a nivel continental lo posicionaron nuevamente. La figura de Fidel volvió a brillar en el firmamento y la mayoría de los gobiernos progresistas de la región dejaron de tratarlo como la “bestia negra”, otorgándole un lugar de privilegio en sus agendas. Cuba dejó de ser un “problema” para convertirse en una “solución” para ciertos conflictos regionales. Ni siquiera el grave episodio de salud del líder cubano de regreso de nuestro país en julio de 2006 modificó la nueva relación de fuerzas en la región. Cuando parecía que Fidel se despedía del mundo, resurgió una vez más delegando su lugar a su hermano Raúl y apostando por un nuevo rol en el interior del gobierno de la isla. En el camino Cuba se convirtió en un actor clave de la paz en Colombia, acercó posiciones con EEUU, a pesar de las críticas solapadas del líder cubano al accionar histórico de su enemigo y fue testigo privilegiado de la enfermedad y posterior muerte del “mejor amigo de Cuba” Hugo Chávez. En esos años su figura ofició como emblema paternal de las luchas independentistas y soberanas en la región y sus líderes peregrinaron por su morada para una foto, un consejo o un abrazo sentido. Sus escritos sobre la realidad internacional de los últimos años y sus apariciones públicas muy contadas y con fotografías escuetas relatan la parte final de su vida.
Se va una leyenda, unos de esos líderes que aparecen escasísimas veces en la historia. Quienes formamos parte de la generación nacida en los setenta, Fidel representó la figura política más emblemática. El líder cubano abrió una grieta profunda entre quienes lo admirábamos y quienes lo criticaron. Fue un político que no admitió medias tintas. Su obra no deja lugar a la ecuanimidad, a la reflexión objetiva, y está bien que sea así. Vio pasar 10 presidentes norteamericanos, que salvo honradas excepciones prefirieron no tenerlo de antagonista. Creó una sociedad más igualitaria, educada, sana y con pensamiento crítico. No es poca cosa.
Mientras hoy se escuchaban las condolencias de todos los líderes mundiales (de derecha a izquierda, de arriba abajo) uno se interrogaba: ¿Sería conocida Cuba sin Fidel?. En ese sentido, para bien o para mal, Fidel marcó a Cuba para siempre. Es cierto, a los latinoamericanos también. Desde allí la orfandad política que uno siente en estas horas. Culmina la vida de uno de los hombres más importante de los últimos 150 años en la región. Y se termina en un contexto en donde su figura ya ocupa las grandes páginas de la historia. No se fue derrotado, no se fue despreciado por sus compatriotas, no se fue por la puerta de atrás de la isla. Se fue como un gigante a los 90 años, en el espacio geográfico que eligió y sin pedirles permiso a sus enemigos históricos. En horas vendrá la despedida que el pueblo cubano dará a su líder. Allí se acabarán los debates livianos en torno al sentimiento profundo de ese pueblo hacia esa figura monumental que fue Fidel Alejandro Castro Ruz.