La responsabilidad de nuestras elites

Una vez más, nuestro país se aproxima a la conclusión de un período presidencial. La satisfacción que causa la continuidad del ritmo democrático se confunde con la preocupación por el aspecto que, según todo indica, tendrá este final, al que nada cuesta anticipar difícil.
Los próximos dos años serán, todos lo sabemos, complejos. La falta de una regla de sucesión en el partido gobernante, la debilidad y fragmentación de las opciones alternativas harán confuso el escenario político. La inflación, la abultada factura de la energía que habrá de importarse, las crecientes dificultades fiscales y los eventuales conflictos con acreedores externos, así como la pérdida de competitividad complicarán la vida económica. Todo permite prever que problemas económicos y tensiones políticas tendrán, también, su correlato en conflictos sociales, algunos de los cuales serán producto de la nueva coyuntura; otros, resultado de las desafortunadas políticas de la década que el Gobierno lleva en el poder.
La perspectiva habilita la tentación del juicio repetido, que consiste en imputar al Gobierno la responsabilidad principal por las dificultades que la sociedad deberá enfrentar. No es una tentación infundada ni, por repetido, ese juicio es falso. La incompetencia en el manejo de la cosa pública, pero no sólo ella, sino la misma ideología del Gobierno, las formas de ejercicio del poder, convierten al kirchnerismo en responsable principal del estado de cosas. Suficiente se ha dicho y escrito sobre ello, y la ciudadanía así lo confirmó en las elecciones primarias del mes pasado. La condena involucra los hechos y los dichos, pero también los modos de decir, las conductas individuales de los protagonistas y las conductas colectivas de las organizaciones oficiales, la ética y la eficacia, y es una alarma sobre todo aquello que recibirá en herencia el próximo gobierno: reservas exiguas, cuentas fiscales maltrechas, infraestructuras deterioradas, inútiles y arcaicas y, sobre todo, a la tercera parte de la población en la pobreza, un sistema educativo en decadencia que expulsó doscientos mil alumnos hacia las escuelas privadas, una red de transporte indigna, y un Estado inmenso y estropeado, incapaz de cumplir con sus obligaciones, mientras innumerables actores sociales y corporativos pasan cada mes a cobrar por sus cajas.
No es un buen panorama. Pero en los trazos con los que se lo pinta no hay nada nuevo, nada que un observador atento e informado no haya podido deducir por sí mismo. Hay en esta descripción del estado de las cosas, por el contrario, autocomplacencia, una mirada indulgente de la sociedad sobre sí misma. Porque no es ésta la primera vez que el final de un ciclo de gobierno muestra características semejantes, no es la primera vez que un gobierno se despide en un escenario de deterioro económico, político y social agudo. Así fue el final del menemismo, con el 25% de la población activa sin empleo, con tasas ofensivas de indigencia y pobreza, con la economía en recesión y una deuda pública exorbitante. Y así terminó el gobierno de Alfonsín, hundiéndose en la hiperinflación y la crisis social. Así son, en general, los finales de ciclo en nuestro país.
Atribuir, entonces, cada crisis al gobierno del momento es dar una explicación sencilla de un problema complejo, que se resolvería simplemente con un nuevo gobierno. Pero la ilusión, según la cual ese cambio pondrá fin a los males que padece el país, ha probado ser tan sólo eso, una ilusión que cada vez concluye en desesperanza y frustración. Parece más bien tiempo de aceptar que el estado de la sociedad argentina no puede ser atribuido a la exclusiva responsabilidad de un gobierno, más allá de la evidente incompetencia y de la inescrupulosa malversación de los bienes públicos -simbólicos y materiales- que caracterizó al kirchnerismo.
Los gobiernos son sólo una parte del problema. No la menor, sin duda, pero tampoco la única. En 1956, en su clásico libro La élite del poder, Charles Wright Mills escribía: «En los organismos gubernamentales no hay más inmoralidad que en los negocios corporativos. Los políticos sólo pueden conceder favores financieros cuando hay hombres del mundo económico dispuestos a recibirlos. Y los del mundo económico sólo pueden buscar favores políticos si hay agentes políticos capaces de otorgar dichos favores».
No se trata sólo de la corrupción, aunque ésta tenga una parte importante en los recurrentes fracasos argentinos. Es más bien la conducta toda de las elites, que desde hace largo tiempo no toman a su cargo la responsabilidad que deberían tener. Son las prácticas cotidianas de individuos, hombres y mujeres, cuyas decisiones, como escribió Wright Mills, afectan poderosamente la vida cotidiana de las personas corrientes, aquellas que sólo tienen control, cuando lo tienen, sobre lo que ocurre en sus mundos privados. Hombres y mujeres que son parte, por cierto, de la clase política, según la definió Gaetano Mosca, pero también lo son del mundo de los negocios, de los sindicatos, del conocimiento, de los medios de comunicación.
Ser parte de la elite no es el resultado de una afortunada posición económica, heredada o construida, ni de la posesión de un gran saber sobre una materia específica ni de gozar de celebridad pública de cualquier tipo. Si bien exige tener riqueza, poder, prestigio o fama, se es parte de la élite solo cuando se es también parte de una trama institucional. Y son, justamente, esas tramas institucionales las que están fracasando en nuestro país.
Hacer la genealogía del fracaso sería largo y, posiblemente, no aportaría mucho a la comprensión de nuestro presente. Pero esa genealogía no podría omitir el hecho de que desde hace mucho, demasiado tiempo, la relación entre las elites y el Estado argentino ha sido una relación de colonización, de captura y de obtención de franquicias que, a costa de los recursos públicos, permite la satisfacción espuria de intereses sectoriales e incluso privados.
La responsabilidad de las elites es distinguir entre lo necesario y lo popular, que no van necesariamente de la mano, así como encontrar los modos en que, cuando deben tomarse las decisiones necesarias el costo no sea siempre transferido a los más débiles de la sociedad. En un artículo publicado hace algunas semanas, Jürgen Habermas se preguntaba: «¿Qué significa realmente «impopular»? Si una solución política es razonable, no debe suponer el menor problema plantearla al electorado de una democracia. ¿Y cuándo hacerlo si no es antes de las elecciones? Cualquier otra opción supone un encubrimiento tutelar. Infravalorar y exigir demasiado poco a los electores constituye siempre un error». Ese error no es exclusivamente del gobierno. Lo es, también, de los grupos dirigentes de la sociedad argentina que, con muy pocas excepciones, no han mostrado ninguna disposición para actuar a favor del interés común. Pareciera como si, ante los desafíos de la hora, se pudiera seguir una lógica clara, pero que carece de principios y argumentos definidos que puedan ser expresados y discutidos ampliamente. Sólo será, sin embargo, la deliberación pública la que permita tomar las decisiones adecuadas para el bien común y para comenzar a construir una sociedad más justa, y es esa deliberación la que, una vez más, está siendo soslayada: la clase política y las elites prefieren acomodar las cosas entre ellas antes que discutirlas a la luz pública.
Sin duda, los tiempos por venir serán difíciles. Para evitar que concluyan en la pura repetición de los fracasos del pasado, la sociedad argentina y especialmente sus elites deben eludir el gesto conocido, según el cual los errores fueron cometidos sólo por quienes se están yendo, mientras se comienza a buscar, debajo de la mesa, acuerdos con los que están llegando.
Políticamente, hay algo peor que bailar en la cubierta del Titanic: estar durmiendo la siesta sobre ella. Éticamente, es aun peor ser el primero en correr a buscar un bote en que salvarse.
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