Encender la noche. Democracia, cultura y sociedad en tiempos de avanzada conservadora (Parte I)

 

 Por María Soledad Segura y Anna Valeria Prato

 

Estamos viviendo épocas oscuras. El “cambio de época” que se inició en Latinoamérica en 2015 -y también en países centrales como los europeos y Estados Unidos- con el ascenso al gobierno de partidos o alianzas de derecha, no es una simple alternancia política en el Estado, sino que implica amplias mudanzas económicas, sociales y culturales. (González, 2015)

Esta nueva dirigencia reorientó la intervención estatal para redistribuir la riqueza a favor del gran capital. Esto implica un incremento de beneficios para la clase dominante que integran y el retroceso en los derechos humanos laborales, sindicales, de protesta, libertad, etc. de las mayorías. Sus gestiones ya están teniendo resultados oprobiosos para la vida cotidiana de las personas con un aumento del desempleo, la pobreza, la indigencia y la desigualdad, y también un empeoramiento de indicadores macro-económicos como la inflación, devaluación y resultados de la balanza de pagos.

La alternancia política y la reorientación en las políticas estatales, es acompañado por modificaciones en el clima cultural. Avanzan grupos sociales conservadores, de ultra-derecha, anti-derechos de las personas y de los pueblos: defensores de genocidas, homofóbicos, misóginos, racistas, que perciben que el nuevo escenario político les ofrece una oportunidad. Esta reacción cultural pretende desandar algunos de los mayores logros sociales del período anterior. (Segura, 2015; Waisbord, 2018)

La abundante evidencia de los nefastos resultados para las mayorías de las políticas aplicadas en los últimos años, así como la contundencia de las pruebas científicas sobre esta situción, es fuertemente combatida con trolls, bots y militantes en las redes sociales, y con medios masivos de comunicación con editoriales oficialistas que ocultan información, pero también propagan noticias falsas y hechos alternativos (Waisbord, 2017). Recurren a procedimientos de desinformación y manipulación. De este modo, se propagan también discursos de odio en los medios, las redes, la calle y los gobiernos. Se trata de una “derecha deshinibida” y la “vigilancia discursiva de la izquierda” no ayuda a evitarla (Aleman, 2019).

Sin embargo, en la Argentina, la gestión de gobierno iniciado en 2015 llega a su fin en 2019, aunque podría renovarse por otro período más. Los nuevos periodos de gobierno implican siempre una nueva oportunidad, no sólo cuando hay cambios de personas y partidos a cargo de la gestión, sino también porque se inician después de la instancia de campaña electoral -en la que hay que redefinir alianzas, renovar promesas y rehacer negociaciones- y después del voto popular que muestra qué se aprueba y desaprueba de las acciones, propuestas, discursos y candidatos/as/es.

Dada la gravedad de lo sucedido en términos de retroceso de la democracia y puesta en cuestión de derechos y consensos sociales que parecían firmes (Segura, 2015; Waisbord, 2018; Dezzutto, 2019), el reto político y social, pero también y especialmente cultural, es enorme. Se torna imprescindible repensar el papel de la cultura en nuestras sociedades, y qué políticas culturales nos daremos para profundizar nuestra democracia y hacer de nuestras ciudades y pueblos, lugares más habitables.

En este capítulo proponemos identificar desafíos y proponer principios y líneas de acción para políticas culturales estatales y sociales en el periodo 2019-2023, a partir de un breve análisis retrospectivo y crítico de los aciertos y pendientes de las anteriores gestiones de gobierno y de las organizaciones culturales en nuestro país. Para ello, primero presentaremos el enfoque teórico-político desde el cual haremos esas evaluaciones y propuestas.

 

  • Punto de partida

La cultura es crucial en estas disputas políticas, en la medida en que incluye, no sólo a las artes y los bienes, servicios e industrias culturales, sino también a los más diversos fenómenos sociales ya que son significantes. Las significaciones compartidas hacen posible la vida social, dan identidad a un grupo humano y permiten comunicarse, interactuar, apreciar y predecir las conductas de los otros, y están vinculadas a las prácticas cotidianas y a los procesos creativos de trabajo. La cultura contribuye así a cambiar hábitus arraigados, influir en los modos de percibir la realidad y en los modos de relacionarse con los otros. (Margulis y otros/as, 2014; Botelho, 2001)

De esta forma, se torna esencial para el cambio (y también para la conservación) del orden social. En tanto construye y transmite valores y emociones, las artes, la literatura y las humanidades en general, pueden contribuir (o no) a construir una sociedad más democrática. Es a través de la empatía que podemos ponernos en la piel de los demás, identificarnos con los/as/es más débiles en lugar de estigmatizarlos, desarrollar la compasión y el respeto en lugar de la agresión y el temor que inevitablemente surgen de la vulnerabilidad, y defender el interés común. No es solo con los debates de ideas abstractas y racionales que se impondrán la igualdad y la libertad, sino también con la formación de los/as/es ciudadanos/as/es a través de las «emociones democráticas” (Nussbaum, 2011).

De este modo, los colectivos culturales y movimientos sociales en general “no sólo expresan un contenido crítico en torno a nuestras formas actuales de comunidad, sino que, en muchos casos, performan, con sus prácticas, esos otros modos de comunidad posible” y pueden ayudar, por lo tanto, a construir “socialidades alternativas” (Mercadal, Coppari y Maccioni, 2018; 183) que en el actual contexto resultan especialmente urgentes. Colaborarían a superar “el narcisismo de las pequeñas diferencias” del que, según Freud (1921) provendría “la hostilidad que en todas las relaciones humanas luchan contra los sentimientos fraternales”, que desdibuja el enemigo, en este caso, la ultraderecha (Aleman, 2019).

Las claves de los valores y las emociones democráticas están en consonancia con prácticas del movimiento feminista y LGTTBQI, el sindicalismo, los movimientos contra el racismo, y de todos/as quienes buscan un mundo más libre y equitativo, más vivible. Estas organizaciones y colectivos sociales desarrollan políticas culturales dado que producen y difunden conceptos, valores y significaciones alternativas con las que interpretar distintos temas de la vida social, y que desestabilizan los significados culturales predominantes del machismo, la misoginia, la homofobia, la heteronormatividad, el racismo, el clasismo (Escobar, Álvarez y Dagnino, 2001). En consecuencia, las luchas por la democratización de la cultura están indisolublemente ligadas a las pujas por la democratización de otras áreas de lo social y son indisociables de las relaciones sociales de fuerza (Caletti, 2005).

Los procesos de democratización de la cultura son aquellos que la entienden como un derecho humano, considerando las posibilidades de acceso al consumo de bienes y servicios culturales, y de participación en su producción así como en la definición de políticas del área; y que contemplan también los principios de diversidad en la representación de grupos sociales, culturales, étnicos, religiosos, políticos, regionales en las producciones culturales, y de equidad en el acceso y participación. En este sentido, las prácticas desarrolladas por las organizaciones culturales, los Estados y las empresas del sector contribuirían a la democratización de la cultura en la medida en que contribuyan a que sujetos invisibilizados, silenciados o despreciados se hagan presentes en el espacio público, que las modalidades culturales de expresión legítima y las formas económicas de propiedad de los medios se tornen accesibles a la mayoría y que se incluyan nuevos temas, valores, significaciones, emociones en la agenda pública. (Fraser, 2006; Ranaivoson, 2007)

Para garantizar el cumplimiento de los derechos culturales y a favor de procesos de democratización cultural, debería respetarse entonces el derecho de las personas al acceso a contenidos, informaciones, estéticas y consumo de bienes y servicios; el derecho a participar desde la diversidad en los distintos ámbitos de la cultura; y el derecho a optar por una identidad cultural, favoreciendo la pluralidad y la diversidad (por ejemplo, optar por una religión, por identificarse con culturas de pueblos originarios, etc.). (UNESCO, 2001; UNESCO, 2005; Universidad de Friburgo y UNESCO, 2007) La intervención estatal es central para garantizar el derecho a la cultura y proteger las culturas nacionales (Frau-Meigs, 2002; Loreti, 2006).

Sin embargo, las políticas culturales no son sólo estatales. También las constituyen las intervenciones realizadas por los organismos intergubernamentales, las instituciones civiles y los grupos comunitarios organizados (Escorbar, Álvarez y Dagnino, 2001) a fin de orientar el desarrollo simbólico, satisfacer las necesidades culturales de la población y obtener un consenso para un tipo de orden o de transformación social (García Canclini, 2005; García Canclini, 1987). Como sucede con los demás derechos, los culturales han sido reconocidos por leyes nacionales y normativas como las de los organismos y tratados internacionales antes mencionados; pero también son el resultado de disputas de poder y luchas que se dan desde distintos sectores institucionales, organizaciones y movimientos sociales, entre otros ámbitos de la sociedad civil.

En esta línea, es posible pensar las disputas sobre políticas culturales como procesos dinámicos cuyos resultados no responderían a modelos puros impulsados por un determinado sector social, sino como un producto híbrido de relaciones de poder que se dan en determinados momentos históricos de cada sociedad (Achúgar, 2003; Albornoz, 2011). Son procesos conflictivos en los que se ponen en juego intereses ligados a posiciones desiguales de jerarquía y poder de diversos actores sociales e institucionales con distintos recursos a su disposición. Por lo tanto, las políticas no son solamente el producto de decisiones del Poder Ejecutivo, del debate legislativo o de razonamientos judiciales en el Estado, sino que son resultado de procesos culturales complejos y disputas de poder. (Álvarez Ugarte, 2013; Freedman, 2015; Segura y Waisbord, 2016)

Por lo tanto, las políticas públicas no son definidas exclusivamente por las élites políticas y económicas. Actores aparentemente débiles podrían llegar a tener cierta capacidad de influencia en los procesos políticos, como resultado de sus demandas al Estado más allá de las elecciones y los partidos políticos. No obstante, para que esto sea posible, es imprescindible garantizar mecanismos e instituciones de participación social. Si las políticas se formulan sin participación social, seguramente atenderán los intereses de los sectores con mayor poder económico y político. En cambio, si en su proceso de definición participan organizaciones cívicas, es más probable que atiendan a una miríada de intereses ciudadanos (Graziano, 1988).

 

En este siglo, a nivel internacional, se reabrió el debate sobre políticas culturales. En un contexto signado por la llamada guerra internacional contra el terrorismo –identificado con el terrorismo islámico- la Declaración sobre la Diversidad Cultural de 2001, la UNESCO eleva la diversidad cultural a la categoría de “patrimonio común de la humanidad”, recuerda que los derechos humanos son garantes de la diversidad cultural y reconoce que son necesarios e inseparables de la dignidad de las personas y por lo tanto, debe garantizarse su accesibilidad a todos los individuos. No obstante, en la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales de 2005, UNESCO reduce su radicalidad al afirmar que las actividades, los bienes y los servicios culturales son de índole “a la vez económica y cultural”. (Prato, Traversaro y Segura, 2018)

En Latinoamérica, en las últimas décadas, a partir de la asunción en la región de gobiernos progresistas o, en general, ubicados “a la izquierda del centro” (Panizza, 2005), se generaron novedosos procesos de movilización social y de formulación de algunas políticas públicas estatales en este sentido, que redefinieron la relación Estado-sociedad civil en el campo cultural, en consonancia con lineamientos de organismos internacionales y demandas de organizaciones sociales. Por ejemplo, en Colombia entre 1992 y 1998, se implementó el programa CREA, una expedición por la cultura colombiana fundamentada en acepciones de diversidad cultural y cultura de paz. En Chile, el gobierno desarrolló Cabildos Culturales entre 1999 y 2003, basados en conceptos de participación social y ciudadanía cultural como forma de re-construcción del tejido social (Mejía 2009). En Brasil en 2004 el Ministerio de Cultura creó el Programa Nacional de Cultura, Educación y Cuidadanía Cultura Viva para apoyar a organizaciones culturales ya existentes, llamados Puntos de Cultura (Prato, Morais y Segura, 2018; Santini, 2017; Fuentes Firmani 2013).

En tanto, entre 2009 y 2010, el Colectivo Latinoamericano Plataforma Puente Cultura Viva Comunitaria (PPCVC) nace de un proceso de articulación de un amplio conjunto de organizaciones y redes vinculadas a experiencias centradas en actividades culturales y comunitarias de esta región con el fin de visibilizarlas y fortalecerlas. La Plataforma Puente tiene como referencia la política pública de Puntos de Cultura de Brasil, e impulsa entre sus demandas la asignación del 0,1 por ciento de los presupuestos nacionales para el fortalecimiento y sostenimiento de iniciativas de “cultura viva comunitaria”. Dicha red se extiende por países como Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala y Perú. (Prato, Morais y Segura, 2018; Santini, 2017)

Todos estos procesos hicieron posible que en 2013 se estructurara el Programa de Cooperación Cultural Ibercultura Viva que se propone fortalecer las culturas de base comunitaria de países iberoamericanos, creando redes, alianzas e intercambios. (Fuentes Firmani, 2018).

En Argentina, durante la crisis económica, social y política de 2001-2002, aumentaron los colectivos contraculturales que vinculaban arte y política. Gran parte de estas organizaciones culturales optaron por mantener una relación de mayor distancia y hasta confrontación con el Estado, como los colectivos literarios, culturales y artísticos desde los cuales se disputan otras formas de territorialidad, de temporalidad, de subjetividad, que, con frecuencia, se oponen a lo estatal al intentar deconstruir las formas de sujeción que afirman sus políticas culturales. (Mercadal, Coppari y Maccioni, 2018) Más adelante, a partir de la recomposición de las instituciones políticas representativas –luego de las elecciones presidenciales de 2003- y de la paulatina reducción de la conflictividad social, emergieron también las organizaciones culturales locales con trabajo socio-territorial y comunitario con una perspectiva de derechos, como en Córdoba (Ruiz, 2018) o Mendoza (Sánchez Salinas, 2018).

En tanto, otras organizaciones culturales optaron por buscar incidir en el Estado. En esa línea, se registran experiencias de organizaciones, asociaciones, grupos y redes culturales que antes y después de 2015 construyeron colectivamente proyectos de nuevas leyes culturales e impulsaron su aprobación –en algunos casos, con éxito–. La Federación Argentina de Músicos Independientes se creó en 2008, en 2009 lograron que la LSCA estableciera cuotas de música nacional e independiente a ser programada por las radios, y destinara un porcentaje de la recaudación de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (AFSCA) al Instituto Nacional de Música, y en 2012 –en alianza con el Frente para la Victoria- impulsaron el proyecto de Ley de la Música que fue aprobada en 2013.

Entre  2009 y 2010 nace la campaña Pueblo Hace Cultura para la promoción de leyes culturales que nuclea redes como la Red Latinoamericana de Arte para la Trasformación, FARCO, colectivos culturales y personas vinculados a la cultura comunitaria y al arte autogestivo e independiente, en 2012 este grupo promovió el proyecto de Ley de Apoyo a la Cultura Comunitaria, Autogestiva e Independiente, que perdió estado parlamentario en 2013 y fue nuevamente ingresado ese mismo año. En 2012 se fundó la Asociación de Revistas Culturales Independientes y Autogestivas, y presentó el proyecto de Ley de Promoción de la Producción Independiente y Autogestiva de Comunicación Cultural por Medios Gráficos y de Internet a través de diputados del Frente para la Victoria. El Movimiento Nacional por la Ley de la Danza integró experiencias que se venían dando desde 2008, en 2013 y 2016 se volvió a presentar – después de que perdiera estado parlamentario – el proyecto de Ley de Danza, con el apoyo de diversos bloques. (Prato, Traversaro y Segura, 2018)

El gobierno nacional, por su parte, entre 2003 y 2015, produjo reformas de políticas culturales que acompañaron estos procesos y planteó la “batalla cultural” como una línea rectora de sus acciones. Numerosas medidas sentaron nuevas bases regulatorias, financieras, administrativas y de sentido sobre diferentes dimensiones de la cultura. Igualmente, dieron cuenta de un activismo estatal inédito desde la recuperación del gobierno constitucional en 1983. Todas estas políticas contaron con inusual participación ciudadana que llegó a presentar proyectos de ley y algunos incidieron decisivamente en su formulación. Este impacto social fue absolutamente innovador en la historia de las políticas culturales en Argentina. (Segura y Prato, 2018)

En 2003, se formuló la Ley de Preservación de Bienes y Patrimonios Culturales que, si bien fue sancionada como salvataje financiero del entonces endeudado Grupo Clarín, establece principios de resguardo de la producción cultural nacional (Mastrini, Becerra, Baranchuk y Rossi, 2005). En 2006, se realizó una reforma de la Ley Nacional de Educación. En 2011, se promulgó el Programa Puntos de Cultura con el objetivo de promover la cultura popular y comunitaria (Benhabib, 2018; Wajnerman, 2018; Prato, Traversaro y Segura, 2018). Ese mismo año, se pusieron en marcha los Mercados de Industrias Culturales de la Argentina (MICA) que permiten reunir en un mismo espacio a representantes de distintos ámbitos de creación artística para mostrar sus producciones, comprar, vender, participar de ferias, clínicas o capacitaciones. En 2013, la Secretaría de Cultura de la Nación promovió la Encuesta Nacional de Consumos Culturales con la cual se produjeron estudios sobre los consumos, gustos e intereses culturales de los argentinos. En 2014, se elevó de rango a la Secretaría de Cultura con la creación del Ministerio de Cultura de la Nación.

El mismo año, se hizo el lanzamiento de una propuesta de proyecto de Ley Federal de Culturas con el objetivo de elaborar el proyecto definitivo de manera participativa. En esa oportunidad, se planteó como objetivo, “la elaboración de un proyecto de Ley que defina por sujetos culturales a todas las personas que habitan en el territorio nacional y en la que todos los artistas, técnicos-profesionales, hacedores y gestores culturales sean definidos por su condición de trabajadores de las culturas”. Ese pre-proyecto de ley fue debatido en 46 foros federales realizados en todas las provincias del país, organizados por el Ministerio de Cultura, el Consejo Federal de Cultura (donde participan las máximas autoridades del área de cada provincia) y el Frente de Artistas y Trabajadores de las Culturas. En estos debates, participaron agrupaciones culturales de diversa índole y ciudadanos que desearan hacerlo y/o tuvieran aportes para realizar. De esta manera, las organizaciones de la sociedad civil participaron realizando propuestas al proyecto de legislaciones, a partir de sus necesidades e intereses, y en diálogo con el Estado. Este proyecto fue posible no solo por la iniciativa gubernamental, sino también por la organización y movilización social en torno a este tema (organización y movilización social motivada, a su vez, por la incidencia que tuvo la sociedad civil en el debate de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual). (Prato, Traversaro y Segura, 2018)

Los procesos de formulación participativa de políticas públicas de cultura que se dieron a nivel nacional también se produjeron a nivel local. Hay experiencias de instituciones estatales participativas a nivel municipal, como el Consejo de Cultura de la Municipalidad de Villa Allende, Córdoba, la institución estatal participativa en el área de políticas culturales que está en funcionamiento más antiguas del país (Ceballos, 2018); o el proyecto de creación del Consejo de Cultura de la Municipalidad de Hurlingam, Buenos Aires (Pagés, 2018). También se abrieron nuevas direcciones municipales con este enfoque como la Dirección de Cultura Comunitaria de la Municipalidad de Córdoba (González, Ospital y Pigini, 2018).

El inusual activismo estatal y social en el área con un enfoque de derechos, también tuvo su correlato en la creación de nuevas áreas y programas de universidades nacionales relativas a este tema, como el Programa Derecho a la Cultura de Extensión Universitaria de la Secretaría de Extensión de la Universidad Nacional de Córdoba fundado en 2010 (Morán y Rizzi, 2018); o el Área de Comunicación Comunitaria de la Secretaría de Extensión de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos que se creó en 2004 apuntando a la promoción de experiencias de articulación social orientadas a la transformación sociocultural (Giménez, 2018).

[1] A diferencia de lo que se sostuvo en el apartado anterior, por razones de espacio, de esta sección en adelante adoptamos una noción restringida de cultura. No contamos el también inusual activismo estatal desde una perspectiva de derechos en comunicación, ni tampoco las nuevas leyes y políticas que no sólo garantizan nuevos derechos civiles sino que también contribuyen a consolidar nuevos sentidos y novedosas modalidades de socialidad.

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