Estado y comunicación política en la Argentina

13-06-1100:00
Mario Riorda Consultor político
Néstor Kirchner avisó tempranamente del peso del Estado en su gestión: 20 menciones al Estado en su discurso inaugural, frente a las 2 veces en el discurso de Fernando De la Rúa. Ya se avizoraba que estrategia y mensaje son elementos imbricados. Cristina Fernández ha hecho cotidiano el uso del Estado en su léxico. El mensaje define la estrategia y, simultáneamente, la estrategia es el mensaje.
Comunicar y gobernar son dos términos que no pueden separarse. Resulta inadecuado sostener que pueda existir un buen gobierno y una mala comunicación. La comunicación gubernamental tiene un objetivo: generar consenso. Si la comunicación política no actúa bien, no hay consenso y sin este, no hay buena gestión.
Muchos no comprenden a la comunicación como estratégica sino como acción instrumental y táctica. Otros creen que sólo comunicando se puede generar consenso, desconociendo de que sólo comunicando -y olvidando la política- se lo puede perder. Las burbujas comunicacionales trabajan con excesiva carga retórica e produciendo “inflación” discursiva con expectativas peligrosas. Latinoamérica fue muchas veces una “usina de frustraciones” en ese sentido.
Construccionismo políticoHay gobiernos que practican el construccionismo político para enfatizar -y hasta crear- problemas para avanzar con sus políticas. Tanto que muchos de los verdaderos problemas son construcciones simbólicas para justificar su accionar. Es la máxima imbricación entre decisión, comunicación y acción en base a un objetivo central: legitimar hechos o relatos políticos. Es lo contrario al kitsch político, pues este actúa sobre una base testeada exclusivamente. Como sostiene Martin Plot, el kitsch político reduce la actividad de creatividad política, que pasa a rodearse de una alta previsibilidad y trabaja con manifestaciones o acciones públicas con alto potencial de aceptación, lo que predispone a la opinión pública, en un plebiscito dispuesto a la aclamación, a la acogida, a un clima psicológico favorable.
La alevosía de las decisiones políticas tomadas dependiendo exclusivamente de los sondeos produce conservadurismo porque las expectativas sociales no mutan ni varían con tanta facilidad y velocidad. Desde la gestión política, atar cada decisión a la opinión pública es una patología propia del kitsch político, siempre que se la utilice para acomodarse a la ola dominante en la opinión pública.
El construccionismo gubernamental, en cambio, no sólo testea ambientes, los construye o al menos avanza en el intento. Porfía e intenta torcer la realidad, y plantea toda una estrategia dirigida a modificarla.
La comunicación del gobierno centrada en el peso del Estado, lleva 8 años en Argentina y recién ahora comienza a cristalizar -independientemente de los juicios de valor- con alto consenso en la ciudadanía.
Cuando alumbró el Sistema Integrado Previsional Argentino, había una fuerte desconfianza en que ANSES “usase los fondos de los jubilados”. Hoy, más de dos tercios aceptan la gestión de dichos fondos y que se los invierta en emprendimientos productivos, financie obras energéticas y obras públicas. Se ha consolidado el traspaso de las jubilaciones al Estado desde la opinión pública.
Pero esa aceptación prefigura la percepción de eficacia respecto al Estado. Nadie desea que a las empresas les vaya mal, pero sí se desea que el Estado intervenga para mucho más que regular, que intervenga para redistribuir. Aparece una idea positiva que se la aprecia como legitimada para corregir distorsiones del mercado. Más de 8 de cada 10 argentinos apoya esa tesitura, sosteniendo que el rol activo del Estado en la economía es una necesidad ya que el mercado por sí mismo genera desigualdades. Piensan que el mercado debe ser regulado “mucho o bastante”.
Oponiéndose a ello, “lo fundamental es administrar bien el país y no hacer política todo el tiempo” decía un empresario de una gran multinacional. Ese discurso duró más de una década representando a los gobiernos débiles frente a la economía. Gobiernos que modernizaban las estructuras administrativas pero que veían que el Estado no estaba para resolver las brechas sociales, sino para mirarse a sí mismo.
Es necesario advertir que la administración no transforma. Sólo lo hace la política y tiene el imperativo de hacerlo. Que se esté cerca o lejos de los oficialismos, que se piense a la política con otro estilo es otra cosa. Pero es complicado volver a subestimar el peso del Estado como instrumento redistribuidor. El mercado y la administración tecnocrática han demostrado que lo bueno para la economía, no es necesariamente bueno para los ciudadanos.
La administración, por más eficiente y colmada de calidad institucional que esté, no es garantía de transformación. Ese es el terreno de la política. Y la comunicación gubernamental ha instalado estratégicamente ese relato. El Estado nuevamente puede escribirse con mayúsculas. Ya no es más mala palabra. Aunque imperfecto, se lo percibe nuevamente como eficaz.
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