El otro día vi La Mujer sin Cabeza, de Lucrecia Martel. Aclaro: no importa lo que cuente en este post. Siga leyendo tranquilo si no la vio y espera al DVD. No interesa que yo trate de explicar lo que me pasó. Es como que intente contarle lo que uno puede pensar ante un cuadro de Friedrich en la Vieja Galería Nacional de Berlín. O ante un gol de Messi. Hay que tomarse el avión y pagar la entrada. Hay que ver. No queda otra.
El contexto, eso sí, interesa. Tuve que ir a verla al Complejo Tita Merello. Ocurre que la película estuvo pocas semanas en cartel en las salas más cómodas, masivas, mainstream y pochocleras. Y así fue que me topé en este cine estatal, partícipe de varias metáforas de la Argentina. O de nosotros ¿O de la película de Martel? Resulta que viene a ser lo mismo. Continúo.
Faltaban 10 minutos para que empezara el film y las puertas estaban cerradas. Llegó un señor, con ropa de trabajador, con algunos kilos de más y trató de abrir los blindex con una llavecita que traía en el bolsillo. Trató y trató, ante la mirada de los futuros espectadores de la primera función de un martes: una interesante mezcla de personas con serios problemas mentales, escapistas laborales, y jóvenes más o menos snobs. Todos de clase media, pero todavía dispuestos a tirarse en cultura 8 pesos que muy bien servirían para otra cosa.
Nuestro protagonista no pudo abrir la puerta. Luego de casi un minuto de golpear el vidrio logró que otro desde adentro le abriera. Y ahí empezó la venta de tickets. A todo esto, el empleado del mes de los kilos de más fue a colocarse una corbata para hacer de acomodador. El procedimiento más o menos funcionaba hasta que a alguien se le ocurrió ir al baño.
Es que en el Complejo Tita Merello, las puertas de los baños se traban de manera automática y sólo pueden ser abiertas desde adentro de la boletería con un sistema simil-portero eléctrico. Es decir que si uno desea orinar, debe ir a tramitarlo con el boletero. Todo iba bien hasta que una treintañera pensó -quien sabe por qué, quizás por un prejuicio de género- que sería más simple meterse en el baño de hombres. Cuando el boletero quiso detenerla, la chica le espetó «soy varón». Ante lo que el antihéroe de los tickets resopló un «por dios, qué día hoy ¿estamos todos locos?». La señorita movió con negras un sutil «no me digas loca, gordo de mierda». A todo esto, el cajero de la boletería se acomodó los lentes y con aires de Grondona (Julio) dijo: «este país, es este país». Lo que se dice una función Matineé como las de antes.
Bien. Los catorce que éramos entramos. No me esperaba el bombazo político que comenzó cuando se apagaron las luces. Ahí estaba todo. Podría hacer la enumeración. Podría hablar del país partido en dos y no desde ahora, del racismo, de las dobles vidas de los argentinos, del poder ejercido de las formas más brutales en los recovecos más ínfimos de una mañana cualquiera en una casa cualquiera, de esa especie de pasión cotidiana por la intrascendencia, de la hipocresía con mayúsculas.
Pero lo que a mí me impactó más fue ese alegato contra el peligro que corremos los que aquí leemos. Sobre todo el de perder conexión con la realidad de los otros. Más aún, no el de desentendernos, sino el de ni siquiera poder concebir que los que la pasan peor están ahí. Que son personas. Con sus vidas, sus necesidades seguramente iguales y también diferentes.
En una escena la protagonista habla con un chico, salteño, que está haciendo una changa en su casa. Que la ayuda a bajar unas cosas del auto. Y le pregunta «qué talle sos». El chico responde algo así como «no sé». Luego Vero, una flor de pelotuda de 55 años va a buscar en una bolsa de ropa y desecha una serie de remeras porque «son muy chicas». El pibe la mira y le dice «¿me las puedo llevar igual?». «Sí», magnánima afirma Vero. El pibe las agarra. Deja la bolsa.
La primera mitad de la película sentimos empatía por Vero. Porque Vero sufrió un problema. De última una tragedia. Algo que le puede pasar a cualquiera (de nosotros). Y en un contexto que no la ayuda. Pero Vero empieza poco a poco a convertirse en un monstruo. En ese monstruo que a veces somos. Ese que se cree que puede vivir en otro planeta mientras allá abajo está el resto de los compatriotas sub-humanos pobres. Ese que puede votar, ¡clamar! para que se desmantele un Estado. Para convertir a la Cultura Nacional en el triste Complejo Tita Merello, con sus puertas-de-baño-caza-bobos.
No vi la película de Pino. Pero esta era la película que tendría que haber hecho Solanas. Si no fuera más pinista que Pino, claro.
Ahora vaya a ver la película de Solanas y coméntela también, porque este estuvo buenísimo.
No vi la película pero creo entender tu idea acerca del riesgo que corremos de perder conexión con buena parte de las clases medias ¿no?
¿Sabes? Creo que acabás de lanzar al ruedo una idea muy, pero muy grossa.
Habría que desarrollarla un poco más.
A ver quién lanza la primera parrafada…
Por esste escrito, estoy condenado a ver la película.
Vi la pelicula y creo que la conexión la pierden los propios sectores medios, por su cosmovision, y el modo de relacionarse con los sectores bajos. Hay muchas escenas de la pelicula que muestra eso. Sumado a los vaivenes de su alma bella, el remordimiento, y luego el ocultamiento.
Escriba, a todas esas incidencias, comunes en el Tita Merello habria que sumarle una proyeccion con inclinacion de 15 grados, experiencia interesante tener la pantalla inclinada. Dudo que haya sido un pedido de la directora.
No se entendió. Un cinema pararadiso reloaded.
Quienes son los que están «allá abajo está el resto de los compatriotas sub-humanos pobres»
Muy bueno el post y la película. Creo que para quienes vimos la película el post es mejor, pero para los que no, es una buena manera de tentarlos, no se la pierdan. A mi no me habían gustado especialmente las anteriores de Martel.
No tiene mucho que ver con este post, pero tenía ganas de decirlo…
Hoy venía pensando en todo este tema de la crisis gringa y sus guerras y demás y de pronto, leí por ahí «en 1810, la guerra franco-española creó las condiciones favorables para el grito de mayo. En 1916, la primera guerra mundial facilitó el triunfo popular yrigoyenista…» Bueno, de ahí no es difícil relacionar esto con que con la segunda guerra permitió, nuevamente, un triunfo popular de la mano de Perón. Bueno, en 1810, el dominio sobre Arg. era español. En las siguientes oportunidades era Inglés. Ahora que es Yanqui, es más fácil todavía apreciar el porqué de tantos gobiernos populares por todo Latinoamérica…
Esperemos que la crisis de los amigos del norte dure lo suficiente como para que finalmente, cerca del famoso bicentenario, terminemos de una vez por todas de ser una colonia!
Leer este post me hizo acordar a lo que senti cuando lei el blog http://www.labonaerense.com que recomendó Mendieta…
Eso del racismo te suena a vos, Ana.C, no?
Escriba: que loco. Yo vi la misma película en el Nosecuanto de Recoleta. Algo más chocante todavía la sensación, ya que es brutalmente sutil la manera de narrar esas diferencias sociales que tan bien ud. expresa.
Por cierto: gran pelicula.
¿Y por qué me tendría que sonar más a mí que a vos, Charlie? ¿O distinto?
Escriba, este post es precioso. Combina inusualmente altos niveles literarios de relato, crítica de cine, y ensayo. Te felicito.
Como que es una buena película????? y como catalogarian «Historias minimas»,»Plata dulce», «La historia oficial», «No sos vos soy yo», «El hijo de la novia» y tantas otras excelentes peliculas a lo largo de mas de 70 años de cine nacional!!!
La mujer sin cabeza es un bodrio y me senti estafada por una directora que se cree buena e inteligente, solo porque Almodovar la «aprecia».
Mónica, no se me enoje. Acepto todas las religiones. Porque me guste esta película no censuro ninguna otra.
Saludos
Escriba!…Ud. es inteligente, póngase la mano en el corazón, deje de lado la problematica social, el dolor por las desigualdades y las injusticias…y va a coincidir conmigo…ella, la directora, tal vez quiso hacer algo testimonial y profundo pero le salió un bodrio lento, aburrido y sin sentido.
Saludos