La lengua como política

Hay una patética inocencia –aunque nadie es del todo inocente en estos casos– en alguien que supone que, cuando se discuten los lenguajes, lo que se está discutiendo es nada más que lenguajes, al menos cuando se discuten lenguajes políticos. Un tanto descolgada en cuanto a su sentido de la oportunidad, u obedeciendo a un sentido de la oportunidad muy propio, Jorge Altamira, emitió días atrás una descalificación de las preocupaciones “semánticas” mediante las cuales –según su particular criterio– los intelectuales nucleados en Carta Abierta procurarían evitar pronunciarse sobre la concreta realidad político-económica, en una explícita referencia a la primera de las cartas públicas de ese nucleamiento, la que le dio el nombre, emitida durante la rebelión patronal que sacudió al país en un ya remoto 27 de abril de un 2008 que hoy parece teñido con la pátina de otro siglo.

¿Por qué se le habrá ocurrido recién ahora? Como, a diferencia de Altamira o de otros voceros de la izquierda omnisciente, no creo estar dotado de la divina capacidad de saber qué piensan y quieren otras personas, me quedo con la incógnita y me limito a constatar que, al pronunciarse respecto del conflicto interno que viene sacudiendo a la Sociedad Argentina de Escritoras y Escritores (SEA), en cuya conducción tiene una presencia determinante el partido que lo cuenta como figura tutelar, Altamira aprovecha, como quien dice “ya que estamos”, para tirar una patada a Carta Abierta. ¿Cuáles serían las razones para vincular el hecho reciente, y en cierto modo candente, de que, por una serie de motivos –varios de los cuales, dicho sea de paso, rechazo–, una cierta cantidad de escritores haya renunciado a la SEA a raíz de una declaración de su Comisión Directiva (que condenaba la masacre perpetrada por el Estado de Israel en Gaza), con lo que Altamira denomina el “torrente de palabras sobre el conflicto sojero” que Carta Abierta publicó en abril “sin pronunciarse sobre él en ningún momento, sino solamente para desentrañar su semántica, o sea el lenguaje del que se valía la Comisión de Enlace”? Bueno, algo tendría que ver si se sigue el hilo de la argumentación: dejando de lado que el nombre no es “Comisión” sino “Mesa” de Enlace (pero a Altamira le tienen sin cuidado las palabras), lo que habría en común es que los renunciantes “han elegido la conducta más pulsilánime: juguetear con las palabras”.

Si este fuera el momento y el lugar para comparar las declaraciones en que se expresan los motivos de las renuncias y la primera Carta Abierta, cualquiera que no vaya decidido a encontrar lo que necesita previamente encontrar vería que muy poco tienen que ver entre sí ambos modos de “juguetear con las palabras”. Pero, como no se da aquí la posibilidad de efectuar ese cotejo, apenas puedo hacer notar que parece haber en el hecho mismo de hacer algo inusual con la palabra un factor que al veterano tribuno trotskista le resulta intolerable. Pero más aun que eso importa, o resulta particularmente interesante, el argumento al que recurre para referirse a Carta Abierta, por lo mucho que da a pensar y porque entre otras cosas sirve para mostrar que las palabras –sus palabras, en este caso– dicen mucho más de lo que dicen, cuando se encuentra cómo leerlas. Práctica para la cual no hace falta un gran conocimiento especializado: basta estar realmente dispuesto a hacer uso de la capacidad intelectual de la que por gracia divina o evolución de los primates estamos provistos, aunque discursos como el de Altamira den por supuesto que no, y esa es precisamente la cuestión.

En ese sentido, hay razones para agradecer la inopinada inclusión de la referencia a la primera Carta y a la reflexión que ésta (como las otras tres cartas) plantea sobre el lenguaje. No porque esa inclusión aporte al debate sobre algunos escritores argentinos y la matanza de Gaza (por el contrario, lo desvía y lo entorpece), sino porque pone sobre el tapete una cuestión acerca de la que nunca será poco lo que se insista, y que marca una diferencia irrevocable y constitutiva entre Carta Abierta y los modos de pensar la política que todavía sostienen algunas organizaciones y algunas personas. El tema es cómo este y otros hombres que piensan y hacen política en la Argentina –y si lo cito a Altamira es porque sirve como muestra de una manera de pensar que lo excede a él y a su partido– conciben la relación entre los usos del lenguaje y la política.

Hay una concepción simplista y autosatisfecha de la relación entre las palabras y los hechos políticos, que supone una negativa a priori a considerar si lo ya establecido y aceptado en esa relación podría ser visto de otra manera, cuando alguien, como ocurre en el texto de Altamira, sostiene (luego de ironizar –hasta donde le da el ingenio– que “lo que descubrieron” los redactores de Carta Abierta “es más antiguo que la rueda: que los sojeros buscaban disimular sus intereses particulares como propios de la sociedad en su conjunto”) que “a los intelectuales en cuestión no les importaba atacar la distorsión real de la realidad, a saber, que un puñado de capitalistas terratenientes explota a una mayoría de obreros y consumidores, sino sólo su distorsión enunciativa. Reescrito el texto, eventualmente, les sigue importando un bledo que la realidad siga con sus atropellos e injusticias.” ¿De dónde pudo sacar esa conclusión? Quién sabe. Lo que sí podría respondérsele, en todo caso, es “Altamira, aprenda a leer: todo eso que dice que falta, no falta, pero usted no se dio cuenta”. ¿O no quiso darse cuenta? Tampoco importa, porque la cuestión acá no es Altamira ni el Partido Obrero, sino un modo de leer que impide percibir ciertas cosas debido a la concepción del lenguaje político del que depende, y a una concepción de lo político en general que no es capaz de admitir que se pueda hacer política de otro modo que el único que se conoce y que se sigue ejerciendo por default o inercia, como si cualquier posibilidad de reconsiderar algo equivaliera a pasar al campo enemigo.

La falencia que más de una vez se le reprochó a Carta Abierta es una falencia que se puede reprochar cuando se da en el discurso de una organización que se dedica a pontificar, recetar, anunciar cuál es la salida, ofrecer la clave ante cuya milagrosa presencia todo se presente nítido y comprensible, altamente gratificante para el “ego militante” del poseedor de esa clave, pero el problema es que lo que intenta Carta Abierta es en buena medida lo contrario: disolver las seguridades, poner en cuestión los supuestos, interrogar e interrogarse, ante todo para evitar quedar enganchados en las trampas de los sentidos congelados y/o confortables, y a eso se vincula precisamente su obsesión por los lenguajes. No es tanto lo que la palabra dice lo que le preocupa, sino lo que oculta, lo que se le hace decir, lo que se induce a entender. Es la imposibilidad de dudar, de cuestionar, precisamente por imposición de la palabra y por su recepción acrítica: eso es pura política.

Poner en escena el hecho de que “el conflicto del campo” fue en cierta medida creado por una descomunal usina de significaciones no es dejar de atacar la “distorsión real de la realidad” (interesante juego de palabras el de Altamira, ¿se habrá dado cuenta?) ni mucho menos olvidar la explotación de los explotados, ni quitar importancia a los atropellos y las injusticias, ya que lo que Altamira llama “distorsión enunciativa” fue más que decisivo para sostener la movilización patronal agraria, concitar el amplio apoyo que ésta obtuvo y ocultar qué era lo que realmente estaba en juego ante los ojos y oídos azorados, hastiados, excitados o indignados de millones de televidentes, transeúntes de las rutas, oyentes de comentaristas matutinos o murmuradores en las colas de caja de supermercado. El lenguaje estaba produciendo realidades concretas y había una tarea ética y política que llevar adelante. Las palabras que la sociedad barajaba o intercambiaba venían cargadas, enviciadas: había que denunciarlas, mostrar su revés, sus resortes. Pero además el vocabulario disponible para describir lo que estaba pasando no era suficiente en semejante situación, nunca antes dada de ese modo en la historia argentina, y en buena medida por eso fue posible que se impusieran como stickers aviesos sobre los cerebros y los cuerpos las palabras preformateadas de la estafa y la manipulación. Había que buscar otro vocabulario. En los tiempos que vivimos, muy distintos de otros tiempos, sigue siendo tarea prioritaria buscar otro vocabulario.

A esa tarea sigue abocándose, entre otras, pero muy especialmente, Carta Abierta: “Vamos hacia lo que no sabemos decir todavía”, escribió, muy poco antes de su muerte, uno de sus fundadores, Nicolás Casullo, y agregaba: “Si las cosas ya no se escriben de otra forma ya no se escriben más”. ¿Jugueteos con el lenguaje o lucha por los sentidos de las palabras, intento de devolverle a la palabra militante su capacidad de intervención en un mundo en el que las palabras tienden cada vez más a jugar en contra de cualquier intento de emancipación, interponiéndose para ocultar o revestir, acumulándose para contribuir como cualquier otro estupefaciente de la sociedad de consumo a pasar de cualquier modo el rato?

La batalla por el uso de las palabras y por el sentido de las palabras, y por los modos en que las palabras dan sentido a las imágenes –parte de eso que se ha dado en llamar “la batalla cultural”– es decisiva y no sólo se da en la lucha principal, contra las verdades construidas por las usinas del sentido común (el imperio mediático, la creciente incapacidad de articular ideas y palabras que tienden a imponer las nuevas tecnologías). También, por el lado contrario, implica sacudirse las viejas verdades del estereotipo político, y esto vale tanto para la derecha como para la izquierda, para el costado nacional como para el liberal y el marxista, en tanto el significante coagulado y vaciado de sentido de tanto repetirse como un puro rito formal para beneplácito de dirigencias y “cuadros de fierro”, convertido en monumento o consigna cerrada sobre sí misma o solución imaginariamente aliviadora del conflicto, impide pensar con un mínimo de potencia creativa, con una mínima posibilidad de imaginar y de ver si la palabra tiene algo que ver con el vigor del acto. Potencia poética, al fin y al cabo, si como “poesía” se entiende no “sonido grato” o “bonita ilusión verbal” sino modos que la turbulencia de lo real viviente encuentra para filtrarse en el siempre esquivo orden de la lengua y, cargándola de lo inesperado, darle una presencia que puede concernirnos concretamente.

Acerca de balvanera

Daniel Freidemberg. Argentino, nacido en 1945 en Resistencia (Chaco), residente desde 1966 en Buenos Aires, actualmente en el barrio de Balvanera. Más información en el blog "días después del diluvio".

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4 comentarios en «La lengua como política»

  1. Muy interesante. No sé hasta que punto fue fundamental para la movilización del «campo» la «astucia discursiva», hasta qué punto la movilización urbana fue un «efecto» de la misma, de modo tal que desarmando la primera se desarma la segunda. A mi modo de ver, es discutible. No creo o tiendo a no creer que las masas urbanas hayan sido «engañadas», creo que coincidían con «el campo» en las cuestiones de fondo, y que lo que vimos fue la entrada en escena de un nuevo bloque social hijo de los años de crecimiento, luego del cual vastos sectores urbanos «razonablemente» cambian sus prioridades. El curso de los acontecimientos parece corroborar esta impresión, en el sentido de que el masivo apoyo urbano a la protesta en un principio sorprendió a la mesa de enlace. Si esto es cierto, «el palabrerío» de Carta Abierta es inútil, porque sólo «descubre» lo que todos saben. Los intelectuales subestiman la capacidad de cinismo de «la gente».
    Saludos.

  2. Me extraña que Altamira haya dicho lo que dijo.
    Primero, hay que decir que para hacer lo que el pretende, desentrañar la explotación perpetrada por un grupo concentrado de la economía, lo que primero hay que hacer es ponerlo en claras palabras para, una vez desentrañado, proceder a buscar el analisis y solución. El problema es que, justamente por falencias de lenguaje, la gente tomó por pobres «gringo´e las chacra´» a quienes no eran más que representantes de las cámaras patronales agropecuarias, con lo cual se produjo la sensación de que el gobierno atacaba a enemigos que no existían o que los confundía. Justamente, lo que «la gente» decía era que la oligarquía ya no existía con lo cual el gobierno atrasaba 50 años con una ideologización incorrecta que impedía el consenso, la mesa del diálogo y todas esas etiquetas de moda que supuestamente son los nuevos valores o vedettes de la política. Lo de Carta Abierta servía para combatir ese discurso y dejar en claro que la oligarquía ya no se llamará así, habrá mutado sus formas, tendrá negocios de otro cariz, pero mantiene en el fondo el mismo sentido, la misma esencia: el inconmovible objetivo de llenar su vaso hasta el desborde a costa de que y quien sea. Eso, Carta Abierta nunca lo ocultó y fue desentrañado por el correcto uso del lenguaje a que apelaron, con lo cual Altamira pifia fulero en desestimar el aporte que desde lo semántico se puede proveer a lo político. Nunca se va a poder atacar a núcleos del capitalismo concentrado si te los presentan cual si fuesen unos pobrecitos muchachos que sólo quieren trabajar y romperse las manos en favor de todos nosotros. Puesto de ese modo, y si fuera ello completamente cierto, resultaría demencial ponerse a combatirlo puesto que representaría, allí si, un verdadero abuso. Entonces, la nueva experiencia sirvió para poner blanco sobre negro: decir «miren, esto que se presenta asi, asa, en realidad es de esta otra forma». Puestos bien claros los ataques agrofinancieros, se entienden mejor las respuestas gubernamentales.
    Todo el conflicto se basó en una monumental distorsión de los discursos (a favor de las cámaras agropecuarias y en contra del estado) llevada a cabo por los medios de comunicación a modo de hacer pensar que el gobierno reaccionaba de modo demencial. Veamos:
    «La soja es un yuyo», dijo la Presidenta. Mentira. Dijo «es casi como si fuese un yuyo», lo cual es bastante diferente y se usaba para una analogía, no para una descalificación.
    «Los del campo se levantan a las 4 de la mañana». Las enfermeras, por ejemplo, tambien y aparte para ir a tomar un trasnporte público atoradísimo, ¿y eso que?. De más está decir que quienes se levantan a las 4 de la mañana no eran muchos de aquellos que estaban jugando a la guerra en las rutas, sino sus peones. Acá apunta Altamira, pero si no se aclara, ¿como se lo soluciona? Si dado como se lo presenta desde el lenguaje no existe esa situación ¿que mal tan grave se estará atacando?
    «Nosotros no buscamos participar en política, el reclamo no tiene tal trasfondo sino sólo reclamar la corrección técnica de una medida fiscal errónea», como si una medida fiscal no encerrase otra cosa que una desición filosófica traducida en una medida técnica concreta. Pero hace falta ponerlo en claro, sino parecería que eran tipos inocentes que no sabían lo que hacían, sino que estaban meramente desesperados.

    Tres ejemplos di, porque estoy escribiendo rápido, con tiempo pude haber dado cincuenta dados en todo el conflicto. Pero creo que queda claro que me parece que Altamira desestima un capital valiosísimo en su intento de lucha. Una lucha que yo comparto desde lo ideológico seguramente, pero cuya práxis, tienene para mi un inicio indisimulable: hablar claro. De otro modo, nunca se podrá entender contra que es que se pelea.

  3. Sigo lamentando las divisiones en el pensamiento y el discurso de izquierda si por tal entendemos la defensa de los intereses de las mayorias laburantes que hemos hecho marchar al pais.

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