La democracia peronista

Nadie puede negar que el peronismo es un movimiento profundamente democrático. Lo fue raigalmente en su origen, cuando aceleró los procesos de incorporación social. También en su funcionamiento interno hay un fuerte elemento democrático: es un movimiento en el que cada uno tiene la oportunidad de demostrar sus talentos y desarrollar su carrera. Finalmente, el peronismo forma legítimamente parte de nuestra historia política democrática. Compite en las elecciones y con frecuencia las gana con amplitud.
El problema es determinar a qué tipo de democracia corresponde exactamente el peronismo. Porque hay muchas variantes, que comparten el principio básico de que la democracia política consiste en expresar la voluntad del pueblo. Cada tradición o familia democrática ha entendido de una manera diferente qué cosa es el pueblo, qué es la voluntad y cuáles son los medios legítimos de su expresión. Cada versión ha combinado de maneras diversas este principio democrático esencial con otros concomitantes: liberal, nacionalista, socialista, católico y otros muchos.
La democracia peronista tiene desde su origen algunos rasgos constantes. El movimiento se presenta como la expresión única de un pueblo homogéneo en intereses y doctrina e identificado con la nación. Es un movimiento de jefatura, investida por el pueblo de una autoridad tal que la coloca por encima de las normativas institucionales. Pocas veces el peronismo se apartó de esta versión, que suele denominarse democracia plebiscitaria o de líder. Pero su singularidad reside en su capacidad para adaptarse a realidades tan diferentes como la Argentina de 1945 y el país de 2011.
El primer peronismo dio un fuerte impulso al proceso político democrático lanzado en 1916, que estaba en letargo desde 1930. La clara ventaja en la elección de 1946, que se amplió en elecciones posteriores, se consolidó con las manifestaciones masivas organizadas, que reprodujeron el acto fundador del 17 de octubre de 1945. En ellas, año a año, las multitudes eran convocadas desde el Estado para escenificar el ritual plebiscitario de delegación de la autoridad en el líder.
Este doble apoyo no bastó para un régimen que alegaba expresar al pueblo todo: apenas un tercio de opositores bastaba para cuestionarlo. Por eso los opositores fueron excluidos del «pueblo» y de la nación y colocados en la categoría de «antipatria». El Estado les impidió su expresión pública y los persiguió. La difusión de la «doctrina nacional» sirvió para homogeneizar la opinión, usando todos los medios de prensa y la escuela. Finalmente, se modificaron las leyes electorales, que con una retorcida arquitectura comicial redujeron al mínimo la representación política opositora.
Por otra parte, el peronismo se propuso organizar la sociedad, regular sus conflictos y a la vez construir en ella una segunda base de sustento político. Desde el Estado, promovió la constitución de diversas confederaciones que, al modo de la sindical, integraran los distintos intereses sectoriales. Cada individuo debía incorporarse, voluntariamente o no, a una corporación: trabajadores, empresarios, estudiantes, profesionales. El Estado pudo administrar sus conflictos en el marco de la llamada «comunidad organizada», fundada en una doctrina compartida y en un liderazgo político. Resultó así un tipo singular de democracia, en parte corporativa y en parte plebiscitaria, fuertemente autoritaria y hasta dictatorial, pero que corresponde -es bueno recordarlo- a una de las variantes conocidas de la familia democrática.
El peronismo estuvo fuera del gobierno, salvo un breve interludio, entre 1955 y 1983. Sobrevivió a gobiernos civiles adversos y poco legítimos, y también a dictaduras militares, sin disponer del acceso a los recursos del Estado. Lo logró apoyándose en los sindicatos y en la figura de Perón. Los sindicatos fueron en su gran mayoría peronistas -la ley sindical que protegía la homogeneidad política interna fue ratificada por todos los gobiernos- y actuaron eficazmente en el juego corporativo que en esos años sustituyó a la competencia política. No les fue mal: en 1970, un gobierno militar potenció su poder con la ley de obras sociales. En los espacios acotados en que la actividad política fue posible, los sindicatos le dieron al peronismo político las estructuras básicas para organizarse y sobre todo los recursos financieros. Fueron su columna vertebral.
Por otra parte, la figura de Perón mantuvo la unidad simbólica de un movimiento que en esos años discurrió por caminos diversos y se hizo receptivo a discursos e ideas ajenas a su tradición. Sin embargo, el peronismo mantuvo una unidad de propósito simple, contundente y desafiante: la vuelta de Perón.
En 1973 las cosas fueron parecidas a 1946, y distintas a la vez. Luego de su abrazo con Balbín, las diferencias con la oposición desaparecieron y no se la calificó de «antipatria». Mientras tanto, el anciano presidente intentaba inútilmente reflotar la Comunidad Organizada mediante el Pacto Social. Pero subsistió la idea de unidad del pueblo peronista y su enemigo: los Montoneros, que habían identificado al sindicalismo con los traidores, finalmente terminaron siendo el enemigo, expulsados y perseguidos. Las diferencias se achicaron luego de 1976 y, como otras veces, las partes volvieron a reencontrarse. Así atravesaron el desierto. Al final del camino debieron afrontar una inesperada tormenta: la derrota en las elecciones presidenciales de 1983, que fue atenuada con el triunfo en muchas provincias.
Desde 1983, con la construcción de la actual democracia, el peronismo se ha convertido en la principal fuerza política. Con alguna incomodidad al principio, cumplió con todos los requisitos que imponía la militancia democrática de entonces: afiliación, elecciones internas, programa. También generó una camada de dirigentes políticos adecuados para la nueva vida institucional, capaces de desempeñarse tanto en el debate público como en la gestión. Por otra parte, el ejercicio del gobierno y la consiguiente disponibilidad de recursos -presupuestarios y de los otros- permitieron reducir la dependencia de los sindicatos -achicados y empobrecidos por el desempleo- y desarrollar una estructura territorial basada en las unidades básicas, que resultó adecuada tanto para la preceptiva democrática como, sobre todo, para la nueva realidad social.
Desde 1989 los gobiernos peronistas fueron transformando por pasos la institucionalidad democrática de 1983 en una nueva versión del régimen de líder. Las sucesivas crisis y la apelación a la emergencia económica justificaron la delegación de la autoridad parlamentaria en el presidente. El manejo libre de los recursos estatales sirvió para reducir a la oposición y para la siempre difícil tarea de unificar a los peronistas tras la jefatura. El peronismo volvió a su versión originaria de la democracia fuerte y poco institucional, aunque sólo recientemente comenzó a avanzar sobre el control de la opinión. Más difícil fue restablecer los mecanismos plebiscitarios. La asistencia a la plaza es menos significativa, en tiempos de la videopolítica, y a la vez más difícil de lograr. Pero el peronismo encontró otros mecanismos, más adecuados para los nuevos tiempos, para asegurarse el sufragio.
La Argentina de 1983 ya era muy distinta de la vieja Argentina potente y vital en la que el peronismo había nacido y crecido. Poseía un extenso e irreductible mundo de la pobreza, que explotó en 1989 y se instaló en el espacio público en 2001. Qué hacer con los pobres y cómo reducir la pobreza es uno de los grandes temas del debate actual. El peronismo aportó sus propias soluciones, que combinaron los tradicionales criterios de la justicia social con los más modernos de un Estado que abandona su pretensión universal y actúa en lugares y circunstancias específicas.
Para el peronismo significó una complicada adecuación. Pudo hacerla porque, simultáneamente, encontró la forma eficaz de adecuar su estructura política al mundo de la pobreza y convertirlo en un ámbito privilegiado para la producción del sufragio. En esto, los peronistas demostraron más talento, flexibilidad y creatividad que cualquier otra fuerza política. Sobre todo, supieron combinar y entrelazar las redes sociales surgidas en el mundo de la pobreza con las redes políticas territoriales del movimiento y hacer circular por ambas los recursos provenientes del Estado. Requiere una cuidadosa artesanía, que articule relaciones personales y simbólicas, y lo hacen muy bien. La respuesta peronista al problema de la pobreza fue, a la vez, su respuesta al problema del sufragio. Como otras veces antes, sin perder sus caracteres básicos, los peronistas han encontrado la clave de la política democrática de la hora.
© La Nacion
El autor es historiador e investigador principal del Conicet/UBA .

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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