A propósito de la Identidad Villera

El pobre es pobre. Ni bueno ni malo. Pobre. Y para con los pobres que viven en una villa, los villeros, el Estado está en deuda porque no garantiza el derecho a la ciudad del que deberíamos gozar todos los habitantes de este país. Largamente discutido y debatido, consagrado en los tratados internacionales con rango constitucional, en la moderna constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, los Estados deben garantizar el acceso al hábitat digno. Hablamos de ciudad y hábitat porque sabemos que el acceso a una vivienda digna (entendida en sentido físico) e incluso la calle y la cloaca son condiciones necesarias, pero no suficientes para los procesos de integración o de justicia social que perseguimos; llamémoslo como más nos guste. No alcanza con lo que comúnmente se denomina “urbanización” para que seamos iguales y tengamos las mismas oportunidades. Ahí es cuando el tema de la estigmatización, de la mirada sobre el otro, del quién es quién, y sobre todo de quién es el que va a definir quién es el otro, toma algo más de importancia. La batalla por el sentido, y la historia que tiene detrás, no es algo para banalizar así nomas. ¿O acaso también vamos a decir que el villero se reivindica villero porque quiere vivir en una villa? No, quiere que su villa sea un barrio, y para eso tuvo que visibilizarse y construirse como un sujeto que pelea por eso. Como el piquetero, que quiere trabajo.

Este estado de situación, el que reconoce la urbanización como deuda del Estado, parece haber saldado los debates históricos respecto a los grandes paradigmas para resolver el problema. La erradicación está clausurada como modalidad de intervención sobre las villas. Actualmente, la radicación es un escenario posible. Hablamos de villas, no de asentamientos o “tomas organizadas” donde aún prevalece la idea de ilegalidad para construir el problema. Entonces, pareciera reconocerse que la falta de inversión en infraestructura, equipamiento y planificación en pos de la integración es parte de la solución al problema. Y así dicen propios y extraños. Los organismos del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que intervienen en villas se llaman SECHI (Secretaria de Hábitat e Inclusión Social), UGIS (Unidad de Gestión de Intervención Social), además del IVC. Entonces, estaríamos todos de acuerdo. Pero no, la cuestión se torna un tanto más compleja. Pensar en “blanco o negro”, “buenos o malos”, nubla toda posibilidad de reflexión.

En el reciente debate del presupuesto 2015 de la Ciudad de Buenos Aires, el director del IVC aportó algunos matices: “no queremos un Estado constructor de hábitat, sino promotor del hábitat”. Todo esto para decir que el IVC va a construir menos viviendas y va a dar más créditos. Pero ahora que todos jugamos en la misma cancha, en la de la urbanización, vamos a tener que afinar las argumentaciones y razonamientos para develar qué es urbanizar. La derecha va mutando, se va acomodando a un discurso que puede confundirse con “popular”. Algún distraído puede pensar que es todo lo mismo. O que un militante, un legislador o un funcionario que se involucra con la villas quiere que sigan existiendo para darle sentido a su lucha, o que los peronistas no queremos la justicia social ni la independencia económica porque una vez que la alcancemos, ¿qué  hacemos?  Y como el mundo es mundo, excepto que llamemos a Locke, Hobbes y Rousseau, y volvamos a empezar, los conflictos de intereses van a ser los que diriman nuestras vidas, siempre.

Volvamos. Las villas hay que urbanizarlas. Ahora parece que discutimos el cómo. Detrás del cómo, de esta idea, por ejemplo, de Estado promotor o Estado constructor, se esconde la definición del problema: porqué existen las villas y porqué este tipo de enclaves urbanos crece. Ahí surge que ni hay consenso ni pensamos lo mismo y mucho menos queremos lo mismo. El macrismo quiere imponer la idea del “sálvese quien pueda”, es decir, yo te doy un crédito y vos te construís tu casa. Un crédito de 300.000 pesos que admite construir una vivienda hasta a 100 km de la capital. Lo mismo ocurre con la política de regularización dominial: regularizan lo que está amanzanado y es fácil de hacer justamente porque la organización en los barrios avanzó para construir ciudad, para respetar una norma que a futuro permita la urbanización, pero no se preocupan por las normas mínimas de habitabilidad de las viviendas, porque el objetivo último no es que cada familia alcance la titularidad. No es lo mismo y lo que hay detrás de estas y cada una de las medidas del macrismo en materia habitacional es construir la idea de que las villas sobreviven por voluntad e impericia de quienes las habitan, los que no quieren progresar, los que se niegan a pagar impuestos como todos, los que están cómodos porque no pagan  la luz y porque viven de la copa de leche y las clases de apoyo de algunos “militontos” que no hacen más que favorecer el congelamiento de las villas.

Parece que decimos y hacemos lo mismo, pero no es así. La mirada sobre los sectores populares más castigados por neoliberalismo sigue siendo estigmatizante. Las villas en la ciudad fueron siempre el patio de atrás. La erradicación triunfó en todas las villas de las comunas del norte, que no se volvieron a repoblar. Las villas que resistieron lo hicieron de la mano de los curas que pusieron el cuerpo cuando no había nadie más. Piqueteros y villeros: “vivos”, “vagos”, “cómodos”. Esta mirada que parece expresión de una vecina de Recoleta, es compartida por parte de los sectores medios que, paradójicamente, también son castigados por la política de expulsión urbana del macrismo: hay cada vez menos propietarios, es más caro alquilar y hay mayor hacinamiento por vivienda. Ya lo hemos dicho, lo que pasa en el mercado informal de la vivienda replica en el sector formal y afecta especialmente a los sectores medios.

Sin ánimo de perdernos en la historia, recordemos que los villeros se constituyen como un actor social definido, luego de años de lucha y organización contra la política de erradicación iniciada a partir de la Revolución Libertadora. Allá por los años ‘70, el movimiento villero había conformado una identidad propia, como un movimiento popular urbano. Sin dudar del peso del movimiento sindical como organización política, los villeros se constituyeron como un interlocutor válido frente a otras fuerzas y frente al Estado. Por supuesto, peleaban por mejores condiciones laborales, pero en tiempos de índices de pleno empleo, la pelea radicaba en torno a la inestabilidad en el trabajo, a la baja calificación, a la falta de documentación de los inmigrantes, entre otras cuestiones. En resumen, estas condiciones de precariedad sumada a la informalidad urbana fueron el contexto que promovió la organización popular. Nunca suele ser muy romántica la instancia que convoca a la construcción colectiva.

El proyecto para instaurar el 7 de octubre como el  “Día Nacional de la identidad villera” tuvo media sanción en la Cámara de Diputados de la Nación, luego de un intenso debate que incluyó el cambio de denominación. Esta discusión dejó claro que hablar de valores como “humildad, generosidad, solidaridad u optimismo” no es potestad de los villeros o de una clase social y que nadie quiere arrogarse esos valores para sí, ni mucho menos que no se reconozca que en la villa hay buenos y malos. Como en todos los barrios de la ciudad. Opinar sobre esta iniciativa desconociendo u obviando el debate que hubo, y que de hecho motivó los cambios al proyecto original, no aporta. El “Pitu” Salvatierra ha dicho innumerables veces que todos los sectores tienen que acompañar la urbanización y la integración porque de ese modo habrá menos territorio fértil para los delincuentes. Lo dice: la urbanización nos conviene a todos, hay que animar a los pibes a que se definan por sí mismos, a que el mote no esté puesto desde afuera. Ese afuera muchas veces, le dice, “no podés, no vas a poder.” En este marco, el cambio de nombre del proyecto de ley tiene sentido. Existe una identidad villera y detrás de ella hay valores que la contienen.

Reivindicar suena demasiado cómodo. Y con aciertos y errores, lo que está ocurriendo dentro del campo popular es una pelea por consolidar la construcción y la organización social y política en los barrios. El territorio es más amplio que el barrio, la pelea por la no estigmatización no es solo para sensibilizar, es para cambiar, para transformar. Se hace desde la Cámara de Diputados, se hace desde la Legislatura, se hace desde los ministerios (el de Trabajo, el de Justicia, el de Desarrollo Social, el de Planificación, el de Cultura, el de Economía, el de Salud, y así). No nos confundamos, peleamos contra las falsas leyes de regularización, contra las falsas leyes de urbanización, contra la caída del dictamen de la Ley de la Villa 31, contra los intentos de impedir las elecciones en los barrios, contra la violencia, contra la estigmatización, contra eso todo junto y a la vez. También atendemos la emergencia, porque si un villero se muere, su familia necesita velarlo; si una beba tiene ronchas por los mosquitos, hay que ponerle Caladryl; y si el lomo de burro está hecho mierda, hay que arreglarlo. Resolver lo urgente no alcanza, pero también es necesario. Perón existió con Evita y a esta altura no creemos que se pueda reducir su rol al del asistencialismo. Como se puede y desde donde se puede, por arriba, por abajo y por los costados, así se trabaja todos los días. Y también nos peleamos entre las organizaciones, pero después nos amigamos o, al menos, entendemos que lo que no podemos perder nunca es nuestra capacidad de dar pelea y que eso tiene que ser cada vez más juntos.

El primer peronismo enfrentó una crisis de vivienda en el marco del formidable proceso de ampliación de derechos que generó. Perón solito se buscó el tremendo problema de gobernar para todos, con todos adentro. Construyó viviendas, entregó créditos, cambió leyes, congeló alquileres y suspendió desalojos. Hizo de todo como nunca antes, y así y todo faltaban muchos años para alcanzar viviendas para todos. Después, vino el proceso de erradicación de las villas, la destrucción sistemática de las conquistas sociales y, como contracara, la lucha y la organización. El kirchnerismo recuperó derechos, construyó viviendas y generó soluciones habitacionales a una escala inédita. Siguió avanzando con la implementación del Plan Procrear y actualmente con la creación de la Secretaria de Hábitat. Y todavía falta. Ojalá que el relato de quienes luchan por la igualdad y la justicia social no sea que el primer peronismo creó las villas y su continuidad, el kirchnerismo, las congeló. Ojalá, porque queda mucha pelea por seguir dando.

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