Ni 15, ni 20. O por qué los argentinos no podemos organizar un partido de futbol

Por José del Tronco Paganelli

Vergüenza, indignación, perplejidad, resignación. Una vez más –¿cuántas mas?- los “inadaptados de siempre” nos dejaron sin fiesta. La “Final más importante de la historia del fútbol mundial” no pudo disputarse. Como un giro novelesco de una historia cíclica, ahora fueron los jugadores de Boca quienes sufrieron las agresiones de un grupo de hinchas  de la parcialidad de River, a poco menos de un kilómetro de llegar al Estadio. Varios jugadores acusaron lesiones oculares, desmayos, mareos, sumado ello al impacto psicológico que un atentado de este tipo puede generar. Al igual que hace tres años en la cancha de Boca, pero aquella vez en contra de los jugadores de River, unos pocos se robaron las expectativas de 65 mil en el Estadio, y varios millones más en Argentina, y en el resto del mundo.

“La final del mundo”. “El partido más importante de la historia”. “La gloria para unos y el escarnio para los que pierdan”. Podríamos seguir enumerando las desafortunadas y poco creativas frases que debimos leer y escuchar en estas más de tres semanas. No tiene sentido. Pero sí vale la pena no perder de vista que el fogoneo irresponsable de comunicadores incautos, y a veces intencionados (mal) juega también su papel. Nos vendieron esta final como el evento más único e irrepetible de la historia del fútbol mundial. Y vaya que lo fue, aunque no por buenas razones.

El papelón empezó hace dos semanas. La primera final, en cancha de Boca, no pudo jugarse en la fecha establecida. Los reportes periodísticos dicen que el motivo fue la “extraordinaria” cantidad de agua de lluvia caída durante la mañana del día del partido. Lo cierto es que el partido no se jugó por el carácter obsoleto de la infraestructura del estadio, que por un lado impidió el drenaje adecuado del campo de juego, y por el otro, no impidió la inundación en la zona de plateas. Cuando los directivos de un club de futbol te dicen que el clima fue la causante de la suspensión, sólo reconocen su propia impericia. Así como no son sólo 15 o 20, tampoco es sólo la sociedad, como dijeron varios protagonistas. Esto viene de lejos, y sobre todo, viene de arriba.

Tenía sólo nueve años cuando me enteré por primera vez de la existencia de hechos de violencia en una cancha de Argentina. “La bengala asesina”, enviada desde la tribuna de Boca hasta la de Racing, que impactó y se quedó con la vida de un joven hincha de apellido ilustre (Basile, aunque no tuviera nada que ver con el famoso “Coco”). A finales de ese mismo año, y ya convertido en un asiduo lector de “El Gráfico”, tomé conciencia de que aquel episodio en la Bombonera no había sido un accidente. En uno de los últimos números de la revista de aquel lejano ya 1983, se reseñaban los desmanes ocurridos ese fin de semana en varios estadios. La que más recuerdo fue la que tuvo lugar en cancha de Racing Club a raíz del descenso sufrido ese domingo a manos de Racing de Córdoba, luego de perder 4-3.

Los años venideros fueron anoticiándome de forma despiadada que aquellas noticias impactantes no referían a hechos aislados. Velozmente, fui enterándome de la existencia de los “José Barrita”[1] (quien, por cierto, una tarde de superclásico me salvó de haber sido golpeado impunemente por sus adláteres), los “Sandokán[2]”, los “Bebotes[3]”, de los famosos miembros “la Buteler”[4], y demás representantes de la mal entendida “cultura del aguante”. Yo, que seguí a mi equipo a todos lados, y compartí una tribuna varias veces con muchos de ellos, no sabía hasta qué punto estaba haciendo de comparsa a gente con la que no tenía mucho en común más que una “supuesta” pero importantísima –para mí- pasión por los colores de un equipo de fútbol.

Dejé de ir a la cancha regularmente luego de cumplidos los 20 años. El laburo, la facultad, la novia, el fútbol propio de los domingos, lo hacían difícil. Sin embargo, no era solo eso. Algo más había cambiado. Aunque todavía se podía “ir de visitante”, compartir una tribuna con la barra suponía tener que aportar dinero a quienes imponían tributo forzado a costa de amenazas. Llegar a los estadios se hacía más tortuoso, conseguir una entrada mucho más difícil, y aquello que uno está dispuesto a hacer cuando es adolescente -como parte quizás de una idealización ingenua pero hasta cierto punto formativa-, dejó de ser atractivo. Cuando se toma real conciencia de los sacrificios que se hacen por ir a ver al equipo de sus amores dos horas por semana, no cuesta darse cuenta que todo ese maltrato no sólo es innecesario sino intencional, porque son varios –aunque una minoría, de todos modos- los que sacan jugoso provecho de esa desorganización.

Hoy ya no vivo en Argentina. El estudio y el trabajo me llevaron a arraigarme en otros lados. Pero el fútbol, la pasión, los colores, siguen ahí. Y ahí sigue la expectativa, la búsqueda de señales on-line para ver partidos que no hay forma de ver ni queriendo pagar, los sueños típicos del futbolero común. Pero también ahí sigue la violencia, los negocios turbios, los barras, la cultura del apriete, la reventa, las muertes de hinchas, de jugadores, de neutrales, de inocentes. El nivel de sacrificio público a favor del negocio particular es, en el fútbol argentino, el más alto del mundo. Y es a favor de unos pocos, poderosos, política y económicamente. Quienes se han acostumbrado a medrar con la necesidad de la gente, se han hecho expertos, también, en lucrar con la pasión.

El paroxismo de esta novela está en la cúspide del poder. Los argentinos tenemos por presidente a un empresario cuyo máximo logro fue ser un exitoso presidente de Boca. Un presidente que en las Cumbres de mandatarios se destaca por sus chistes e ironías futbolísticas, hecho que sus pares, por lo general, reciben con incredulidad. Y esos presidentes están hoy, en buen número, en el país del presidente futbolero para asistir a la reunión del Grupo de los 20 países más importantes del orbe. Algunos de ellos, invitados a la fiesta fallida del River-Boca, no pudieron disfrutarla. Sólo allí entendieron, quizás, la magnitud del fiasco que representan nuestros dirigentes políticos y futbolísticos, o de nuestra dirigencia a secas. Si queremos entender por qué estamos como estamos, primero miremos para arriba.

Como sociedad, sin embargo, hay un mea culpa que nos debemos. Cuando era más joven me costaba entender cómo un país de ciudadanos orgullosos de su democracia, de su cultura, y de su resiliencia frente a las crisis recurrentes, legitimaba que el fútbol (el hecho de mayor popularidad) fuera manejado por un personaje tan cuestionado como Julio Grondona, y por tanto tiempo. ¿Cómo entender que un país que llevó al poder a un Raúl Alfonsín, toleró 35 años a un Grondona en la presidencia de la AFA? Con el tiempo entendí que los argentinos valoramos a los Alfonsín, pero a la hora de elegir un gobernante, preferimos a un Grondona. Aceptamos tácitamente que el primero es mejor, pero también sabemos que no nos puede gobernar. En este tipo de renuncios, hay una parte de la explicación del escándalo de esta tarde. Además de mirar para arriba, entonces, hay que mirar para adentro.

No son 15 o 20. No es sólo “la sociedad”. Son también, nuestros dirigentes. Los que compran el servicio de los barras, o los toleran por temor. Son ellos, millonarios, prepotentes, los que nos metieron –y a quienes acompañamos- en este desmadre. Es hora de que den la cara. No podemos esperar a que se mueran (ni que nos sigamos muriendo nosotros) para exigirles y recién ahí den un paso al costado. No todo pasa. No dejemos más que nos culpen (como miembros de la sociedad) por lo que no hacemos. No dejemos más que todo pase. Dicen que “mañana se juega”. Si nos quedamos en eso, gane quien gane, seremos todos cómplices de la vergüenza (ya no de la “Final”) más importante de la historia del fútbol mundial.

[1] Jefe de la barra brava de Boca durante los ochenta y noventa.

[2] Jefe de la barra brava de River durante esos mismos años

[3] Jefe de la barra brava de Independiente durante los últimos 10 años, hoy caído en desgracia.

[4] Nombre que se le daba al grupo que comandaba la barra brava de San Lorenzo en los años 90.

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