Lenguaje y política

No estaba muerto, estaba de parranda

«Se están cargando al lenguaje», se lee en un comentario en un blog sobre política que vi no hace mucho. Parece un comentario extraño si hablamos de política. Al menos, el lingüístico no parece ser el enfoque prioritario de la mayoría de los comentadores públicos de política hoy en día. Es lógico que no lo sea, se trata de comentarios de gente que participa u opina o interviene en asuntos en los que las cosas tienen un papel más relevante que las palabras.

Además, la frase es falsa. Nadie consigue cargarse al lenguaje. Sin embargo, en esa frase, de alguna manera, se condensan algunas de las líneas maestras de la confrontación política de los últimos tiempos en nuestro país. No se estarán cargando al lenguaje, pero sí que lo sacuden. Y las cosas nunca salen indemnes cuando el lenguaje resulta zarandeado. Sobre todo, las obvias, las que están ahí, las que se ven y se tocan. Los ojos y dedos escuchan y nos ‘hablan’, nos dicen lo básico, las palabras básicas. Pero no nos dicen siempre lo mismo. El historial de lo obvio, el devenir del sentido común de los discursos, dice mucho sobre el desarrollo de la política en una comunidad.

Así que el asunto son las obviedades. Hay que empezar por las obviedades.

Las obviedades

Del lenguaje, de la política, en paralelo. Puro sentido común. La teoría, muy de fondo, despacito, susurrada por si a alguien le gusta escucharla.

Una mera enumeración de obviedades, entonces, para empezar:

1. No conocemos la realidad no mediada por el lenguaje. Tampoco la realidad política: «[…] no hay poder capaz de fundar el orden con la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticas«, dice, anclado en la realidad, un esteta francés.

1 bis. El lenguaje no es, de ninguna manera, un inventario de las cosas. No es nomenclatura. Eso implica que el lenguaje tiene su propio orden, cuenta con una cierta autonomía con respecto a las cosas a partir de la cual arma sus formaciones que nos permiten acceder a esas mismas cosas. Pero las cosas están ahí. El lenguaje es en gran medida autónomo pero no es totalmente autónomo. No se puede significar cualquier cosa por medio de cualquier enunciado, aunque casi se pueda. En ese casi está el límite impuesto por las cosas, lo que está ahí, los contextos, las situaciones, lo ya dicho y ya pensado, los que lo dicen y lo piensan, todo aquello que es condición de posibilidad para el sentido de cualquier discurso, incluso el más abstracto que se pueda imaginar. El lenguaje está limitado por las cosas. Hay siempre una empiria que sirve como piedra de toque para la comprensión del más autorreferente de los lenguajes. El lenguaje no puede sino anclar parte de su significado en la empiria, por más a su pesar que eso suceda.

2. El núcleo duro de la política, lo que de verdad se discute, vive en el ámbito de las cosas y no de las palabras.

Sólo para ejemplificar, a Paolo Rocca le molesta el costo del salario en la Argentina medido en dólares y comparado con el costo de salarios de trabajadores que considera «equivalentes» en la región porque los dólares son una unidad de medida del dominio sobre las cosas. A Paolo Rocca, digamos, no le interesa en lo más mínimo de qué manera se construyen las subjetividades que relatan las cosas que a él le importan y se caga soberanamente (nunca mejor usado el adverbio) en el aspecto puramente simbólico del dinero.

O por poner otro ejemplo, los barones territoriales de, digamos, la provincia de Buenos Aires trabajan sobre los cuerpos, aunque apoyen buena parte de su acción en las «fuerzas ficticias» del poeta francés. La política se hace en el trato diario con barones del conurbano y con Paolos Rocca, no con semiólogos del dinero ni de las relaciones de poder abstractas. El núcleo duro de la política es material.

3. En el lenguaje se lucha por la hegemonía. Wittgenstein y Humpty Dumpty, en curioso coro, dicen que el lenguaje es un juego en el que lo que importa es saber quién manda. En el lenguaje se producen, modifican y reproducen las tensiones por fijar los significados. Y nuestro acceso a la empiria depende de quién mande en el lenguaje. No es inocente ni abstracto sentir «que se están cargando al lenguaje». La lucha por la hegemonía en el lenguaje sesga las posibilidades de nuestro acceso a la empiria. Por ejemplo, saber qué tipo de prácticas resultan referidas por el uso de la palabra democracia nos lleva a actuar como defensores (o detractores, en otros casos) en diferentes sentidos. Por ejemplo, que el mercado se categorice y se piense como una entidad y no como un proceso es una de las razones para que se le atribuyan algunas de las características que se le atribuyen. Las entidades «se ponen nerviosas», los proceso no. Paolo Rocca, otra vez para poner un ejemplo, conoce seguramente los procesos que configuran un mercado pero es factible que no deje de pensarlo como un entidad, con sus propias características. La ontología del mercado está fuera del interés de los caudillos del mercado, evidentemente. Pero a esta altura, el lenguaje no ha sido neutral  en la formación de esos caudillos y ya ha jugado su papel, que nunca es inocuo.

3 bis. ¿Es necesario decir que en política se lucha por la hegemonía? ¿Es necesario decir que la hegemonía sobre lo real, tan territorial, incluye algún atisbo de control sobre lo simbólico, sobre lo que nos dicen las palabras? Ningún puntero necesita que un semiólogo se lo cuente. ¿Es necesario decir que cuando tiene el predominio sobre lo simbólico cualquier actor político se cuenta a sí mismo en sus propios términos? No jodamos con lo del «relato».

4. La economía del lenguaje pasa por el hecho de que no es explícito. El lenguaje comunica mucho más de lo que ‘dice’. Al código le superpone la implicación, la presuposición y la inferencia. El resultado es que el lenguaje dice mucho de lo que calla. Es la base de su eficacia y la posibilidad de su uso manipulador.

4 bis. La política calla lo que no cuenta. O lo que cuenta en sus propias formas. Una buena forma de entender lo que pasa en la política es entendiendo lo implícito, lo silenciado.

5 y 5 bis. El primer gran punto de cruce de las luchas por la hegemonía en el lenguaje y en la política es la construcción de sustantivos colectivos y su adjetivación. Tan viejo como el discurso. Todo discurso político construye sus propias entidades y las nombra y las adjetiva. Hay nosotros y tenemos nombre: pueblo, gente, vecinos, trabajadores, según corresponda. Hay ellos y también tienen su nombre: los k, los gorilas, la opo, el zurdaje, los peronchos, el monopolio y siguen las firmas. Y después viene la adjetivación. Ellos serán reaccionarios, zurdos, gorilas, autoritarios, crispados, etc., etc. Nosotros seremos resistentes, honestos, humildes, dialogantes, mesurados, firmes, revolucionarios. Tan viejo como la política de las cavernas.

Pero ganar la hegemonía que atraviesa la lengua y la política consiste en el poder de borrar la adjetivación, de hacerla innecesaria. Cuando un adjetivo que se aplica a un colectivo político es redundante, se tiene hegemonía. Cuando no se la tiene, hay quienes la conjuran hablando o escribiendo como si la disfrutaran. Y el recurso puede, a veces, ser efectivo.

Sarmiento, por ejemplo, lo sabía muy bien. Discutiendo con Alberdi en una de las cartas de Las ciento y una, en las que lo llama «mosquito«, «enclenque«, «afeminado«, «adicto«, «ladino» etc., resume su calificación del oponente diciendo: «¡Qué Alberdi tan Alberdi!«. Es claro. Si lo que busca producir fuera evidente, habría hegemonía, sería innecesaria la adjetivación para esa entidad que cargaría en sí y en su mero nombre propio todas las calificaciones que la visión del otro haya podido imponer. De la adjetivación al mero sustantivo se juega la hegemonía en el lenguaje, y se obtura la posibilidad de toda negociación. Si Alberdi es tan Alberdi, la negociación está clausurada y el espacio de lo político se afina, se reduce, tiende a borrarse. Y cuando no hay negociacion la política se vuelve «pura», mera lucha de intereses, voluntad de poder que se alimenta a sí misma en contra de todo lo que cree que se le opone.

El segundo punto de cruce pasa por el grado de ocultamiento de los vínculos entre la materialidad y el lenguaje, entre lo que se dice y la referencia concreta de lo dicho. Cuando ese vínculo se borra, el discurso queda solo sosteniéndose a sí mismo por la pura voluntad de su enunciación. Si hay receptores capaces de aceptar esta autoridad enunciativa, hay atisbos de hegemonía. El emisor se verá en la tentación de extender el autoritarismo discursivo al campo de otras praxis. Curiosamente, o no, casi nunca son los gobiernos los que buscan el dominio de estos dispositivos.

¿Qué hay de nuevo, viejo?

Las obviedades no dejan de ser lo que son. Enuncian generalidades. El asunto sería: ¿tenemos hoy en el escenario público discursos con vocación de hegemónicos, cuyos sustantivos contrabandean consigo su propia adjetivación, cuyas afirmaciones se desprenden del anclaje de cualquier verificación empírica? Claro. Siempre los hubo. Lo que parece haber cambiado en los últimos tiempos es la proporción y el grado de centralidad que tienen.

En redes sociales y en los comentarios de las versiones digitales de los grandes diarios hace tiempo que aparecen discursos en los que toda argumentación y remisión a lo empírico se reemplaza por el mero uso de vocativos, cargados cada uno de ellos de todos los implícitos que puedan fulminar al contrincante virtual, de la clausura de cualquier pensamiento no agonístico. Hace tiempo que eso pasa en los márgenes de la comunicación política virtual. Lo que resulta relativamente novedoso es que buena parte de ese contenido se ha desplazado a los cuerpos de los artículos y ha proliferado también en las cuentas de redes sociales de los profesionales de la información de los medios tradicionales y de los actores de la política tradicional.

Basta darse una vuelta por las columnas de opinión de los grandes diarios o por los programas de política (¿o de espectáculos?) de los grandes medios audiovisuales para encontrar un discurso que sobreabunda en frases con vocación de hegemonía, en las que ya todo el peso de lo que se afirma ha pasado al lado de lo implícito. El ‘otro’ es un sujeto para el que ya han sido fijados de una vez y para siempre los predicados, sin que eso quiera decir que esos predicados no puedan variar de la noche a la mañana según la conveniencia de la circunstancia, sin que nadie se moleste en salvar las tensiones, los choques y las contradicciones que esas mutaciones producen. Por sólo poner un solo ejemplo flagrante: en la construcción de la figura presidencial, entre la viuda débil e indefensa a la merced de las fieras del peronismo y de los poderes reales de octubre de 2010, a la tirana déspota a la que «se teme» porque dirige una fuerza de choque de obsecuentes y ciegos fanatizados hay un abismo discursivo que se pretende invisible y obturado. No se hace ningún esfuerzo por disimularlo. En esa desidia, nada inocente, está la relativa novedad.

Relativa porque el proceso ha sido gradual. Es posible rastrear la ruta del habla de los voceros de las corporaciones mediáticas y económicas, a medida que dejaban de lado como a un lastre innecesario en tiempos de política agonística pura todo esfuerzo por vincular discursivamente una afirmación con un referente verificable, por ligar un adjetivo con una característica visible del sujeto adjetivado, por apelar a algo más que no sea la fuerza de la propia enunciación dirigida a los propios. Cada vez más se fue pescando en la pecera, y es posible ver cómo los anzuelos le fueron dejando el lugar a los arpones.

Buscando arpones en la pecera

Para volver al principio, «se están cargando el lenguaje». Porque perdidas las adjetivaciones fundadas, perdidos los anclajes empíricos de lo dicho, se suben todas las apuestas y se juega con un fuego novedoso para estos últimos años.

Si se invisibilizan, porque se da por obvia su aplicación sin necesidad de fundarla en ninguna referencia concreta, adjetivos como tiránico, autoritario, antidemocrático, etc., se hace vacilar, con una intensidad inédita de 1983 para acá, el significado de sustantivos como democracia, dictadura, represión, libertad. Y entonces, estamos en un problema. Y estamos frente a una gran hipocresía. Porque la relación entre estas palabras y la empiria se verifica de manera muy tangible. Se verifica en «la represión de los cuerpos por los cuerpos«. Entre cualquiera de los muertos de la historia argentina contemporánea y el muerto potencial declamado por Morales Solá en el Congreso hace algo más de un año hay una distancia que se mide en sangre. Ignorar esto y elevar esta ignorancia al rango del sentido común, banalizar y vaciar de contenido las palabras para nombrar lo trágico es perverso. Porque cuando el decir de la muerte no significa nada, la muerte como hecho físico tiene una parte del camino liberado. La caída del tabú en las palabras suele terminar por derrumbar el recato de los hechos.

Estamos, entonces y de manera peligrosa, en un escenario de discurso político de trinchera. En la política como enfrentamiento puro, despojada del campo discursivo de la negociación. Y en ese panorama, cada palabra aparece como una toma de posición, una afirmación de un estar de un bando, asumiendo, propagando o forzando el sentido común del propio lado de la trinchera.

En este contexto es acuciante –aunque más arduo es pensar que sea útil– hacer un esfuerzo por explicitar lo implícito, por poner en foco el anclaje empírico de los significados. Zambullirse otra vez en el trato con lo obvio, a la búsqueda de lo evidente oculto que pueda resignificar las operaciones particulares de cada discurso. Dicho de otro modo, salir de la trinchera para volver al ágora, desnaturalizar la inutilidad de todo diálogo tratando de mostrar que nunca un discurso tiene un significado definitivo aunque lo pretenda.

Y es importante particularmente para quienes piensan que sería deseable transformar los apectos ‘reales’ más regresivos del país en que vivimos. Porque los que tienen que hacer un esfuerzo por fundar su discurso para avanzar sobre lo real son aquellos que no tienen la contundencia de las cosas de su lado. Siempre han sido las izquierdas las que han tenido que trabajar con discursos para acceder a la realidad, porque para las derechas el mero orden de las cosas ha servido históricamente de apoyo para todas sus formaciones discursivas.

La idea de este espacio es trabajar en ese sentido, buscando desmontar en diferentes discursos la carga ciega del implícito de trinchera, buscando ajustar un poco el ancla de la realidad frente al devenir del discurso a la deriva.

Se trata de sacar los arpones de la pecera por el mero recurso de mostrar que son, justamente, eso: arpones.

http://elperrotendra.blogspot.com.ar/2012/10/lenguaje-y-politica.html

Acerca de Haffner_cae

Lingüista, docente y editor. Interesado en el proceso histórico que estamos viviendo.

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24 comentarios en «Lenguaje y política»

  1. el no estaba muerto,estaba de parranda me remite a la mentira usada durante la dictadura civico-militar para decirnos a los familiares que los desaparecidos se habian fugado del ambito familiar(como en el cuento de salio a comprar cigarrilloos..).Estamos en presencia de una propuesta muy sesuda basada en la teoria de la comunicacion,que en el fondo nos renite al viejo Aristoteles cuando dijo que para debatir debemos comenzar por definir los terminos a usar,porque si no corremos el riesgo de atacarnos cuando en realidad defendemos los mismos intereses…

    1. Isabel. No lo pensaba así. Me parece que los términos, al final, son indefinibles. Su sentido surge de una tensión. Pero sí pensaba que, como estamos en un marco de evidentes operaciones para colonizar el sentido común y el lenguaje del sentido común, estaba bueno plantearse como laburo el mostrar algunas de esas operaciones, tratar de ver cómo funcionan, básicamente las más groseras y las más insidiosas. No me preocupa mucho definir lo que considero indefinible, pero sí me preocupa mucho ver hasta dónde y por qué mecanismos intentan desplazar (¿correr?, ¿deformar?) el alcance de ciertas palabras. Por ejemplo, ‘dictadura’. Me parece que por ese lado viene una movida de lo más pesada.

  2. Está claro que está en marcha un latrocinio feroz sobre los significantes por parte de la derecha (o conservadores de ambos bandos). Que Solanas, Binner, los radicales o el resto de la runfla se pretenda «progresista» es alarmante. Hasta la derecha de paladar negro pretende investirse de tal, según rebuznara el Rabino Fashion en 678. Sólo faltan López Murphy y Cosme Béccar Varela como candidatos a pretender ser vistos de este modo.

    De algún modo, es para festejar que esa palabra se haya convertido en un atributo digno de ser apropiado por mahechores de toda laya. Es una victoria cultural en asedio constante. La derecha y/o conservadores necesitan ser vistos de un modo que sus valores no acreditan.

    Por otra parte, la frontera entre adjetivo y sustantivo es, a la fecha, inexistente. Por poner un ejemplo, el sustantivo propio «Moreno» (o Chávez, por caso) han sido cargado de tantas adjetivaciones negativas que sonrojarían al propio Alberdi.

    En el actual contexto, aparentemenbte esa transferencia de significados se ha probado bidireccional, como lo muestra el sustantivo propio «Moyano» desde que descubriera que «Antes, Clarín mentía». O «Mañeto», desde que Larrata hiciera lo propio acerca de la debilidad del sujeto.

    Estamos en un merengue semiológico de proporciones dantescas, así que atento la neurona…

    1. Me parece que el alcance de los referentes es básicamente elástico, ¿no? ‘Derecha’ se acorta pero ‘dictadura’ se alarga, ‘trabajadores’ acorta por un lado y estira por el otro y así. Estaría buenísimo que, como leí en un post del Escriba hace un tiempo, la derecha asumiera un ideario de derecha definido y explícito. Pero no creo que pase. Atento la neurona me parece fundamental. Si te copan el significante pero te desplazan el significado, el ‘asedio constante’ resulta exitoso. No se sabe cómo sigue la cosa, como también leí por acá.

      De todos modos, me parece que las peores operaciones de este tipo son las que son menos obvias (como operaciones) aunque operen sobre lo obvio (la base del ‘sentido común’).

      Las más visibles son las más groseras, tipo Lanata y otros tanques, pero habría que ver cuánto pegan fuera de su público cautivo y si su misma grosería no terminará por jugarle en contra a la larga.

  3. Recuerdo el «Diccionario Clarín -> Castellano» que publicaba Barcelona, más algunas de mi propia cosecha:

    * «El Gobierno» (o el ministro o funcionario X) nunca «dijo que» o «declaró que». «Admitió que» o, más explícito aún para lectores duros de entendederas, «Confesó que».

    * Si un fallo lo favorece, es «La Justicia» quien lo hace. Contrario sensu, quien lo hace es «El Juez José Lapendorcha».

    * Bin Laden «murió», no fue asesinado para nada. Idem para cabezas de toalla varios: «100 paquistaníes murieron». Puede estar o no precedido por un bello «En un confuso episodio…».

    Sin olvidar los clásicos «Ahora dicen…» y «Caos de Tránsito», que ya tienen marca registrada.

    1. Ja, ja. No olvides todas las ‘embestidas’ que sufre la prensa ‘independiente’ cada vez que alguien dice algo sobre una coma de sus textos. El humor es de lo más efectivo a veces para hacer evidentes las operaciones.

    2. Sí, pero parece que el secretario perdió el carácter polémico, como decías su nombre está totalmente afectado por adjetivos invisibles e inverificables (y hasta por un bonito tiro en la frente, ¿no?). No sé, a mí me da la impresión de que las operaciones del Grupo y de los que son afines o funcionales a ellos van cada vez más por ese lado, por el lado de la colonización del sentido común. Intentan naturalizar absurdos, hacer invisible lo obvio y obvio lo que construyen. Por eso uno puede van haciendo rodar significantes sin significado a los que quieren presentar como obvios, lo de la hegemonía, ¿vio? Me parece que por ese lado viene la preparación para el choque que se viene. Parece bastante feíto. La verdad, me produce bastante expectativa ver qué pasa el 27/10, me parece importante.

      1. Pregunto nomás, Haffner_Cae:

        Cuando Eduardo Real dice «…el patotero se resiste a entrar en dieta. Pero ahí ya no será en Plaza de Mayo»

        ¿Es indefinible? ¿Es inefable? ¿Es una referencia concreta? ¿Es una obviedad? ¿Es una subjetividad simbólica? ¿Es una tensión por fijar significados? ¿Es la pura voluntad de su enunciación? ¿Es el mero uso de vocativos? ¿Se derrumba el recato de los hechos? ¿Es la carga ciega del implícito de trinchera?

        Porque a mí me pareció, simple y básicamente, una amenaza…

        1. No te enojes, David. Ignoro las ironías y respondo simple y básicamente: me preguntás a mí por algo que no escribí. Si querés, le podemos preguntar a Eduardo Real. Sería más lógico, ¿no? De todos modo, no, a mí no me suena a una amenaza, para nada.

      2. Haffner_cae:

        No me enojo nunca en este ámbito.

        Simplemente quise señalar el contraste entre tu interesante artículo, y un comentario de mi viejo oponente Eduardo, justo a continuación de tu comment.

        La pregunta en realidad era para hacer enojar a Eduardo. Ja! Sorry.

        1. David:

          Coincido plenamente en que no tiene sentido enojarse en este ámbito, si uno se enoja, la conversación se empobrece. Personalmente, comparto muchas veces las posiciones de Eduardo. Confieso que no sé si esta. No digo que no, digo que no sé. Para ser muy claro, pienso que es muy importante que se aplique plenamente la ley de medios cuanto antes. Por un montón de razones que sería largo reseñar en un comment y que, además, han sigo largamente discutidas acá y en muchos otros ámbitos. Para todos, por supuesto, para el grupo Clarín y para los otros grandes conglomerados mediáticos también (ojo, no hay ningún otro tan grande, por cierto, pese a algunas descripciones que circula por ahí que me parecen falaces). Por otro lado pienso que es difícil la aplicación y, según mi percepción, se está embarrando la cancha de una manera peligrosa (a eso, en el registro en el que está, que tiene para mí su razón de ser, apuntaba el texto). En ese contexto, comparto el deseo de Eduardo de mostrar apoyo a la ley y a quienes están encargados de instrumentar su cumplimiento. No tengo nada claro de qué manera. No sé si una movilización en la fecha de caducidad de la cautelar o en fechas cercanas es lo más adecuado. En principio, creo que no, aunque obviamente no sé cómo se van a desarrollar los acontecimientos y ese desarrollo puede cambiar mi percepción. Pero, volviendo a lo anterior, interpreto lo que dice Eduardo de esa manera: habla de una manifestación pública a favor de una causa determinada, en este caso la necesidad de que se aplique una ley. Por eso no veo ahí una amenaza. Tampoco creo que este sea un ámbito propicio ni eficaz para quien quiera formular amenazas. Creo que eso es lo más claro y directo que puedo responder, por mi parte.

      3. La Ley de Medios tiene muchos aspectos interesantes.

        Pero viendo cómo evoluciona el tema me doy cuenta de que es otra ley con nombre y apellido.

        Detesto visceralmente las leyes con nombre y apellido, tanto a favor como en contra. Las leyes deberían ser de espíritu y aplicación general.

        En cambio, el gobierno la presenta como una épica contra el Monopolio (de movida el término es erróneo, ya que hay más de uno, debiera llamarse de «posición dominante»), y temo verdaderamente un Monopolio de verdad: el del Estado.

        Ese monopolio estatal sería, a mi modo de ver, la verdadera amenaza contra la libertad de expresión.

        De todos modos, pienso que gracias a Internet y las nuevas tecnologías (curiosamente omitidas en la Ley), la voz única del Estado no podría tener pleno éxito, felizmente.

        Salvo, claro está, que el Estado convenza a Google y otros gigantes tecnológicos, de aplica una censura feroz, como lo hace China.

        1. David:

          Coincido en la precisión sobre lo que significa Clarín. No es un monopolio, eso es cierto. Sí tiene una posición dominante. Con la salvedad de que no es una posición dominante en cualquier mercado. No produce tornillos (o sí, también los produce).

          Es cierto que la aplicación de la ley se ha convertido en una lucha contra Clarín, pero esto deriva, a mi juicio, básicamente de la resistencia de Clarín a cumplir con la ley y, en ese marco, de su apuesta a desgastar y de ser posible derrumbar al gobierno por cualquier medio, dejando de lado cualquier atisbo de ‘buena práctica’ periodística (sobran ejemplos de esto). El texto de la ley y el largo proceso público por medio del cual se llegó a ese texto no reflejan una ley con nombre y apellido, aunque la pelea por su aplicación hayan derivado en esta situación insólita. La aplicación debe ser acorde. Por supuesto que la ley tiene que ser igual para todos los actores. Además, no veo la manera de que los artículos cuya aplicación está suspendida por una maniobra judicial al menos dudosa (poco ‘independiente’, precisamente) afecten los contenidos que puedan difundirse en cualquier señal (recordemos que son dos los artículos suspendidos que nada dicen sobre eso).

          Por otro lado, no creo que haya un monopolio estatal. De ninguna manera. Hay una visión muy sesgada al afirmar eso. En todo caso, si vamos a ser precisos, el hecho de que haya un grupo de empresarios periodísticos afines o temporalmente afines al gobierno no constituye de ninguna manera un monopolio. Y mucho menos uno estatal. Lo importante de la ley es que busca evitar la concentración definida como excesiva en la propiedad de licencias, medios, señales, etc. Lo que no puede hacer la ley, es evitar las alianzas entre diferentes actores en defensa de ciertas posiciones o intereses. Eso sucede siempre. Clarín y La Nación están aliados en muchos aspectos y actúan en común en muchos ámbitos, no solamente el informativo. Sin embargo ni la ley ni nadie clama contra esto, porque no se puede hacerlo. El grupo de posición dominante Clarín es tal, no es Clarín y La Nación y la ley nada puede hacer frente al hecho de que ambos grupos tengan prácticas consensuadas. Lo mismo vale para otros grupos con orientaciones diferentes, algunos, circunstancialmente afines al gobierno. Así que no veo cómo podría constituirse un monopolio estatal, me parece francamente imposible y, en todo caso, totalmente separado de la letra y el espíritu de la ley que se está intentando aplicar de forma plena.

          Finalmente, la ley va a trascender a este gobierno (también lo van a hacer Clarín y La Nación). Eso es importante. Sería un logro que lo trascienda con aplicación plena y pareja para todos. Recordemos que la ley anterior no era muy presentable que digamos (una ley de la dictadura, por cierto).

      4. Gracias, Haffner_Cae

        Veo que hacés un loable esfuerzo para plantear un panorama futuro de paz y armonía cuando opere a pleno la nueva Ley.

        Lo de medios «circunstancialmente afines al gobierno» me parece una frase algo difícil de digerir en un contexto de crispación y de búsqueda constante de enemigos políticos, mientras se va copando el espectro radioeléctrico.

        Tengo una posición bastante más pesimista, más aún luego del discurso de Laclau. Me dió miedo, realmente.

        Si de tocar leyes de la dictadura se trata, me resulta inexplicable la persistencia de la Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz. Pero ese es otro tema…

        1. David:

          Sí, deseo un panorama tranquilo y ‘normal’ tras la fecha de caída de la cautelar. Pero no sé si va a ser así. Mis razones para temer son opuestas a las tuyas. A mí me asusta la avanzada del grupo sobre el sentido común, tratando de deslegitimar y romper las reglas de juego. No sería la primera vez, por cierto. Lo del monopolio estatal y el copamiento del espacio radioeléctrico, bueno, no lo veo así. Ni hay tal monopolio, ni lo va a haber. Los argumentos sobre esto están hiperdiscutido y exhibidos. Podemos recordarlos, pero creo que seríamos redundantes.

          Coincido en que las reglas de juego para el sector financiero no han sido convenientemente adecuadas todavía. Pero se han dado algunos pasos en ese sentido (como la reforma de la carta orgánica del BCRA, que costó sangre, sudor y lágrimas, la verdad). Parece que habrá novedades en ese sentido. Ya veremos cuáles son.

  4. es que me preocupa hablar de»indefinibles» porque nos lleva al escepticismo gnoseologico.Entonces la definicion y la verdad estarian en la indefinicion y la negacion,y no es mi postura.El consenso es necesario,el diccionario tambien.La ironia es ludica.Estoy con Habermas y creo que el leguaje ayuda a la convivencia.Si comparto tu objetivo de criticar a una opo hueca,sin significantes.

    1. Mmm. Para mí «indefinible» no quiere decir inefable. Tampoco la indefinición lleva a la incomunicabilidad. La comunicación es una cuestión de grados, no está asegurada, no transmite significados codificados (o no se agota en eso) pero tampoco se agota en el solipsimo. Hay indefinición de los significados en la lengua y mucho más en el uso del lenguaje, lo cual no quiere decir que no haya ‘consensos’, significados en común, compartidos, aunque los entiendo más como negociaciones en tensión. Y sí, hacen falta los diccionarios (de hecho, off topic: hice unos cuantos, laburé un montón de años en esa rama de la lingüística aplicada, ja).

      Al margen, creo que coincidimos en lo central: el lenguaje ayuda a la convivencia. Siempre y cuando compartamos más o menos los términos de la negociación de la que hablaba arriba. Siempre y cuando compartamos cuál es el anclaje de los significados. NO creo que a la oposición le falten significantes, al contrario, se los está apropiando para ‘desplazar’ el consenso sobre sus significados. Los ejemplos más flagrantes tienen que ver con palabras como ‘democracia’, ‘autoritarismo’, ‘dictadura’, etc. Los significantes están, lo que nos están corriendo es el anclaje que permite consensuar cuáles son los significados (en la lengua y en el uso de la lengua) que estamos negociadamente dispuesto a aceptar para esos significantes.

      Por eso, la idea era: ojo, estemos atentos a esos desplazamientos para mostrar las maniobras que nos ‘mueven’ el sentido común, aquello que compartimos sobre el significado de las palabras.

  5. correcto en general.Respeto tu mayor dedicacion a la semiotica que la que mia.Lo unico que señalo con algo de extrañeza es colocar lo inefable dentro de lo indefinible.Para mi corresponde a otro contexto,de orden estetico.Y por esto es definible,como uma belleza sin contornos,eterea,pero real.O por lo menos lo inefable queda entre lo sensorial y lo psiquico.

  6. Isabel. Con ‘inefable’ quería decir ‘lo que no puede ser calificado’, aquello a lo que ‘no se le pueden atribuir rasgos’. Quería decir que afirmar que los significados son indefinibles (o inestables, sería lo mismo), no quiere decir que no sean significados y que sean, en buena medida, intersubjetivamente compartidos. O sea, mientras tratemos de compartir esa ‘base compartida’ de los significados (a eso apuntaba el textito) el lenguaje sí sirve para negociar y, por lo tanto, para convivir, como creo que muy bien decías. Lo que me preocupa es la disrupción total, las ganas de ‘romper’ el lenguaja para instalar un sentido común funcional a intereses nada democráticos.

    Así que creo que estamos de acuerdo en buena medida en lo que estamo diciendo.

    Abrazo.

  7. haffner:si,estamos de acuerdo en 2la mayoria de lo que estamos diciendo»…pero indefinible no es lo mismo que inestable…y lo inefable tiene rasgos…

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