El macrismo y su primer año en el poder: balance, dilemas y perspectivas

Cambiemos

El conjunto de políticas económicas adoptadas por el gobierno de Mauricio Macri en su primer año de gestión ha generado, previsiblemente, una profunda redistribución del ingreso a favor de los estratos más altos de la sociedad y en detrimento de los trabajadores. Desde el punto de vista productivo, el mapa de ganadores y perdedores también resulta esclarecedor: los sectores vinculados con la exportación de productos agropecuarios y con las finanzas se han beneficiado notablemente, mientras que los industriales -especialmente el segmento PYME- han visto caer sus niveles de rentabilidad.

Existe en esta orientación gubernamental cierta correspondencia con la distribución de votos de las elecciones 2015, puntualmente en el ballotage del 22 de noviembre. Aunque el resultado fue muy ajustado, desde el punto de vista geográfico hubo diferencias notables. A grandes rasgos, Cambiemos se impuso en la zona central del país, incluido el interior de la provincia de Buenos Aires, y el Frente para la Victoria triunfó en el NOA, en el NEA, en la Patagonia y en el sur y oeste de Buenos Aires. Con acierto, Carlos Freytes ha señalado que, en términos agregados, el voto por el FPV coincidió aproximadamente con dos distinciones clásicas de la ciencia política argentina: la coalición defensiva (Guillermo O’Donnell) y la coalición periférica (Gibson y Ernesto Calvo). La primera tiene su eje electoral en los sectores populares urbanos y la segunda está conformada por las provincias extra-pampeanas, cuyas economías dependen en gran medida de la redistribución desde las regiones centrales vía las transferencias del Estado Nacional.

La naturaleza regresiva del programa económico macrista queda expuesta también al analizar las demandas que expresaba el capital más concentrado en el tramo final del gobierno de Cristina Fernández. Al respecto, el Foro de Convergencia Empresarial (FCE), formado en 2013 por las empresas y asociaciones empresariales más importantes del país, se pronunció en reiteradas ocasiones en contra del kirchnerismo y a favor de reducir la presencia del Estado en los distintos ámbitos de la economía. Los reclamos incluyeron, además, cuestiones de índole institucional (fortalecimiento de los organismos de control, promoción de un Poder Judicial independiente), revelando así el carácter político del FCE. En ese sentido, fue un anticipo de lo que sucedería con Macri como Presidente: la entrada masiva de empresarios al gobierno.

En su primer año, Cambiemos ha cumplido satisfactoriamente con las expectativas y necesidades de este sector empresarial. Aunque hubo algunas disidencias puntuales (como en el caso de las tarifas), el rumbo económico fue apoyado por la “gran burguesía”.

¿Y ahora qué?

El macrismo ha beneficiado a su base social, pero queda pendiente, aún, lo que podría calificarse como su verdadera “misión histórica”: desarmar los fundamentos sociales de las coaliciones defensiva y periférica que votaron a Scioli en el ballotage. A fin de sintetizar, es lícito reunir a ambas en una sola categoría: la coalición “mercado-internista”, con eje en la industria y en un rol más activo del Estado.

Con cada vez mayor insistencia, el Presidente enfatiza en la necesidad de avanzar en esa dirección. Se trata de un programa de corte neoliberal, cuyos componentes esenciales son la reducción de los costos laborales, la apertura económica y el reordenamiento productivo a través de la supresión de las ayudas estatales a los capitales menos eficientes. Es el tan mentado cambio cultural, y que en el terreno político se puede traducir como el intento por desarticular las bases sociales tradicionales del peronismo, al menos en su versión más progresista.

Si la larga década kirchnerista se volvió a topar con el problema histórico de la restricción externa, el macrismo pretende convertirse en el portador de su solución definitiva, mediante una reestructuración regresiva y excluyente de la economía y de la sociedad argentina. No es novedoso en este objetivo.

En el pasado reciente, la última dictadura militar (1976-1983) y el menemismo (1989-1999) intentaron, con relativo éxito, cumplir con esa ambiciosa meta. El contexto en el que Macri quiere completar esta tarea, sin embargo, es diferente en algunos aspectos esenciales de aquellas dos experiencias. En primer lugar, y como lo reconociera el Ministro de Hacienda Alfonso Prat Gay, el gobierno no recibió un país en crisis, como sí sucedió en 1976 y en 1989. Es sabido: la tolerancia social para un programa de ajuste es menor cuando las circunstancias económicas no resultan apremiantes.

En segundo lugar, el programa económico de la dictadura fue ejecutado a sangre y fuego, por lo que no hubo necesidad de lograr un consenso popular activo y permanente como el que impone la democracia electoral.  Menem, por su parte, se sirvió del aparato justicialista y, además, realizó importantes concesiones a determinados sectores y grupos económicos, muchas veces en contradicción con los objetivos generales del propio modelo económico (por caso, la apertura comercial asimétrica). ¿Hasta qué punto el macrismo estará dispuesto a hacer este tipo de concesiones? Y más en general, ¿cuál será su capacidad política para avanzar en un proceso de pérdida de derechos sociales a medida que el discurso de la pesada herencia pierda efectividad?

En tercer lugar, el contexto internacional en el que el macrismo intenta aplicar su programa aperturista parece más adverso que el que le tocó a Martínez de Hoz (quien se benefició del crédito fácil de los países centrales y de los petrodólares) y a Menem (la venta de activos estatales, mecanismo principal de atracción de capitales, coincidió con una ola pro-mercado a nivel mundial).

Los dilemas de una nueva etapa

Aunque la cúpula empresarial apoyó, en líneas generales, el rumbo económico adoptado por el gobierno de Macri en su primer año, comienzan a emerger, sin embargo, diferencias cada vez más visibles sobre cómo avanzar en la nueva etapa. Las disputas no se originan respecto del rumbo estratégico: el desarme de la coalición mercado-internista y la profundización en la distribución del ingreso en contra de los trabajadores son objetivos ampliamente compartidos. Las disidencias aparecen en los instrumentos para alcanzar esa Argentina ideal. A continuación, se detallan algunos temas que generan rispideces.

Los niveles de integración económica. Recientemente, la Unión Industrial Argentina alertó sobre el riesgo de que Macri reconozca a China como economía de mercado. No es que a Techint le preocupe la suerte de las PYMES nacionales: es simplemente una cuestión de asegurar su propia supervivencia. Similares tensiones se dan, en un plano más general, con la entrada de productos importados. Los lazos de solidaridad orgánica entre los industriales son débiles: cada uno cuida su propio interés. El bajo nivel de integración de nuestro aparato industrial determina que el ingreso de insumos importados (y de bienes de capital) reporte beneficios directos para muchos industriales, pero a medida que se amplía el cupo importador, es mayor la probabilidad de que los productos comprados en el exterior se conviertan en fuente directa de competencia para los fabricantes locales.

El tipo de cambio. La salida del “cepo” fue elogiada por toda la cúpula empresarial. Pero a casi un año de aquella mega-devaluación, el desacuerdo por el tipo de cambio vuelve a florecer. Con una inflación anual que, según la mayoría de las proyecciones, estará por encima del 40% en 2016, más la depreciación de las monedas latinoamericanas a partir del triunfo de Trump, resulta lógico que aquellos sectores que se quejaban a principio de año del atraso cambiario, hoy vuelvan a formular similares inquietudes. Así, los exportadores agropecuarios y los industriales de mayor tamaño quieren una nueva devaluación, pero el sector financiero prefiere un tipo de cambio bajo, al igual que los importadores. Algo similar ocurre con el nivel de la tasa de interés: son frecuentes, últimamente, las voces que reclaman su reducción para dinamizar el ciclo económico, pero cada vez que el Banco Central acepta avanzar, moderadamente, en esa dirección, la presión sobre el dólar se acentúa, en un escenario de fuerte centralidad estructural del sistema financiero.

El endeudamiento externo. En el inventario macrista de la pesada herencia no figuró nunca el endeudamiento externo. En efecto, el bajo nivel de deuda en dólares que dejó el kirchnerismo se transformó en una de las palancas fundamentales de las que se benefició Cambiemos: desde diciembre de 2015, el endeudamiento total superó los 50 mil millones de dólares. La cúpula empresarial, además, apoyó cada uno de los pasos que dio el gobierno para que la Argentina pueda reabrir los canales del crédito internacional. Acuerdo con los fondos buitres mediante, las grandes empresas volvieron en 2016 a tomar deuda en el exterior. Ahora bien, el camino del endeudamiento no es ilimitado ni neutral en términos de sus implicancias, pues históricamente, vino acompañado de un ajuste sobre el ingreso de los sectores populares. El propio Presidente lo formuló de manera elocuente en la última conferencia de la Unión Industrial Argentina: “Hay que decidir en qué vamos a recortar. Esa es la discusión que comienza en 2017”.

Estas disputas dentro de la cúpula siempre deben matizarse en virtud de la existencia de empresarios que tienen intereses en distintas actividades (financieras, agrarias, industriales, comerciales) y, por ende, pueden compensar eventuales pérdidas en un sector con ganancias en otros rubros. Aun así, los desacuerdos se hicieron en el último tiempo más visibles, al compás de la postergación hasta nuevo aviso del inicio del segundo semestre y de una inflación que no cede.

El análisis de las tensiones dentro de los sectores dominantes es fundamental porque, como fuera dicho, este es un gobierno que tiene a los empresarios (de mayor tamaño) como parte fundamental de su base social y en puestos estratégicos de conducción estatal. Pero, además, porque las pujas inter-capitalistas han resultado decisivas en el modo en que se resolvieron las crisis en la Argentina reciente. En 1989, el estallido hiper-inflacionario enfrentó a los grupos económicos locales contra los acreedores externos. En 2001, las pujas inter-burguesas se dieron entre devaluacionistas (Grupo Productivo) y dolarizadores (empresas de servicios públicos privatizadas). Ambas crisis fueron superadas “desde arriba” y derivaron en una caída abrupta del salario real y en la participación de los trabajadores en el producto.

Esto lleva a un último punto, vinculado con uno de los más nocivos legados del neoliberalismo: la fragmentación y heterogeneidad del campo popular, en el que trabajadores formales, desempleados, informales, monotributistas, conforman un colectivo plural y con situaciones e intereses divergentes y hasta contradictorios entre sí. Ese mapa disperso explica también la imposibilidad de las clases subalternas para intervenir con voz propia e imponer condiciones en el modo en que se resolvieron últimamente las grandes crisis económicas en la Argentina.

Para concluir, y a modo de síntesis, el objetivo del macrismo en avanzar hacia el desarme de la coalición mercado-internista enfrenta no solo restricciones estructurales (ausencia de una crisis previa, acotados márgenes de acción política y adversas condiciones internacionales) sino también divergencias incipientes en su base social empresaria. El agravamiento de estas disidencias, seguramente, estará condicionado por la evolución de los principales indicadores macroeconómicos. Hay, sin embargo, un punto de coincidencia fundamental dentro de la cúpula: la necesidad de reducir los costos laborales. De allí que para el campo popular sea indispensable formular una alternativa propia, que no se subordine, como en el pasado cercano, a ninguna propuesta elaborada por los sectores más concentrados del capital.

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