Quiero sumarme al debate acerca de una reforma constitucional, cuya particularidad más asombrosa radica en que se está discutiendo acerca de lo que hasta la fecha no tiene ni puede tener otra calificación que la de mero disparate, esto último potenciado porque quien más agitó el tema últimamente es Elisa Carrió, de cuyos anuncios catastróficos jamás acaecidos hay material como para escribir una enciclopedia de similar magnitud a lo que fue su caída en las PASO respecto de su performance en 2007 (y creo ver relación entre una y otra cosa).
Se me ocurre que el debate está mal planteado. De un lado y del otro. Creo que no están dadas las condiciones de plantear una reforma en el contexto de un antikirchnerismo tan cerril como el que a la fecha se observa en la cuasi totalidad de las expresiones alternativas –minúsculas- del escenario político local. Eso pesa a la hora de definir lo que serán nada menos que las reglas de competencia institucional a futuro.
Será complicado todo (y no sólo por la cuestión de la hipotética reforma es que lo digo) si la oposición insiste en caracterizar al kirchnerismo -y a su legado en términos de incorporación de derechos ciudadanos, modos de gestionar el Estado y desarrollo de la competencia política- como un equívoco nacional cuyas raíces deben ser extirpadas sin más de la faz de estas tierras, volviendo todo a fojas cero respecto de su aparición en la historia, cuando esa opción electoral ha sido -y va camino a ser- depositaria del acompañamiento de más de la mitad de los votantes, especialmente por los cambios que esa masa experimentó a partir de este capítulo histórico.
Es decir, hay, sencillamente, la necesidad de repensar una sociedad que no es la misma que era en 2003, un Estado que ídem y que ha sido actuado en dialéctica constante con las limitantes que esa ciudadanía, el sistema de poder local, en particular; y el mundo, en general; le han sabido marcar en ocho años al Gobierno: como le habría sucedido y le volverá a suceder a cualquier gobierno, pero con el detalle de que el actual ha atendido a esas señales, las interpeló con libreto propio y a todo eso lo sembró, a su modo y como pudo, en la ciudadanía.
Y por si todo eso fuese poco, hay un contexto local en el que se registra la opción opositora por lo que ha desembocado en generar una enorme disfuncionalidad representativa, por cuanto se dedica las más de las veces a actuar una agenda que poco tiene que ver con las necesidades populares registradas de un tiempo a esta parte, que tienen que ver con la discusión por las necesidades de lo que usualmente se como “gentes de a pie”.
Sería ingenuo, entonces, sentenciar que el país no se debe una discusión acerca de los modos en que el Estado canaliza e interpela a sus integrantes y sus necesidades y aspiraciones (en definitiva, esa podría ser una buena definición de lo que, en parte, es una Constitución). Suele decirse que el mejor Derecho es el que registra realidades y la recoge y plasma en las leyes; y no aquél que pretende adecuar los hechos a los esquemas. Yo no me la creo tanto, creo que hay un poco de todo. Una especie de dialéctica, por así decirlo.
Como decía arriba, nuestra sociedad no es la misma. Cada uno califique cómo más le plazca al kirchnerismo, lo indudable es que la sociedad se ha vuelto mucho más compleja, heterogénea a su interior -y contradictoria- como producto de los avances sociales experimentados en ocho años. Como alguna vez comentara sobre los dramas que vive Chile en la actualidad, las sociedades jamás dejan de demandar, sí sus requerimientos se reactualizan.
Y hete aquí que la discusión está mal encarada desde el vamos. Reducir la misma a un planteo de términos conocidos (presidencialismo vs. Parlamentarismo), no es lo más conveniente. Claro está, a mi entender, que los esquemas conocidos de diseños institucionales de Estado ya no responden a lo que son las demandas sociales en la actualidad: la forma en que explotan las revueltas populares en el mundo árabe, España, Grecia, Israel, Chile, ahora EEUU, no son casuales y hablan, en algún punto, de lo mismo: los gobiernos de todos esos países cuentan con herramientas que lucen estériles para afrontar lo nuevo en términos de reclamos ciudadanos. Las protestas estallan de la manera en que lo hacen porque el sistema es incapaz de enmarcarlas. Así de simple.
En Sudamérica conocimos de esto, y así, violentamente, se sacudieron los órdenes institucionales en Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina a la salida de los neoliberalismos locales allá por fines del siglo XX y principios del actual. A Chile, lo dicho, le ocurre por estos días; y Brasil y Uruguay zafaron porque sus sistemas experimentaron cambios de orientación representativa a tiempo, igualmente no sin que esos mismos esquemas se vieran modificados, digamos que en los hechos (igual que en la Argentina kirchnerista), por sus nuevos representantes.
Hay, sí, que pensar un nuevo Estado. Así lo han hecho, insisto, Venezuela, Ecuador y Bolivia, donde los gobiernos populares emergentes de las crisis estructurales del republicanismo liberal pusieron en agenda, ante todo, la readecuación de sus Constituciones como ofertas de campaña a los fines, claro, de hacerse eco de las demandas de sus ciudadanos, imposibles de ser canalizadas por las instituciones obsoletas del statu quo anterior.
No se trata de despreciar la institucionalidad –de lo que habitualmente se acusa simplonamente a los populismos (categoría de la que nuestra “academia” sabe muy poco)-, sino de darse una nueva. Por decir algo, hasta renovadas formas de propiedad han alumbrado esos países. Y lo principal, desde ya, pasó por desarrollar estructuras jurídicas que aseguraran la incorporación al sistema de los emergentes sociales. Las reelecciones indefinidas, por mucho que se diga, no son lo principal allí: por caso, en Bolivia no existe.
Urge discutir hasta nuevos esquemas de limitación de los poderes de gobierno (no sólo del Ejecutivo). De relacionamiento entre ellos. Dar lugar a nuevas formas de expresión política, de agrupamiento económico. Cómo se garantizará a todo lo nuevo que será parte del Estado de Derecho.
Argentina, vía gestión del kirchnerismo, ha transitado un camino de paz social a partir de 2003 simplemente porque desde el Gobierno se decidió la atención –y, a veces, incorporación- de los actores sociales que asumieron la representación de los excluidos del orden anterior. Pero a ese camino lo garantiza, hoy por lo menos, únicamente la decisión política y la conducción de Cristina Fernández. Urge galvanizar todo ello en la estabilidad institucional, a los fines de que gane en continuidad como política de Estado, si no se quiere que a todo lo vuele el primer viento que sople en contra.
Entonces, no explorar algo nuevo por fuera de los esquemas existentes que experimentan, por igual, fracasos en el mundo entero con independencia hasta de la orientación ideológica de los distintos actores que se quiera evaluar, y encima prescindiendo de las especificidades concretas locales; en definitiva, no fugar para adelante y por arriba de todo esto, deparará –me temo- un fracaso. Y no es, por otro lado, el estilo de este Gobierno.
No se trata únicamente de prever la posibilidad de que la continuidad de CFK esté limitada: hay que entender que hoy día todo podría quedar en duda porque, aún con habilitación institucional, Cristina alguna vez puede llegar a… perder, claro. Y tiene, también, derecho a algún día decir basta.
Es mucho más complejo construir un Estado que actúe las necesidades y aspiraciones renovadas de su pueblo. Y el ¿inicio? del ¿debate? es, hasta acá, poco promisorio y atractivo.
Te curaste rápido, Wolverine!
Estoy de acuerdo, en parte, no estaría mal debatirlo, pero qué tema se puede debatir en este país/mundo sin prejuicios. «reelección», «devaluación», «inflación», «privatización» y otras voces tabú. La ciencia política tendría que ser más ciencia y un poco menos política.