A noventa días.

Estamos, oficialmente, ante una de las campañas electorales más difíciles de analizar en la historia de nuestra joven democracia. Con la sociedad ganada por la apatía, fracturada casi a la mitad por la denodada labor de los medios de comunicación -que han jugado de manera abierta y desembozada como cuartel general de la contraofensiva opositora-, con varias de las principales rutas del país (todavía) cortadas por el séptimo lock out agropecuario en menos de dos años, la situación no puede ser más inestable, ni más imprevisible. El dinamismo de la coyuntura, plasmado en el adelantamiento confirmado de las elecciones al 28 de junio, vuelve añejos todos los escenarios, y deja perimidas todas las estrategias, incluso aquellas que planteábamos no hace tanto como las más verosímiles para los principales actores.

Si bien la información disponible a la fecha parece indicar que el kirchnerismo ha de retener su primera minoría, el resultado electoral no parece cerrar, por sí mismo, la ecuación de gobernabilidad necesaria para emparchar las diversas brechas que se han abierto en el campo oficialista.

La hipótesis de un gobierno aún más condicionado por socios renuentes a concederle margen de maniobra es uno de los peores escenarios para una administración que debe enfrentar, en el bienio 2009 – 2011, los efectos de la más grave crisis económica mundial en setenta años, con sólo algunos estiletazos de su otrora sorprendente iniciativa política como restos de un estilo de gestión agotado.

La reapertura, a partir del “conflicto con el campo” en marzo de 2008, de la crisis de representación no cicatrizada en 2001, fogoneada por los medios de comunicación, ha tenido un resultado paradójico, pues ha debilitado tanto al oficialismo como a la oposición. El primero ha perdido buena parte de sus bases electorales; la segunda no se ha mostrado en condiciones de capitalizar  esa pérdida en términos de propuestas políticas socialmente aglutinantes. En el vacío de poder resultante, se han debilitado las mediaciones democráticas en su conjunto, fortaleciendo a los factores de poder real -los medios de comunicación, las corporaciones empresarias, el poder financiero, etc.- en nombre de un credo cultural antipolítico y antiestatal.

De este modo, mientras el kirchnerismo abandona sus cabezas de playa en las clases medias urbanas y rurales, recostándose en la alianza originaria con el justicialismo -al menos, con la parte que aún controla-, la dispersión opositora no genera mecanismos de resolución de diferendos, sino que profundiza las distancias entre los sacerdotes del “diálogo” y los feligreses del “consenso.”

Esto es lógico, pues, como hemos dicho, no hay unidad opositora si no se dirime primero quién o quiénes han de conducir una eventual coalición, y qué impronta han de aportarle. Por eso, 2009 es tanto un plebiscito del gobierno nacional -en el mediano plazo de los ciclos económicos, tal cual lo diría Braudel- como la instancia que ha de dirimir de manera definitiva qué sector de la oposición lidera el recambio posible en 2011. ¿Será el peronismo  disidente, resultado de la coalición del duhaldismo y el macrismo? ¿Será la nueva alianza del radicalismo, la Coalición Cívica y el socialismo?

De los tres distritos más importantes, todo parece indicar que la lucha por la sucesión se concentrará, en primer lugar, en el territorio bonaerense, donde se verá, finalmente, qué tan grande es la erosión electoral del kirchnerismo a manos de Unión PRO. En segundo lugar, destaca el choque de opositores de la Capital Federal, que tiene todos los boletos en manos del macrismo. Si bien las performances del socialismo en Santa Fe y de Juez y del radicalismo en Córdoba pueden compensar, parcialmente, este escenario, queda claro que las apuestas favorecen, hoy por hoy, al rejunte de duhaldistas y macristas por sobre la entente acaudillada por la UCR y el espacio liderado por Elisa Carrió.

La constatación inmediata de esta realidad tiene su correlato en las estrategias discursivas: mientras Carrió rehuye una candidatura en Capital e intenta apelar a alguna fórmula de “unidad”, paralelamente deslegitima las elecciones, anticipando escenarios de fraude y violencia, y prepara el terreno para una conveniente transición anticipada.

A esta estrategia catastrofista, de perfil levantisco, se opone la más calma estrategia de sucesión propugnada por la alianza del macrismo y del peronismo disidente. Más interesados en una estrategia de participación y protagonismo gradual y creciente, los referentes de este espacio tienen muchas razones para preferir la calma a la tormenta.

En primer lugar, asumen responsabilidades de gestión que los sitúan en coincidencia táctica de intereses con el oficialismo nacional. En segundo término, gozan de todas las ventajas de cara a una eventual debacle del kirchnerismo como fracción hegemónica del justicialismo. En tercer lugar, su participación institucional les permite graduar los tiempos y las alianzas en plazos más largos, sin por ello resignar protagonismo. Son los socios ideales en una transición ordenada, acorde con los tiempos institucionales.

Su talón de Aquiles, sin embargo, estriba en su escasa penetración nacional: fuera de la Capital y la Provincia de Buenos Aires, carecen de la inserción necesaria. Por ello, apuestan a profundizar la diáspora justicialista, tanto en el conurbano como en las provincias, seguros de que tienen mucho más para ofrecer a los “líderes intermedios” que la alianza del panrradicalismo tradicional, de indeleble signo antiperonista.

A noventa días de las elecciones, parece claro que el 28 de junio no despejará tantas incógnitas como aquellas que ha de dejar planteadas: ¿Cómo se gobierna, y con qué alianzas políticas, entre 2009 y 2011? ¿Transición acelerada, o sucesión institucional? ¿Quién ha de ganar, y quién ha de perder, en el camino hacia las presidenciales?

Como están las cosas, la fractura social, cultural y política que enfrenta a los argentinos no puede ser resuelta desde ejes ideológicos simplistas. En otras palabras, es seguro que el 28 haya varios ganadores autoproclamados, pero pocas respuestas a estos enigmas.

Ezequiel Meler,

http://ezequielmeler.wordpress.com/

4 comentarios en «A noventa días.»

  1. quizas prime en junio el «efecto 95′»…mas alla de toda la alharaca,a la hora de los bifes por lo general los argentinos preferimos el «mas vale malo conocido q bueno por conocer» o «no hay q cambiar de caballo en medio del rio».

    se acuerdan del 95′??? parecia q el menemismo era historia,y sin embargo salio vivito y coleando.(cmo siguio el resto de la historia??? ya saben como termino todo)

    yo ya me cure de espanto en el 95…asi q ahora,q sea lo q los dioses quieran.

    capusotto,la historia y la realidad te estan dando la razon me parece.

  2. No estoy muy seguro de que esa comparación sea pertinente. En primer lugar, en 1995 integré la campaña Bordón – Álvarez, y de entrada sabíamos que estábamos afuera de la segunda vuelta. Los militantes en general no nos confundimos, lo entendíamos perfectamente. Al menemismo en tanto proyecto le quedaban, de hecho, muchos años, si miramos el programa de gobierno de la Alianza.

    Pero hay otras razones:

    1) La mediación partidaria estaba más o menos intacta. El peronismo podía, con socios, sortear una prueba de medición muy alta, precisamente gracias a la contribución en voto directo de un justicialismo bonaerense que respondía enteramente a Balcarce 50.
    En ese sentido, 1995 no fue, estrictamente, una interna peronista.

    2) Los niveles de participación, en general, fueron muy elevados, lo cual es consistente con la historia de la democracia entre 1984 y 2001. El credo antipolítico estaba menos jugado.

    3) El papel de los medios fue distinto: en 1995, favorecían claramente al oficialismo, sobre todo a partir de la «semana negra» de la Bolsa en la primera semana de mayo. Hoy el establishment está del otro lado.

    Más en general, creo que las comparaciones del comportamiento electoral deben dar cuenta de 2001 y de sus secuelas -económicas, sociales, culturales y políticas-, del mismo modo que no puede entenderse la victoria de Alfonsín en el 83 sin tener en cuenta la caída de Isabel, la dictadura y el Plan Martínez de Hoz en el medio.

  3. Síntesis impecable, casi diría que indiscutible, Ezequiel. Por más que me deje un sabor desagradable (no el peor posible, es cierto, pero sí uno que está bastante lejos de lo deseable, aun sin grandes aspiraciones), me parece un acto de lucidez reconocer que es así. La cuestión es entonces el día después. Lo que quiere decir muchas cosas: cómo queda configurada la escena y, a partir de cómo quedó configurada, cómo leeran ese cuadro de situación quienes actúan en ella y qué acciones dispondrán, y qué vamos a hacer en medio de todo eso nosotros, los distintos tipos de nosotros que usamos la palabra «nosotros».

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