No culpes a la noche

Tenemos la imagen: un país entra en algún tipo de crisis económica. Acude al Fondo Monetario Internacional. El organismo lo recibe de brazos abiertos para negociar un crédito. La contrapartida del crédito son una serie de reformas estructurales en la economía, acorde a los intereses de sus acreedores.

La imagen puede ser compartida en muchos países del mundo y particularmente en Argentina. Este último es el país que, según una encuesta de 2003 de Latinobarómetro, más responsabilizó al Fondo por su situación económica.

Fuente: encuesta citada en Alcañiz y Hellwig (2011)

Quince años después, la imagen del Fondo en la Argentina no es mucho mejor: una encuesta de Poliarquía y el Wilson Center reveló que es el organismo internacional peor evaluado del país.

En ese sentido, aparece una pregunta: ¿hasta qué punto le conviene – o no – al gobierno de Mauricio Macri haber convocado a un actor internacional como el Fondo Monetario Internacional?

Aislemos por un momento las variables que lo llevaron hasta esa decisión y el hecho de si resultaba necesario o no el crédito para sostener el plan económico. En cambio, pensemos la iniciativa en términos puramente de opinión pública. ¿Para qué podría servir la incorporación del Fondo, otra vez, como un actor más de la política económica de nuestro país?

Catherine Moury y André Freire realizaron una investigación sobre la intervención de la Troika en Portugal a partir de la crisis económica de 2011 que puede darnos algunos elementos para pensar este tema. El trabajo se llama “Austerity policies and politics: the case of Portugal” y se puede leer aquí.

Para poner un breve contexto: en 2011 el gobierno de Portugal pide a la Troika – formada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI – el rescate. Luego de las elecciones de ese mismo año, una coalición de centro derecha asume el gobierno y comienza a implementar las medidas de austeridad y las reformas sociales acordadas con los organismos internacionales.

El argumento principal de esta investigación es que, contrario a la imagen ampliamente extendida, las propuestas de reformas estructurales no vienen impuestas desde arriba por los organismos internacionales sino que estos aparecen como una ventana de oportunidad para los gobiernos nacionales. De esta forma, permiten pasar reformas que, de otra manera, no hubieran pasado. El trabajo comprueba dos hipótesis: algunas reformas que se hicieron en Portugal luego de la intervención de los organismos correspondían exactamente a las preferencias del gobierno antes de la intervención internacional. Segundo, algunas de las políticas incluidas en el acuerdo no eran demandas de los organismos sino requerimientos del propio gobierno.

Según la investigación, la presencia de un organismo internacional como “regente” de la política económica permite dos cosas:

mueve el proceso de formación de la política pública a arenas internacionales. Como las crisis son generalmente “globales”, sostiene, se mueve el diseño de la política pública a arenas internacionales, donde las oposiciones locales no están representadas. De esa forma, la negociación se produce en un juego a dos niveles, que provoca el efecto siguiente;

incrementa el costo de oponerse a las reformas: para un gobierno soberano, ingresar a un acuerdo con el Fondo no requiere consenso de los actores opositores locales, como requeriría un intento de cambiar una política (supongamos, por caso, una reforma laboral). Por eso, el camino de involucrar un organismo internacional en el diseño de dicha política podría incrementar el costo del actor local de oponerse la reforma. ¿De qué manera? El hecho de bloquear la reforma pondría en peligro, por ejemplo, la estabilidad del programa financiero acordado con el organismo internacional. Los actores de veto a nivel local pagan, rechazando una iniciativa que ya está acordada con el organismo internacional, ese sobrecosto por oponerse.

Quiere decir que para los gobiernos nacionales la “presión externa” de organismos como el FMI pueden contribuir, por un lado, a disminuir los costos de reformas que eran parte de su programa; y, por el otro, a redistribuir niveles de responsabilidad, no sólo hacia ese actor sino también hacia sectores de la oposición.

Eso significa que, para esos actores de la oposición, la idea de endilgarle a un gobierno que sus políticas “son impuestas por el Fondo” no es, en todo tiempo y lugar, un argumento rentable política y electoralmente. Los electores – ha sido demostrado, por ejemplo, en el trabajo de Alcañiz&Hellwig citado – asignan responsabilidades por los resultados económicos en varias direcciones: el gobierno por supuesto es uno de los blancos predilectos, pero no el único. El juego tampoco es de suma cero; es decir, no implica que lo que “se lleva” de responsabilidad un organismo internacional lo deja de padecer el gobierno. Pero acaso esa posibilidad, en algún margen, exista.

En todo caso, lo que aparecería como rentable política y electoralmente para una oposición sea mostrar la responsabilidad de ese oficialismo en el hecho de haber convocado al Fondo Monetario Internacional como actor decisor de la política pública, en especial en contextos como el argentino donde el actor y las políticas propuestas son particularmente impopulares.

Por estas particularidades es que el trabajo citado no puede adaptarse automáticamente al caso argentino. Pero sí permite establecer algunos parámetros que ayudan a comprender algunas situaciones locales.

En primer lugar, es posible pensar que el factor de “la presión del organismo internacional” le sirvió al gobierno de Mauricio Macri para implementar una política a todas luces problemática para su coalición de gobierno: la reimposición de retenciones a productos de exportación (entre ellos, los agropecuarios). Con todo lo que pueda discutirse sobre la forma elegida, lo cierto es que la medida aparecía como imposible desde cualquier perspectiva: dañaba a su base electoral, rompía con una promesa de campaña y se mostraba como ideológicamente incompatible con la visión acerca del funcionamiento de la economía del propio gobierno. Sin embargo, el gobierno la llevó adelante y así la presentó: como uno de los pedidos del FMI. A diferencia de lo ocurrido en Portugal, podría pensarse que la primera utilidad – en términos de opinión pública – de convocar al Fondo fue poder implementar una política no deseada y en contra de su propia base electoral.

Un segundo aspecto a tomar en cuenta es que los acuerdos de los países con el Fondo son procesos dinámicos en el tiempo. El caso de Portugal así lo demuestra: el artículo menciona la relativa facilidad con la que se aceptaron las primeras (y durísimas) medidas implementadas entre el gobierno y la Troika. Pero también muestra cómo las sucesivas ampliaciones de los acuerdos terminaron por corroer la confianza de la opinión pública tanto en el gobierno como en los organismos internacionales.

Una última consideración tiene que ver con la posibilidad de que el Fondo actúe como un segundo aire para llevar adelante las reformas que el gobierno, por la situación política, no alcanzó siquiera a tratar en el Congreso. ¿Es posible pensar el rol del Fondo Monetario Internacional como el actor que, una vez que se despeje cierta incertidumbre político-económica, sea la punta de lanza para el relanzamiento de aquellas reformas que el propio Macri presentó en su discurso en el CCK en octubre de 2017?

En el medio están nada menos que las elecciones, claro. Pero suponiendo que el plazo elegido para impulsar las reformas estructurales sea finalmente el 2020, el objetivo bien podría ser uno u otro dependiendo del resultado electoral. Con un oficialismo reelecto y con nueva legitimidad, las reformas solicitadas por el Fondo podrían retomar el impulso perdido desde aquel lejano octubre de 2017. Un oficialismo derrotado, en cambio, abre un nuevo escenario. Sin embargo, la presencia del Fondo, ya comprometida por este gobierno, actúa como lo que el macrismo describió como “bombas que le dejó” el gobierno anterior. Más allá de la metáfora, en el juego de la alternancia democrática cada gobierno construye leyes, instituciones y acuerdos que deja como “bombas” al siguiente: un conjunto de elementos que el gobierno siguiente necesita deconstruir hasta lograr un terreno firme sobre el que asentar la agenda propia.

La presencia del Fondo podría transformarse así en una garantía de que el proceso de reformas continúe, en caso de un nuevo oficialismo ideológicamente más cercano a esas reformas; o en una garantía de que el proceso de desactivar la bomba del Fondo sea más costoso, si quien sucede al macrismo es una propuesta ideológicamente más lejana.

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