Perón y el nervio sensible de la productividad

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Por Marcos Schiavi.

I. La productividad es la estrella polar de la Argentina. Mauricio Macri repite una y otra vez en sus discursos esa cita de Juan Domingo Perón. Jorge Triaca (h.) prometió sorpresivamente, en noviembre de 2015, luego de la victoria de Cambiemos, que las “paritarias serían por productividad” (cosa que finalmente no ocurrió).  Hace unos días insistió y propuso que en el marco del Consejo del Salario se debata productividad, ausentismo y descuentos salariales por día de huelga. Más allá de este último error de timing (lo planteó en la misma semana del veto a la Ley de Emergencia Ocupacional), el gobierno macrista insiste en discutir productividad y legitima sus deseos con Perón. La ha puesto en el centro de la escena.

La de la productividad (y la competitividad) nos parece una discusión interesante y necesaria en la Argentina contemporánea, indispensable para pensar el modelo de país. También nos parece interesante la utilización de Perón como principio legitimador. Al citarlo, Macri parece decirnos: “miren si será importante el tema que hasta Perón, el más populistas de los populistas, lo valora”. Sin embargo, esa mención aislada tiene por lo menos dos problemas: por un lado, no hay ninguna referencia al “éxito” de Perón con este tema y, por otro, que la “productividad” no es unívoca. Tiene muchos significados; básicamente no es lo mismo para un empresario que para un trabajador. Incluso durante el peronismo (donde la productividad se discutió fuertemente) hubo etapas diferentes en el debate y posiciones enfrentadas dentro del propio campo oficialista.  

Lo que nos interesa en este artículo es hacer un pequeño pantallazo sobre el primero de los puntos: que medidas efectuó y que resultados obtuvo Perón, particularmente en su segunda presidencia.  Nos parece importante a la luz del debate que plantea el PRO, y para bosquejar qué nivel de verosimilitud tiene esta discusión (así planteada y así presentada) en la Argentina actual.

II.

Pablo Gerchunoff y Juan José Llach, en “Capitalismo industrial, desarrollo asociado y distribución del ingreso entre los dos gobiernos peronistas: 1950-1972.”,  afirman que el principal conflicto económico dirimido durante la segunda presidencia peronista se basó en la necesidad de sustituir trabajo por capital en la industria y en los servicios directamente productivos. Según estos autores, “el origen de esta necesidad había que buscarlo en el alto nivel de salarios reales, ocupación y participación de los asalariados en el ingreso pero también, y quizás más gravitantemente, en el gran poder de negociación sindical que no sólo promovía aumentos salariales sino también un considerable poder obrero en la vida diaria de las fábricas”.  En este marco se instaló el concepto “productividad”, en una discusión sobre los límites del poder obrero.

La inmensa mayoría de la literatura concuerda en que a partir de 1952 hubo un viraje en la política económica gubernamental, la cual se expresó en distintos planes y congresos, símbolos de la transformación. El primero de esos gestos fue el Plan de Emergencia Económica de principios de 1952. Su objetivo central era recomponer el “desfasaje entre precios y salarios”. El Segundo Plan Quinquenal (1953-1957) continuó esta línea de acción. Se fijaron en él metas ambiciosas: sus objetivos se centraron en organizar una industria productora de bienes de capital y en alcanzar una mayor racionalización de las empresas privadas y del Estado. Al año siguiente se realizó el Congreso de Organización y Relaciones de Trabajo (entre el 23 y el 30 de agosto de 1954, con el auspicio de la peronista CGE y la organización del Instituto Argentino de Relaciones Industriales). Allí, las relaciones de trabajo fueron consideradas el eje de la necesaria transformación económica, y se afirmó que la problemática central de la economía argentina residía en la pérdida de rendimiento en la mano de obra. Los expositores insistieron en que la CGT colaborase con el gobierno y los empresarios en el intento de preparar un ambiente psicológico basado en un estado mental receptivo al cambio. Este evento fue preparatorio de uno mayor: el Congreso Nacional de la Productividad y el Bienestar Social (CNPyBS) de marzo de 1955, la última y más importante tentativa de esta campaña. La actividad fue organizada en conjunto por la CGT y la CGE, con el apoyo gubernamental. La sustancia de lo discutido allí se centró en el intento empresario de alcanzar una definición adecuada de los objetivos de la producción y del rendimiento de la fuerza de trabajo. Como bien sostiene Rafael Bitrán, “para los trabajadores lo que estaba en discusión eran parte de sus conquistas sociales y laborales”, aquello que constituía, al fin y al cabo, la justicia social en la vida diaria de la fábrica.

Pese a toda la pompa, el CNPyBS estuvo lejos de ser exitoso, muy lejos. Concluyó con la firma de un vago Acuerdo Nacional de Productividad, que suponía la ulterior rúbrica de documentos particulares. Sin embargo, en los seis meses transcurridos entre el final del evento y el derrocamiento de Perón, no se efectivizó ni un solo acuerdo de productividad.

Un ejemplo de las tensiones internas del congreso fueron las diferencias en torno al concepto de productividad que se observaron en los discursos pronunciados por los líderes de la CGT y la CGE en la inauguración. Según Eduardo Vuletich (secretario general de la CGT), “[…] Las más de las veces, la mano de obra se ve privada de toda posibilidad de eficiencia por las condiciones absolutamente impropias en que le toca desempeñarse; [esta es] una cuestión de palpitante actualidad, en la que convendría pongan su atención con provechosos resultados quienes sólo esperan que los problemas derivados de las insuficiencias y deficiencias de la producción las afrontemos y superemos únicamente nosotros los trabajadores, que somos precisamente los que menos podemos hacer a este respecto y a quienes se nos quiere asignar la mayor y más injusta responsabilidad”. Según José Gelbard (CGE), “La economía privada argentina no podrá aspirar por tanto, al logro de altos índices de rendimiento basándose exclusivamente en la incorporación masiva de modernísimos bienes de capital; y debe tener conciencia plena de dicha circunstancia. Si no es posible fundar la mejora de los rendimientos acudiendo a la moderna mecanización y a la novísima  automatización, se tendrá que resolver el problema a partir de los equipos y planteles actuales progresivamente renovados, según las posibilidades del país. Es decir, tiene que tomarse como punto de partida lo existente, lo presente, y mejorar y aumentar el rendimiento de la productividad de cada máquina, de cada hombre, de cada proceso”. Como se puede observar, pese a los esfuerzos oficiales estas visiones no se pudieron conciliar.

 

III.

Tampoco se las pudo conciliar en el marco de los acuerdos paritarios de 1954, la última gran negociación de la década peronista. Luego del congelamiento de sueldos estipulado en 1952, la apertura de las negociaciones dos años después se avizoraba como conflictiva. Más aún teniendo en cuenta que, luego de meses de crisis, la situación económica mostraba mejorías importantes lo que redundaba en una mejor posición negociadora de los trabajadores.  A raíz de esas discusiones, en el marco de la renovación de los convenios colectivos que debían firmarse a fines de febrero, se produjeron múltiples conflictos a lo largo de todo el abanico industrial urbano varios de los cuales terminaron en huelgas generales por rama, intervenciones sindicales y desplazamiento de dirigentes.

La posición patronal (con el guiño del gobierno) buscaba atar los aumentos salariales a la productividad obrera y, para lograr un incremento en esta última, transformar las relaciones de poder y los ritmos de trabajo en cada fábrica o establecimiento. Esto hacía que cualquier reclamo salarial se relacionara directamente con la discusión acerca de las condiciones laborales. Las reivindicaciones que los trabajadores buscaron imponer fueron básicamente dos: vigencia de las condiciones de trabajo precedentes y aumento sustancial de los salarios. Allí residió el nudo del problema. La huelga de la UOM duró dos semanas y fue sin dudas la más relevante pero no fue un hecho aislado. Formó parte de un movimiento más amplio de huelgas y enfrentamientos obreros. Junto a ésta ocurrieron distintos conflictos en los gremios del caucho, maderero, tabaco, petrolero, luz y fuerza, seguros, textil, por mencionar a los más destacados. En 1954, hubo sólo en Capital Federal más de 1.400.000 de días perdidos por huelgas. En los tres años anteriores sumados apenas se habían superado los 500.000.

En síntesis, el llamado a la productividad realizado por Perón no fue un lecho de rosas. Incluyó conflictividad laboral y propuestas institucionales truncas. La principal oposición interna a sus planes provinieron de los sindicatos nacionales más poderosos como, por ejemplo, la UOM. Sin embargo, estas tensiones no empañaron las elecciones para vicepresidente, senadores y diputados de abril de 1954 en las que el peronismo obtuvo el 62% (¡sesenta y dos!) de los votos. Esta conflictividad convivía con un mayoritario apoyo al gobierno: la discusión se daba al interior del oficialismo.

Visto lo ocurrido hace más de sesenta años, la centralidad que le asigna el macrismo a la productividad (asociada únicamente a penalidades para los trabajadores: ausentismo, rendimiento, adicciones, y días de huelga) parece ser un arma de doble filo y una puerta directa a un mayor enfrentamiento con las organizaciones sindicales. Eso concediendo – entre otras cosas – que Mauricio Macri tenga, al menos, la misma capacidad de conducir a los sindicatos que Juan Domingo Perón.

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