Desde ayer, no somos las mismas. Hay algo en el relato de Thelma que, más allá de lo doloroso y complicado en sí, caló hondo en cada una de nosotras.
De alguna manera, las mujeres argentinas sabemos a ciencia cierta de lo que ella habla porque nos remite a alguna situación con alguna de las características de esa narración que, en algún momento, hemos vivido.
Lo de Thelma es admirable por cada lugar por el que se lo mire. Sabemos a lo que se enfrentan las personas abusadas al momento de hablar: la re victimización, el pedido incansable de explicaciones, las dudas, las miradas desconfiadas, y el descuidado – y muchas veces irrespetuoso- tratamiento de los medios de comunicación.
A pesar de ello, pareciera que la impunidad que sostiene al sistema que naturalizó dicha situación está llegando a su fin. Y si bien la valentía de la actriz no deja de ser lo que más nos atraviesa, probablemente el contexto actual impulsado por el movimiento de mujeres es parte necesaria en la toma de decisión y en el paso a la acción por parte de la joven.
A Thelma, la confianza para hablar no se la dio la justicia sino la identificación con el relato de otra compañera, la empatía entre mujeres que pasaron por el mismo calvario.
“Le dije que no y él siguió” es uno de los fragmentos del relato que más resuena por estas horas. La mirada fija y los ojos profundos de quien habla nos obligan a interpelarnos a todas y a todos. ¿Cuántas veces sentimos que nos pasó lo mismo? ¿Cuantas veces te pasaste con alguien que sabias que no estaba del todo a gusto con tu trato? No hay modo de evadir ese pensamiento. Y esa invitación a darnos cuenta de que somos parte activa de esa cultura de la violación también es producto del sismo generado por el movimiento de mujeres. Reconocernos para transformarnos también es la consecuencia de las redes que fuimos construyendo sin la colaboración de ningúna institución jurídica.
Cuando se comenzó a perder el miedo a hablar, cuando muchas mujeres dejaron de temerle a romper con el bozal machista, algunos sectores cuestionaban los modos y sostenían que la mediatización de los casos suponía una casa de brujas. Es por ello que indicaban que semejantes acusaciones deberían ir de la mano de las denuncias correspondientes.
Cabe destacar que los delitos sexuales implican un alto nivel de dificultad al momento de ser probados ante la justicia. Habitualmente no existen testigos que puedan dar testimonio de los episodios y la única prueba son los cuerpos de las mujeres. Esos territorios que nos pertenecen y que, en ocasiones, son violentados no solo en el abuso, sino en el proceso de investigación en el marco de las causas judiciales. Quizás aquí yace la explicación (una de ellas) a la pregunta acerca de porque no se denunció en el momento, porque no ante la justicia o porque es tan difícil hasta quitarnos el velo que nos ayuda a identificar que fuimos víctimas de un delito de estas características.
De alguna manera, esas exigencias encontraron respuesta ayer de la mano de la mención respecto de la radicación de una denuncia penal en Nicaragua. Con un impacto mucho más fuerte que el que tuvieron otras manifestaciones públicas que antecedieron a esta, lo sucedido ayer achica el campo de acción de los sectores más reaccionarios. La víctima tuvo que superar distintas etapas de un proceso durísimo pero finalmente el ámbito donde se dirima lo sucedido será la justicia. Y, sin medias tintas, la acusación es concreta: el denunciado está acusado de violación.
Nosotras no somos las mismas, pero no por la caratula judicial sino porque eso sucede cada vez que una habla. Nosotras no somos las mismas porque en algún lugar del relato, todas nos vemos reflejadas. Porque nos inculcaron (inculcamos) que ese episodio tenía que encajar en la naturalidad. Porque nos creímos que había que justificarlo y, si eso no era posible, directamente debíamos taparlo. Y todo eso responde a una superestructura que además nos empuja a hacer lo imposible por no reconocernos oprimidas. Porque esa también es la vergüenza que nos dijeron que teníamos que sentir.
De esa sensación de tener que escondernos debajo de la cama, de ocultar bajo la alfombra las cosas que nos avergonzaron, de ese lugar espantoso nos corrió el feminismo. Y ese camino solo puede ser uno de ida. No hay retorno. Nosotras no nacimos feministas pero hemos asumido el compromiso político de hacernos el lugar de poder decir, de garantizarnos esa contención que ninguna institución ni ningún poder nos supo dar.
Y en este sentido hay que dejar en claro que no estamos buscando extremar el punitivismo, ni mucho menos suponer que a los imputados por este tipo de delitos no se le respeten las garantías constitucionales. Volver sobre esas discusiones solo conlleva correr el eje de lo que importa.
Este movimiento no quiere quedarse solo en mostrar las discriminaciones o las violencias en función del género. Además tenemos la convicción de que llegar hasta acá implica obligatoriamente la construcción de nuevos paradigmas.
Nosotras cambiamos el eje que nos guía. Para las mujeres, la vergüenza de reconocernos acosadas se convirtió en sororidad. Esa es nuestra principal bandera, una que enarbolamos para bajar únicamente el día que pedir igualdad en el respeto de los derechos y las garantías haya quedado en desuso.
Thelma nos toca una fibra intima a todes. Nuestro mayor logro será que cada une pueda conectar con eso para patear el tablero y modificarse desde un lugar de compromiso y responsabilidad que es tan necesario como urgente. Desde el abrazo, desde los lazos, de la empatía.
Ya no nos callamos mas.